Ella
José Manuel Andueza Soteras
ISBN: 978-84-19198-02-0
1ª edición, diciembre de 2021.
Editorial Autografía
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Índice
A todas aquellas mujeres
que nos han dado vida
-¡y cuánta vida!-
desde su historia de sufrimiento y amor.
ELLA
Más de dos horas caminando y aún no había llegado a la mitad del camino. Mientras los pies van levantando el polvo a un ritmo menor del deseado la cabeza corre sin parar hacia el horizonte intentando atisbar una población aún lejana. Corre también hacia el miedo, hacia la duda. ¿Y si ya es tarde?
Ella avanza, en medio del miedo y del aire. De vez en cuando el viento levanta un poco de tierra del camino. Un camino largo, eterno. Los coches lo realizan rápido, pero andando ya es otra cosa. El camino de tierra es ancho, suficiente para pasar un camión pequeño. A los lados se elevan matorrales que ni árboles pueden llamarse. Un camino ganado a la montaña. Un poco más adentro sí se atisban algunos árboles.
De vez en cuando los pensamientos se desvanecen para volver al trágico presente. Un grito, un sollozo despierta el ensimismamiento en el que se ha sumergido. El bebé vuelve a gemir. Sin parar de caminar se levanta la camiseta dejando al descubierto un pecho. Aproxima la boca del pequeño hasta el pezón ávido de ser succionado. Nuevo rechazo. Ya ni come. Solo gime.
Vuelve a tocarle la frente. La fiebre no lo abandona. Allí sigue, constante, impasible, tragándose una vida y con ella una esperanza. ¿Y si ya es tarde? Hace tres días que comenzó la calentura. Al principio no le dio importancia. Una nueva alteración en la temperatura. Pero no marcha, no se va como lo ha hecho otras veces. El bebé está enfermo de verdad. Hay que buscar ayuda. Pero aquí no hay nada. Lo fue todo, pero ahora, falta aquello que puede salvar al pequeño.
No hubo más remedio que caminar. Levantarse pronto, dejar preparado el arroz para cuando los hombres vuelvan de trabajar y salir camino abajo en busca de la civilización. Correr, caminar, sin parar, sin más compañía que un bebé que se desvanece y un tarro con un poco de agua. El camino lo conoce bien, lo ha hecho más veces. Más de cuatro horas hasta llegar al asfalto, hasta encontrar una población con un dispensario.
No es un hospital, pero hay un dispensario, hay medicinas, hay una enfermera. O al menos eso espera. Pero seguro que algo hay. Es la esperanza, su esperanza, la de su bebé. Ahora no puede ni rezar. O tal vez sí. Tal vez sea eso que hace. Ese jadeo del cansancio y las prisas, esas palabras pidiendo al bebé que no muera. Su diosito no puede olvidarla. Siempre le ha acompañado. Estará ahí para que pueda soportar lo que sea, como siempre. Porque Dios no se olvida de los pobres; habita con ellos.
De vez en cuando mira atrás. No ha dicho a nadie que marchaba. No había tiempo. Esta mañana al levantarse el bebé tenía más fiebre, no podía ni tomar la leche que le ha permitido aguantar hasta ahora. Por más que lo forzaba no tomaba el pecho. Y allí no había nada. Nada y todo.
Ahora camina. Y recuerda cuando hizo el viaje al revés, sin saber qué encontraría. Sin nada que perder porque no tenía nada. Llegó, fue acogida, encontró la paz, y al poco tiempo también el amor. No era nada del otro mundo, pero era amable, sosegado, paciente. Sin violencia, sin miedo. Era nuevo para ella. Solo podía agradecer. Por eso había sido todo.
El niño ya no llora. Solo jadeos y algún gemido de vez en cuando. No sabe si es mejor o peor. Pero el instinto materno le produce un escalofrío. Siente que algo no va bien. Y aún falta mucho. Vuelve el miedo. No llega, no llega… Ya sabe qué es perder un hijo. La otra vez fue una niña. Nació muerta. Lo sintió, le dolió, pero no es lo mismo. Con este ha experimentado algo nuevo. Es más suyo.
Ha entendido qué es ser madre. Allí arriba se lo dieron. Cuando llegó lo primero que vio fue unos niños corriendo. Al verla se pararon. No pasa mucha gente por allí. Allí, no es ni un pueblo. Una casa aquí, otra un poco más arriba, otras a lo lejos… y algunas ni se ven. Pero todos forman una comunidad.
A ella le pareció el paraíso. Las casas son sencillas. Casas de madera por fuera y de vacío por dentro. En algunas solo hay un colchón en el suelo, un espacio que hace de cocina, una escopeta para cazar algo si se tercia y, el siempre imprescindible bote de gasolina. Otras tienen algo más, poco más. Todas ligeramente elevadas sobre el suelo.
Aún recuerda a esos niños, dos chicos y una chica, descalzos, como iba ella. Se le acercaron sintiéndose dueños del territorio. Venían a marcar su espacio. Pero pronto aparecieron las sonrisas, y ya le tomaban de la mano para enseñarlo todo. Por aquí está el río.
Ese río en el que ha lavado la ropa desde entonces, al que ha ido a buscar algún pez de vez en cuando. Ese río al que se acerca de mañana, antes de que salga el sol, para poder limpiarse, sobre todo en la época del período.
No imaginó en ese momento, que uno de los pequeños acabaría siendo su hijo. Su madre había muerto. Su padre, al verla en seguida le ofreció cobijo y le pidió si podría atender al chico mientras él no estaba. Había que trabajar.
Trabajar duro para apenas ganar nada. El plátano es lo que tiene. Lo trabajas como puedes, te pagan una miseria. Horas de camino hasta la plantación, machete en mano. Trabajar y volver a casa, conscientes de que con lo que ganan no tienen ni para comprar leche. Treinta dólares al mes. Con eso solo se sobrevive allá arriba.
Ha visto a los hombres llegar del trabajo, salir a cazar algún armadillo o lo que pillen para poder comer. Los ha visto reunidos, fumando,