Solo tenía veinte años, pero mi memoria era anterior a mi nacimiento. Estaba seguro, por ejemplo, de haber vivido en el París de la Ocupación ya que me acordaba de algunos personajes de aquella época y de detalles ínfimos y perturbadores de esos que no menciona ningún libro de historia. Y eso que intentaba luchar contra la fuerza de gravedad que tiraba de mí hacia atrás y soñaba con librarme de una memoria envenenada (LF 109).
Afortunadamente la terapia para afrontar esa memoria envenenada fue una escritura en ocasiones en forma de posmemoria, que se plasmó primero en El lugar de la estrella, obra en la que, no sólo aparecen numerosos «detalles ínfimos y perturbadores de esos que no menciona ningún libro de historia», sino que además se adelantaba a los primeros análisis rigurosos sobre ese periodo oscuro y deliberadamente emborronado de la historia de Francia. Porque cuando aparece su primera obra, faltaban aún dos años para que el historiador norteamericano Robert O. Paxton publicara La France de Vichy, obra que no fue traducida al francés hasta 1973. El libro de Paxton produjo una auténtica conmoción en la V República porque, frente a las tesis mantenidas hasta entonces, según las cuales el régimen de Vichy hubiera pretendido minimizar los efectos de la ocupación alemana, Paxton sostenía que el mariscal Pétain había suscrito totalmente los presupuestos políticos del régimen nazi e incluso, a menudo, anticipaba sus decisiones. Y así, cuando Paxton hace un balance moral sobre los dirigentes de Vichy, concluye que agravaron las disensiones internas, porque ninguna de las otras grandes potencias vencidas había entrado tan desgarrada en el conflicto y ninguna había aprovechado la ocupación alemana para remodelar tan profundamente sus instituciones (Paxton, 1997: 436).
A este análisis se añadía la descripción de una sociedad en la que más allá de compromisos puntuales, la mayoría de la población no opuso resistencia a los invasores. Antes bien, esa mayoría asumió la situación con una cierta «normalidad» que refleja muy bien la situación que viven los protagonistas de Viaje de novios cuando se refugian en la Costa Azul:
Cerrar los ojos… Ingrid y Rigaud vivían al mismo ritmo que esas personas que se olvidaban de la guerra, pero se quedaban aparte y evitaban dirigirles la palabra. Al principio, su juventud causó extrañeza. ¿Estaban esperando a sus padres? ¿Estaban de vacaciones? Rigaud había contestado que Ingrid y él «estaban de viaje de novios», sencillamente. Y aquella respuesta, lejos de sorprenderles, les resultó reconfortante a los clientes de Le Provençal. Si los jóvenes se iban aún de viaje de novios, eso quería decir que «la situación no era tan trágica y que la tierra seguía girando» (VN 55-58).
Pero esa sociedad ya estaba dividida por el virus de la xenofobia y la intolerancia desde finales del siglo XIX, como se haría evidente con el estallido del affaire Dreyfuss.1 Una buena ilustración de lo que representaba una de las dos Francias, la xenófoba nos la ofrece Jorge Semprún. Nacido en Madrid en 1923, se había educado en español y en alemán, y en 1939 no hablaba bien el francés, aunque no se desenvolviera mal en el registro escrito. Un jueves por la tarde de finales de marzo de aquel año nefasto, a la salida del Liceo Henri IV, tras comprar en el boulevard Saint Michel el vespertino que anunciaba la caída de Madrid, Semprún se acercó a una panadería de la esquina de la rue Racine. El joven pidió un croissant con su «execrable» acento. La panadera no lo entendió. Abrumado, repitió la petición entre balbuceos. La panadera se puso a imprecar «a los extranjeros, a los españoles en particular, rojos por añadidura, que invadían a la sazón Francia y que ni siquiera sabían expresarse» (Semprún, 1998: 57-58). Semprún sintió la humillación de ser expulsado de la comunidad de una manera tan profunda que, llevado por su proverbial orgullo, a los cuarenta años, cuando escribió El largo viaje, su primer libro, lo hizo en francés y confiesa que escogió esa lengua «por la panadera del boulevard Saint Michel, por la lluvia fina que empapaba la hoja del periódico donde aparecía en grandes titulares la caída de Madrid…».2
Sin embargo, durante décadas la historia oficial prefirió olvidar ese mar de fondo xenófobo que había contagiado a buena parte de la sociedad francesa y que perduraría enquistado después de la Liberación, como ilustra Tony Judt, con un episodio acaecido el 19 de abril de 1945, en lo que había sido el barrio judío de París, cuando
cientos de personas se manifestaron para protestar porque, a su regreso, un deportado judío había tratado de reclamar su piso (ocupado). Antes de ser disuelta, la concentración degeneró prácticamente en un altercado, con la multitud gritando «La France aux français!» (Judt, 2006: 1147).
Durante décadas se bloqueó la memoria de la sociedad francesa mediante el llamado «síndrome de Vichy» en un intento de mantener los frágiles vínculos de la posguerra para intentar superar una multiplicidad de fracturas internas similares a las de una guerra civil (Rousso, 1987: 17).
Así pues, con el libro de Paxton, los franceses se encontraban con la obra de un historiador que rompía el espejo mágico en el que, a partir de la Liberación, la historia oficial había querido reflejar con lustre los años oscuros de la Ocupación. Pero ese espejo roto estaba precedido por un juego de pequeños cristales que, a modo de calidoscopio, se componían y descomponían en las tres novelas de Modiano que conformaban la trilogía de la ocupación. A ellas se uniría, en 1973, la película Lacombe Lucien, dirigida por Louis Malle, con guión de Patrick Modiano y del propio Malle, en la estela de estas tres novelas y del documental Le chagrin et la pitié, de Marcel Ophuls (1971), y que produjo un tremendo debate en Francia que conduciría a Malle a su «exilio» americano. Una conmoción que, salvando las distancias, unos años después se produjo de forma similar en Alemania a partir de la miniserie de televisión «Holocausto».
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Patrick Modiano recibió el Premio Nobel de Literatura 2014 «por su arte de la memoria con el que ha evocado los destinos humanos más difíciles de retratar y desvelado el mundo de la Ocupación», según la resolución del jurado. En efecto, su literatura es una contribución decisiva para el conocimiento de la colaboración francesa con los nazis.
Modiano nace el 30 de junio de 1945, hijo de un judío y de una madre flamenca que se habían conocido por azar en el París de la Ocupación, en un ambiente turbio y nebuloso que, como ha dicho en numerosas ocasiones, constituye el sustrato del que él ha salido; un sustrato que se empeña en conocer desde sus inicios literarios. Es pues hijo de lo que Judt llama «la generación silenciosa», la de los padres de los hijos nacidos en la explosión demográfica de la posguerra, que alumbró a personas que mostraron curiosidad por conocer su historia reciente y que contemplaban con bastante escepticismo lo que les habían contado –o más bien no contado– sus progenitores (Judt, 2006: 1161).
Y así, con sus tres primeras novelas Modiano se enfrenta a sus padres, consigue romper ese silencio generacional y despliega una escritura de denuncia, que en algunos momentos se hace irónica, incluso festiva, alcanzando el tono de la farsa y llegando a estadios oníricos. Esa denuncia se manifiesta con un rigor agobiante en la descripción de tres temas precisos sobre la Colaboración: el mundo literario y de los escritores colaboradores (El lugar de la estrella), el mundo de los gestapistas y de los milicianos (La ronda nocturna [RN]) y, finalmente, el mundo de los periodistas colaboradores y de los delatores (Los paseos de circunvalación). Una trilogía que hace volar en pedazos el mito resistencialista que aún reinaba en Francia a finales de los años sesenta.
La place de l’étoile gana el premio Roger Nimier, con un jurado presidido por Paul Morand. No es de extrañar, pues, que, de manera un tanto simplista, la crítica, al principio, lo emparente con el grupo de «los Hussards»: Roger Nimier, Paul Morand, Jacques Laurent y Antoine Blondin. Lo cierto es que Paul Morand y otros autores de derechas de los años treinta como Drieu de la Rochelle o Chardonne, así como el fascista Robert Brasillach, aparecen, explícita o veladamente, en estas primeras novelas y también se hace eco de ellos en otras como Ropero de la infancia (RI) y Tres desconocidas (TD).
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