En cuanto al vínculo entre la gran estrategia de Estados Unidos y América Latina es posible recoger una idea-fuerza histórica de las relaciones entre las partes –la Doctrina Monroe– y precisar su significado y alcance contemporáneo. Durante la administración Bush (hijo) Washington pareció olvidarse de la mencionada doctrina: la atención se situó en Medio Oriente y Asia Central; el propósito principal era avanzar en la guerra contra el terrorismo que se libraba en otras latitudes más que en América Latina; la percepción de China y su influencia en la región a principios del siglo XXI no generaba en la Casa Blanca una sensación de peligro inminente; y el colapso de la propuesta de un Área de Libre Comercio de las Américas en 2005 implicó el fin del tema central de la agenda interamericana.
Durante el gobierno de Obama, en noviembre de 2013 y en el marco de la Organización de Estados Americanos, el secretario de Estado, John Kerry, proclamó el ocaso de la Doctrina Monroe. Un conjunto de factores estructurales, de tendencias globales y regionales y de algunas transformaciones en varios países del continente –incluido, por supuesto, Estados Unidos– parecieron justificar aquel anuncio. Muchos especialistas en América Latina afirmaron que ello reflejaba el aislamiento o abandono de Estados Unidos respecto a Latinoamérica. Tiempo más tarde, durante el gobierno de Trump, el secretario de Estado, Rex Tillerson, proclamó en una alocución en la Universidad de Texas en febrero de 2018, la vigencia de la Doctrina Monroe ante la amenaza, en especial, de China. Con inadvertida franqueza, el secretario de Estado, recuperaba aquella doctrina para expresar, a nivel regional, el sentido del America First del presidente Trump.
Sin embargo, y con vistas a la nueva administración del presidente Joe Biden, el acento en el olvido, el ocaso o la vigencia de la Doctrina Monroe en el inicio de la tercera década del siglo XXI puede llevar a la confusión. Quizás sea mejor hablar de la Doctrina Troilo (Tokatlian 2019). En el tango “Nocturno a mi barrio” Aníbal Troilo dice: “Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando”. En ese sentido, Washington nunca se ha ido de la región, siempre regresa e intenta asegurar su proyección de poder en Latinoamérica.
En términos de inversión, comercio, asistencia socio-económica, ayuda militar y policial, y venta de armamentos, así como en cuestiones como flujos migratorios, remesas de nacionales a sus lugares de origen, penetración tecnológica, y planes antidrogas, Estados Unidos sigue siendo la contraparte más importante para los países de la región. Washington ha firmado más acuerdos de libre comercio bilaterales y multilaterales con América Latina que con cualquiera otra región del mundo: cubren a México, Centroamérica, República Dominicana, Panamá, Colombia, Perú y Chile. Diferentes Guardias Nacionales de distintos estados tienen un total de veinticuatro acuerdos bilaterales en materia de defensa con países del Caribe, América Central y Suramérica. El Pentágono mantiene bases en Cuba (Guantánamo), El Salvador (Comalapa), Honduras (Soto Cano), Aruba (Reina Beatrix) y Curazao (Hato International). El Comando Sur realiza periódicamente maniobras conjuntas con los países del área a través de ejercicios tales como PANAMAX, UNITAS, Tradewinds y New Horizons. China, Rusia e Irán irritan a Washington, pero ninguno de los tres, individual o conjuntamente, afectan la preponderancia militar de Estados Unidos en la región (Tokatlian 2018a). Se podrían sumar muchos más indicadores en otros asuntos. En breve, Estados Unidos nunca abandonó América Latina; más aún es de esperar que siga regresando aunque con un tono, una agenda y un gesto diferentes.
¿Una nueva Guerra Fría?
A los retratos ya concluidos pertenecen también, entonces, modos de conducta…A menudo esto lleva a imágenes falsas y, a raíz de esas imágenes falsas, a una propia conducta errónea (Bertolt Brecht, Escritos políticos, 1970).
Es usual leer y escuchar que las relaciones entre Estados Unidos y China hoy tienen un correlato en lo que fuera la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética en el pasado (Tokatlian 2020a). Sin embargo, resulta indispensable analizar dichas relaciones en su naturaleza global específica y en su manifestación concreta respecto a América Latina.
Los vínculos entre Washington y Moscú se caracterizaron por una enemistad integral debido a la existencia de dos modelos antagónicos en lo social, lo económico y lo político. Los contactos culturales fueron escasísimos y los nexos materiales soviético-estadounidenses fueron exiguos: 1979 fue el año récord de intercambio bilateral, alcanzando los US$ 4.500 millones de dólares. La esencia de la competencia entre las superpotencias se medía de acuerdo a su capacidad mutua de destrucción: en 1982, cada uno poseía aproximadamente 10.000 ovijas nucleares. Tácita o explícitamente, según los casos, compartían una visión en cuanto a sus respectivas áreas de influencia. En Latinoamérica y Europa oriental ambos impusieron la noción de una soberanía limitada consistente en el hecho de que la decisión de modificar drásticamente la pertenencia a uno y otro bloque sería sancionada con severidad. Cada uno, a su vez, promovía el cambio de régimen en los países del entonces Tercer Mundo en concordancia con sus preferencias ideológicas. Asimismo, Moscú y Washington impulsaron las “guerras por encargo”–proxy wars– en la periferia. En Occidente, Washington logró arraigar la doble idea de que Estados Unidos era el incontrovertible arquitecto del orden internacional liberal y de que la URSS era un poder revisionista cuyo objetivo era arrasar con las reglas de juego imperantes; el uno parecía una superpotencia satisfecha, el otro una superpotencia revanchista.
Estados Unidos y China expresan hoy dos modalidades contrapuestas de capitalismo a pesar de que las reformas de Deng Xiaoping en 1978 apuntaban a modernizar el socialismo de un país notablemente atrasado. China se transformó en un capitalismo competitivo, mientras Estados Unidos muestra signos –muy particularmente desde 2004– de baja productividad. La relación entre Washington y Beijing se despliega en el marco de una acelerada transición de poder en el campo de las relaciones internacionales, más propia de las pugnas clásicas entre grandes potencias, aunque con rasgos distintivos: se trata de una transición de poder de Occidente a Oriente (y no dentro de Occidente), en un mundo con cuantiosos arsenales nucleares (hecho sin precedentes históricos) y con la presencia de diversos centros (estatales y no gubernamentales) con distintos atributos recursivos y de influencia. Mirar prioritariamente el equilibrio militar no contribuye a entender la dinámica de los vínculos sino-estadounidenses. En 2019, la suma de los presupuestos de defensa de los países de la OTAN, más la de los mayores aliados de Estados Unidos en la Cuenca del Pacífico, sumó US$ 1.1 billones de dólares, mientras que el de China fue de US$ 181 mil millones de dólares. Por su parte, Washington posee 5.800 ojivas nucleares y China, 320. Beijing ha tenido y tiene una postura nuclear muy diferente de la que tuvo la URSS; China compite más material que militarmente con Estados Unidos. Sin duda es por ahí que irán las fricciones del futuro: comercio, finanzas, tecnología, etc.
La rivalidad entre los dos países es un hecho, pero lo es también la interdependencia. El comercio bilateral alcanzó los US$ 630 mil millones de dólares en 2018, mientras las inversiones acumuladas entre 1990-2019 de China en Estados Unidos llegó a US$ 150 mil millones de dólares y las de Estados Unidos en China para el mismo período sumó US$ 284 mil millones. Y hay otras dimensiones que reflejan la intensidad de los contactos: en 2019, de los 1.095.000 estudiantes extranjeros en Estados Unidos, 369.000 provenían de China.
Washington no ha abandonado su insistencia en el regime change, su afán intervencionista, ni la diplomacia coercitiva: nada de eso es la práctica china actual. Recientemente, Washington se exhibió como una potencia insatisfecha e inconforme con el orden internacional liberal que contribuyó a construir, mientras Beijing pareció (y parece) un gestor cada vez más confiado y afirmativo de un ordenamiento global alternativo. A finales de los noventa la secretaria de Estado, Madeleine Albright acuñó el término de “nación indispensable” para designar a Estados Unidos y su influencia decisiva en los asuntos mundiales. Para varios países China se está convirtiendo hoy en la nación indispensable, mientras Estados Unidos se tornó en un país insoportable. Si se toma al pie de la letra la noción de poder revisionista, Estados Unidos bajo Trump lo epitomizó.
En ese contexto, lo que la pospandemia revelará es si