CUÁL-ES-SU-NOMBRE
Entonces, ¿cómo podemos conocer a Dios tal como es? Primeramente, porque se nos ha revelado. Nos ha dicho su identidad eterna: su nombre. Al final del Evangelio de San Mateo (28, 19), Jesús manda a sus discípulos bautizar «en el nombre» de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Date cuenta de que no habla de éstos como si fueran tres títulos, sino como de un nombre en singular. En la cultura del antiguo Israel, el nombre de uno equivalía a su identidad. Este nombre singular, por tanto, revela quién es Dios desde toda la eternidad: es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Al llegar aquí podrías objetar razonablemente que se trata de títulos que dependen de la creación. ¿Acaso «Padre» e «Hijo» no son meras analogías con las funciones familiares que encontramos en la tierra?
No. En realidad, es precisamente al revés. Más bien esas funciones terrenas de padre e hijo son metáforas vivas de algo divino y eterno. Dios mismo es, de alguna manera, una familia eterna y perfecta. Juan Pablo II lo expresó adecuadamente: «Dios en su misterio más íntimo no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia, que es el amor»[2].
¿Lo has captado? Dios no es como una familia: es una familia. Desde la eternidad, sólo Dios posee los atributos esenciales de una familia, y sólo la Trinidad los posee en su perfección. Los hogares de la tierra tienen estos atributos, pero imperfectamente.
LA DIVINIDAD ES, COMO LA DIVINIDAD OBRA
Pero la trascendencia de Dios no deja a la creación sin ninguna pista de Él. La creación nos dice algo acerca de su creador. Una obra de arte siempre revela un rastro del carácter del artista. Por eso, podemos aprender más acerca de quién es Dios, observando lo que hace.
El proceso funciona también a la inversa. Podemos aprender más acerca de la creación, la redención y las obras de Dios, estudiándolas a la luz de la auto-revelación divina. Puesto que la Trinidad revela la dimensión más profunda de quién es Dios, revela también el sentido más profundo de lo que hace Dios. El misterio de la Santísima Trinidad es «el misterio central de la fe y de la vida cristiana», dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 234). «Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina». Por tanto, nuestra comprensión de Dios como familia, afectará también profundamente a nuestra comprensión de todas sus obras. En todo lo que existe, podemos discernir —con los ojos de la fe— una intención familiar, que la tradición teológica llama «huellas de la Trinidad».
La reflexión sobre el misterio de Dios y sobre los misterios de la creación resulta, entonces, mutuamente enriquecedora. Dice el Catecismo: «las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas. La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar» (n. 236).
HUELLAS DE AMOR
Vislumbramos a Dios no sólo en el mundo, sino también —y especialmente— en las Sagradas Escrituras, que son las únicas inspiradas por Dios para expresar su verdad. El Catecismo prosigue explicando que Dios ha revelado «su ser trinitario» explícitamente en el Nuevo Testamento, pero que también ha dejado «huellas [...] en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento» (n. 237).
Así pues, el conjunto de las Escrituras puede verse como la historia de la preparación, y de la realización por parte de Dios, de su obra más grande: su definitiva auto-revelación en Jesucristo. San Agustín decía que el Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, y que el Antiguo está revelado en el Nuevo. Toda la historia ha consistido en preparar al mundo para el momento en que la Palabra se hizo carne, en que Dios se hizo una criatura humana en el seno de una joven virgen de Nazaret.
Como Jesucristo, la Biblia es única. No hay otro libro que pueda reivindicar de verdad que tiene autores humanos y un autor divino, el Espíritu Santo. Jesucristo es la Palabra de Dios encarnada, plenamente divino y plenamente humano... como todos nosotros, excepto en que no tiene pecado. La Biblia es la Palabra de Dios inspirada, plenamente divina y plenamente humana... como cualquier otro libro, excepto en que no tiene error. Tanto Cristo como la Sagrada Escritura son dados, dijo el Concilio Vaticano II, «para nuestra salvación» (Dei Verbum, n. 1).
Por eso, cuando leemos la Biblia, tenemos que leerla en dos niveles simultáneos. Leemos la Biblia en sentido literal como leemos cualquier otra literatura humana. Pero la leemos también en un sentido espiritual, descubriendo lo que el Espíritu Santo intenta decirnos a través de las palabras (cf. Catecismo, nn. 115-119).
Lo hacemos así a imitación de Jesús, porque ésta es la manera en que leía las Escrituras. Se refirió a Jonás (Mt 12, 39), Salomón (Mt 12, 42), el templo (Jn 2, 19), y la serpiente de bronce (Jn 3, 14) como «signos» que le prefiguraban. En el Evangelio de San Lucas, cuando nuestro Señor confortaba a los discípulos camino de Emaús, vemos que, «comenzando por Moisés y todos los profetas, les interpretó lo referente a Él en todas las Escrituras» (Lc 24, 27). Tras esta lectura espiritual del Antiguo Testamento, los corazones de los discípulos ardían en su interior.
¿Qué encendió este fuego en sus corazones? A través de las Escrituras, Jesús había iniciado a sus discípulos en un mundo que iba más allá de sus sentidos. Como buen maestro, Dios presentó lo que no era familiar en términos que resultaban familiares. Más aún, había creado lo relativo a la familia con este fin en la mente: moldear las personas e instituciones que pudieran prepararnos mejor para la venida de Cristo y las glorias de su reino.
APRENDIENDO TIPOLOGÍA
Los primeros cristianos siguieron a su Maestro, leyendo la Biblia de esa manera. En la Carta a los Hebreos, se describe el tabernáculo del Antiguo Testamento y sus rituales como «tipos y sombras de las realidades del cielo» (8, 5), y la Ley como una «sombra de los bienes que han de venir» (10, 1). San Pedro, por su parte, hacía notar que Noé y su familia «fueron salvados a través del agua» y que «esto prefiguraba el Bautismo, que os salva ahora» (1 Pe 3, 20-21). La palabra de Pedro que hemos traducido por «prefiguraba» es exactamente la palabra griega que significa «tipificar» o «hacer un tipo». El apóstol San Pablo, por su parte, describía a Adán como «tipo» de Jesucristo (Rm 5, 14).
Entonces, ¿qué es un tipo? Tipo es una persona, lugar, cosa o acontecimiento real del Antiguo Testamento que prefigura algo más grande del Nuevo Testamento. De «tipo» proviene la palabra «tipología», el estudio de las prefiguraciones de Cristo en el Antiguo Testamento (cf. Catecismo, nn. 128-130)[3].
Debemos subrayar que los tipos no son símbolos de ficción. Son literalmente detalles históricos verdaderos. Cuando, por ejemplo, San Pablo interpretaba el relato del hijo de Abrahán como «una alegoría» (Gal 4, 24), no pretendía decir que nunca hubiera ocurrido en realidad; estaba afirmándolo como algo histórico, pero como una historia que ocupa un lugar en el plan de Dios, una historia cuyo significado quedó claro sólo después de su cumplimiento final.
La tipología nos desvela muchas más cosas aparte de la persona de Cristo; nos habla también del cielo, la Iglesia, los apóstoles, la Eucaristía, los lugares del nacimiento y muerte de Jesús, y la persona de la madre de Jesús. De los primeros cristianos aprendemos que el templo de Jerusalén prefiguraba la morada celestial de los santos en la gloria (2 Cor 5,