Se formó así un pequeño conjunto de notables, conocidos sobre todo porque aparecían en la televisión, y porque opinaban en la prensa: eran los interlocutores privilegiados del gobierno, que acreditaba así su apertura en un diálogo fundamentalmente moderno, y eran la encarnación concreta de la Sociedad Civil. Obligados a opinar sobre todo, de improviso, según los accidentes de la coyuntura, se convirtieron en portavoces del sentido común de la época. También sirvieron como garantía de integridad en todos los consejos “ciudadanos” que acompañaron el proceso de transición. Seguramente no hace falta decirlo, pero su autoridad dependía de que no formasen parte en ningún sentido del aparato de gobernación del antiguo régimen.
Así emprendimos la travesía hacia la democracia, la transparencia, el libre mercado, el Estado de Derecho. Nos toca hacer el corte de caja.
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Este volumen es resultado de las conversaciones del Círculo de Chimalistac, y debe mucho a la inteligencia de Gibrán, Alejandra, Iván, Esteban, Rodrigo, Estela, Rainer, Marco, Héctor, María Fernanda, Juan Pedro, Gauri, Juan, María, Jorge, Frida, Julián, Miguel Ángel, y desde luego, a la generosidad de Javier Elguea.
El subtítulo que hemos escogido viene de un texto de Antonio Álvarez. Estamos en la idea de que se explica solo: a veces, lo que sabemos resulta ser un estorbo, nos impide ver sencillamente, directamente, lo que hay –la veritá effettuale della cosa.
En Chimalistac, Ciudad de México, 7 de marzo de 2018.
La privatización de la ilegalidad
Natalia Mendoza
Las reformas neoliberales no sólo transformaron la estructura formal o normativa del régimen económico y político, sino también su ordenamiento real, que es tan legal como ilegal. Nada justifica que se estudien las economías formales e informales –o la política electoral, la clientelista y la coercitiva– como ámbitos distintos. El régimen es el conjunto, la totalidad de esas relaciones de creación de valor y dominación, y es el entramado en su conjunto el que produce estabilidad o violencia. Esta condición no es nueva ni exclusiva de México: no es posible entender cómo el azúcar se convirtió en un bien de consumo masivo en la Europa del siglo xix sin hablar del trabajo esclavo en las plantaciones del Caribe o el tráfico clandestino de personas desde África. Un recuento del surgimiento de las economías digitales que se centre en Silicon Valley y olvide mencionar la disponibilidad de mano de obra migrante en California o los conflictos generados en el Congo alrededor de la extracción de tántalo, no solo está incompleto sino que tiene una distorsión de origen. La ley no es una frontera que cree dos esferas autónomas; la ley es la superficie de contacto, el gozne que abre y cierra nichos para la creación de valor, es tan relevante para las economías legales como para las ilegales. El proceso de privatización masiva que se emprendió a finales de los ochenta en México transformó, pues, tanto la legalidad como la ilegalidad.
Entender la naturaleza de esa transformación requiere completar el relato de las rivalidades e intrigas entre los cárteles y el gobierno con un análisis de los cambios de larga duración y su efecto acumulado. Lo que estamos viendo es el surgimiento de un acomodo nuevo, con formas propias de producción de valor y ejercicio de la soberanía, que no pueden leerse de manera efectiva con las categorías y modelos que nos sirvieron antes. Lo que aquí propongo es tan solo una serie de preguntas e hipótesis para empezar a nombrar y entender el movimiento de placas tectónicas, por así decirlo, que está detrás de lo que a falta de mejor término llamamos “la crisis de seguridad”.
Parto de un argumento inicial: la historia reciente de violencia y guerra es también la historia de la expansión y privatización de dos grandes economías, una centrada en la extracción y la otra en la extorsión. Las dos abarcan mercados, actores y formas de acción legales e ilegales, estatales y empresariales. Con privatización me refiero a dos procesos distintos. En primer lugar está la apertura a la inversión privada de industrias previamente controladas por el Estado. Esto por supuesto sucedió en el caso de las industrias extractivas y de servicios públicos –minería, ferrocarriles, telecomunicaciones, etcétera. Mi argumento es que algo similar sucedió también, aunque de manera incompleta y desordenada, en las economías de la extorsión. Si antes las policías y autoridades estatales tenían la prerrogativa casi exclusiva de cobrar cuotas a cambio de no aplicar la ley o ejercer la fuerza, hoy comparten esa prerrogativa con una multitud de pequeñas empresas de la violencia que en algunos casos desplazaron a la policía en el cobro de cuotas, en otros casos reclutaron a esas policías como asalariados permanentes, y en otros más simplemente se añadieron a ellas como otra instancia de cobro. En segundo lugar, privatización se refiere al paso de una explotación común o colectiva a una individual, esto sucedió sobre todo con los caminos rurales, recursos naturales y espacios públicos. Se establecieron dueños de cada porción del territorio (plazas) y se crearon puertas o filtros privados para el control y usufructo del paso de personas y mercancías.
Tanto la extracción como la extorsión requieren formas específicas de control territorial –son de hecho la contraparte de la globalización como un proceso de desterritorialización. Ese control territorial supone el establecimiento de una serie de fronteras internas, espaciales y sociales, lo que acerca a estas economías al ejercicio de funciones propiamente soberanas. A su vez, la necesidad de vigilar y defender esas fronteras requirió la formación de una clase trabajadora de la violencia: hombres cada vez más jóvenes, con diferentes grados de entrenamiento militar, que con frecuencia han prestado sus servicios tanto a agencias de seguridad estatales como a organizaciones privadas, o a ambas de manera simultánea. Las viejas redes de contrabando fueron suplidas por milicias permanentes, lo que a su vez desató formas de violencia cada vez más cercanas a la limpieza y la purga.
Hay dos modalidades de violencia que en estos años se sumaron a los enfrentamientos y ejecuciones, y que pueden entenderse como las manifestaciones más emblemáticas de la violencia de las economías privadas de la extracción y la extorsión: la desaparición forzada y la erosión o devastación de la naturaleza. Estas a su vez han propiciado que la búsqueda de desaparecidos y la defensa de los recursos naturales se establecieran como formas de acción política cada vez más importantes. Estos dos tipos de movimientos sociales, animados mayoritariamente por mujeres, tienen cosas en común, empezando por un predominio de lo científico y jurídico en su retórica y en sus estrategias. Sus objetivos tienden a ser concretos –encontrar los restos de un familiar, recuperar el acceso al agua, obtener la renta justa por sus tierras, etc.–, y muchas veces no toman la forma de una ideología política que se extienda más allá de lo local. Su labor, sin embargo, las pone en contacto directo con el sistema de justicia, pues son las víctimas directas de sus deficiencias, y están por lo tanto entre los principales interesados en su buen funcionamiento. Este punto por sí solo hace que estos movimientos sean cruciales para un eventual desmantelamiento de las economías de la violencia.
Regímenes territoriales.
Tenemos un mapa mental de la distribución geográfica de los cárteles que vamos ajustando con las circunstancias, pero ese mapa dice muy poco sobre cómo se controla y administra el territorio en la práctica: cómo se define y delimita, qué modalidades de propiedad, uso y usufructo de los recursos existen y, sobre todo, cómo se articulan los regímenes territoriales estatales, privados y delincuenciales en un mismo espacio. La respuesta a estas preguntas necesariamente variará de una región a otra: no tienen el mismo tipo de