Ese proceso de cambio, al menos el inicio de ese proceso de cambio, sobrevino de manera casi accidental, como consecuencia de la crisis de los años setenta: la desaparición del sistema monetario que dependía de la paridad oro-dólar, el embargo petrolero, el agotamiento de la industrialización mediante sustitución de importaciones. Pero su evolución estuvo orientada desde muy temprano por un proyecto. En casi todos los terrenos, el cambio ha sido deliberado, o impulsado por decisiones conscientes, pensadas, aunque con frecuencia fuese con el propósito de conseguir algo muy distinto de lo que finalmente resultó.
Los problemas de hoy, o la configuración en que se presentan los problemas de hoy, es en buena medida producto de decisiones concretas. Está, por ejemplo, la decisión de despolitizar los mercados: desregular, liberalizar, abrir la economía, despolitizar (como si fuese posible) el comercio internacional; es una política que se impone en todo el mundo en esos años, una alternativa al modelo de industrialización anterior, y que parece resolver muchos de sus problemas, pero es una decisión. Igualmente, está la decisión de dar prioridad al control de la inflación sobre cualquier otro objetivo de política económica, y la decisión de que un banco central autónomo maneje la política monetaria con ese solo propósito: otra vez, puede parecer sensato, pero es una decisión. Otro tanto hay que decir con respecto al diseño del sistema electoral, los mecanismos para garantizar la transparencia, el control del déficit público.
Segunda hipótesis: No nos sucedió, lo hicimos (o lo hicieron) deliberadamente. Las decisiones que orientaron la transición no fueron azarosas, improvisadas, reactivas, sino que formaban un sistema coherente. Como conjunto, obedecían a lo que se puede llamar un modelo ideológico del futuro, con cuatro ideas fijas como soporte: Democracia, Mercado, Transparencia, Derecho. Y un nuevo actor, la Sociedad Civil. El modelo se definió por oposición al “antiguo régimen”, o más exactamente, por oposición a una imagen caricaturesca del antiguo régimen –simple, esquemática, abstracta, como el modelo mismo.
Es característico del tiempo, y muy significativo, que la discusión de las reformas en el espacio público se llevan generalmente en términos abstractos, y con una intensa carga normativa. Los asuntos más prosaicos, más engorrosamente concretos, daban lugar a conversaciones puramente especulativas. La regulación de la publicidad política en las campañas electorales, por ejemplo, acabó teniendo como término de referencia la libertad de expresión. La posibilidad de reelección de los cargos electos se explicaba con el argumento de que permite que el elector pida cuentas a su representante. Y así las demás, desde la regulación de los mercados, los juicios orales, las candidaturas independientes, hasta el impuesto a las plusvalías en la constitución de la ciudad de México.
No es trivial. Significa que en todos los casos se discutía si el país: las leyes, las instituciones, las prácticas, se ajustaban a las exigencias de un modelo –y normalmente no se ajustaban.
Al mismo tiempo, en la academia, y en los centros de estudio, en las empresas de consultoría, se adoptó poco a poco un método general de análisis, de diagnóstico, evaluación, que era igualmente abstracto, un método que dependía del diseño de modelos formales, la definición de variables susceptibles de medición, y algún sistema de comparación. Así se ha diseñado un extenso aparato de auditoría de todas las actividades del sector público. En todo caso, se trata de comparar el desempeño de las instituciones, o una variable que pueda usarse como indicador verosímil de su desempeño, con un estándar de eficiencia. Es un método cuya virtud consiste en hacer abstracción del contexto (que se supone que tiene un interés puramente anecdótico).
No hay para sorprenderse: siempre que se evalúan con un mecanismo semejante, resulta que los municipios son ineficientes, las policías son ineficientes, el sistema de procuración de justicia es ineficiente, la educación superior es ineficiente, pemex es ineficiente. Pero lo más importante no es eso, sino que el método mismo de análisis está hecho para reproducir los clichés del programa ideológico, y mantenerlos como aspiración.
Se podría decir, sin mucha exageración, que se trata de un programa fundamentalmente higiénico, que quiere separar nítidamente lo formal de lo informal, lo legal de lo ilegal, civismo de clientelismo, que es separar, se supone, lo moderno de lo tradicional –con miras a desaparecer lo informal, lo ilegal, lo tradicional. Pero que ha tenido el efecto paradójico de multiplicar los espacios de informalidad e ilegalidad.
La transición, como proceso con un sentido identificable, comienza en los años ochenta, aunque tiene una prehistoria en el movimiento del 68, o más exactamente, en la elaboración imaginaria del movimiento del 68 como primera escaramuza en la lucha por la democracia. Esa prehistoria imaginada importa porque contribuyó a la cristalización de la imagen del antiguo régimen como dictadura: la larga resistencia, el fraude electoral, la violencia represiva. Y puso el componente heroico en el relato de la transición democrática.
En 1982 era urgente hacer algo, porque todo había fallado al mismo tiempo. La política económica estaba en punto muerto: la estrategia de industrialización por sustitución de importaciones había encontrado obstáculos insalvables, y no parecía haber futuro para la idea de un desarrollo protegido, orientado por el Estado. La crisis fiscal, producto del encarecimiento de la deuda y la devaluación del peso, hacía imposible el funcionamiento de muchos de los mecanismos básicos del sistema político: precios de garantía, subsidios al consumo, inversión pública. Pero además había una crisis de legitimidad del régimen revolucionario, producto de las repetidas crisis económicas, las devaluaciones, y la visibilidad de la corrupción. La caricatura que se hizo del gobierno de José López Portillo, que de por sí se prestaba para la caricatura, expresa con perfecta claridad el momento –en sus motivos y en su trazo. En general, era un retrato agresivo, bilioso, pintado con humor grueso, que sobre todo subrayaba la frivolidad y la corrupción, con aderezo de chismes de pasillo, de alcoba, historias de familia, la imagen inconfundible de la decadencia.
En ese momento cristaliza definitivamente la imagen del antiguo régimen como Antiguo Régimen, es decir, algo compacto y pasado, que está ya en proceso de disolución (en la portada del número 103 de la revista Vuelta: “pri: hora cumplida”; y un ensayo de Gabriel Zaid que empieza así: “Sería muy extraño que el pri fuera eterno”). El gobierno y la oposición están de acuerdo en el diagnóstico, coinciden en ver un Estado autoritario, ineficiente y corrupto. Tras los excesos retóricos, financieros, institucionales, de José López Portillo, el pri resulta de pronto algo pueblerino y anticuado, que urge reformar. Miguel de la Madrid hace campaña “por una renovación moral de la sociedad”.
La reforma, que poco a poco empieza a llamarse modernización, inspira algunas protestas, pero no hay una resistencia ideológicamente articulada. En el espacio público, los cambios parecen casi de sentido común. La reducción de la burocracia, el control del gasto, la privatización de la banca.
En sintonía con el clima global, entre las élites mexicanas emerge un nuevo consenso a partir del cual se va a definir el programa para un nuevo régimen. Parece lo más ajustado decir que el consenso “emerge”, porque no hay ninguna discusión de fondo: el nacionalismo revolucionario está hundido, el pcm ha abandonado el modelo soviético, de modo que tal parece que todos hubiesen estado de acuerdo desde un principio.
El modelo se puede definir con cuatro rasgos: Democracia, Mercado, Transparencia, Estado de Derecho. En primer lugar, la única legitimidad aceptable, y la única que hace falta, es la de los procedimientos democráticos –y de ahí, pluralismo, alternancia, con una idea de la política reducida casi a gestión, que idealmente depende de un vínculo cuasi contractual entre electores y representantes, de