A su vez, el presidente Jair Bolsonaro en Brasil se vio impelido a llamar al primer ministro indio, Narendra Modi, para solicitarle su ayuda en facilitar la venta de treinta millones de dosis de vacunas indias, ya que Brasil, en una situación de pandemia aún más crítica que la de México, tampoco contaba con las vacunas suficientes para su población, y ni los Estados Unidos ni países europeos estaban en condiciones de proveerlas.
La pertinencia de esto para el tipo de política exterior que deben seguir los países latinoamericanos es obvia. En el marco de la renovada Guerra Fría que ha surgido entre los Estados Unidos y China, uno de los argumentos utilizados es que América Latina debería minimizar sus lazos con potencias extrarregionales como China, Rusia e Irán, entre otras, por tratarse de países muy distintos y distantes. Ello marcaría una gran diferencia con los socios tradicionales de la región, en Norteamérica y Europa Occidental, en los cuales sí se podría confiar, porque compartirían valores y tradiciones comunes con América Latina.
En la mayor crisis de la región en 120 años, sin embargo, ¿cuáles han sido los países que han respondido? China, con su “diplomacia de las mascarillas”, primero (con 215 millones de dólares en cooperación a la región en 2020 a un total de treinta países) y la de las vacunas después, ha sido, por lejos, el mayor suplidor de la región. Chile no sería uno de los países que más personas ha vacunado, si no fuese por las vacunas chinas Coronavac de Sinovac, cuya entrega aseguró con la debida anticipación. Rusia, con la vacuna Sputnik V, co-producida en Argentina, entre otros países, no se queda atrás. En tanto India, que no solo produce vacunas, sino que también jeringas por millones, no cesó de demostrar su condición de potencia en el campo farmacéutico, al menos a comienzos de 2021, antes de ser absorbida por el rebrote del virus en la propia India. En otras palabras, sin las así llamadas “potencias extrarregionales”, América Latina estaría en una crisis aún mucho más profunda que aquella en la cual se encuentra.
Y pocos casos más emblemáticos de ello que el de Paraguay. Tradicional bastión anticomunista en Sudamérica, y conocido por “el Stronato”, la larga dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989), Paraguay es también el último baluarte de Taiwán en el subcontinente, con una relación diplomática de ya 63 años. Aunque Paraguay logró limitar la expansión del virus en 2020, a comienzos de 2021, este se regó por el país, llegando a una de las tasas de mortalidad por habitante más altas de la región (Carneri 2021). Y el gobierno, presidido por Mario Abdo Benítez, hijo del secretario privado de Stroessner, no ha podido acceder a vacunas. Como es obvio, el no tener relaciones diplomáticas con la República Popular China, ha limitado su acceso a cooperación sanitaria por parte de Beijing. Ante la emergencia nacional, y el que el gobierno contemplase la posibilidad de romper con Taiwán, y así obtener vacunas chinas, se produjo uno de los demarches diplomáticos más curiosos de las relaciones interamericanas. El secretario de Estado de los Estados Unidos, Anthony J. Blinken, llamó al presidente Benítez, y su mensaje fue que, si bien los Estados Unidos no estaba en condiciones de proveerle vacunas anti covid-19 a Paraguay, el gobierno paraguayo se las debería solicitar a Taiwán (que no las tiene), pero que en ningún caso debería establecer relaciones diplomáticas con China (Parks 2021). En otras palabras, Estados Unidos terceriza su cooperación sanitaria en las Américas. En vista de ello, Taiwán procedió a comprar una cantidad importante de vacunas en India, para ser entregadas a Paraguay. Pocas veces ha quedado más de manifiesto la abdicación de Washington al ejercicio de liderazgo en el hemisferio occidental.
Del orden liberal internacional a un Mundo Post Occidental
Lo ocurrido con la pandemia en América Latina, y el que hayan sido potencias extrarregionales como China, Rusia e India y no las tradicionales potencias occidentales, las que hayan salido al ruedo en la emergencia sanitaria para proveerle vacunas a la región no es casualidad, ni responde solo a una cierta coyuntura. Ello refleja el ascenso de las fuerzas antiglobalización y los movimientos populistas en los países del Norte y sus plataformas proteccionistas, xenófobas y antiinmigrantes, para las cuales la cooperación internacional es un tabú. A su vez, el nuevo poder económico de las potencias emergentes ha llevado a lo que se ha denominado la diplomacia financiera colectiva del Sur. Ello se refleja en entidades como el Banco Asiático de Inversión e Infraestructura (BAII) establecido por China y con sede en Beijing, así como el Nuevo Banco del Desarrollo, establecido por los BRICS, y con sede en Shanghái. El primero con un capital de 100.000 millones de dólares, y el segundo con uno de 50.000 millones de dólares. En sus primeros seis años de existencia, ambas instituciones han concedido préstamos por una cifra cercana a los 35 mil millones de dólares y han sido bien evaluadas por los medios de comunicación y las agencias calificadoras de riesgo.
Así confluye la geopolítica con la economía. Con el auge de Asia como nuevo centro de la economía mundial, con China en el centro y los países del Atlántico Norte refugiados en el proteccionismo y el aislacionismo, el orden internacional se reestructura de manera inesperada e impredecible, como nos recuerda Parag Khanna en su libro El futuro es asiático(Khanna 2019).
Ello viene a ratificar lo señalado más arriba. La pandemia del covid-19 ha acelerado tendencias previas en el orden internacional. Estados Unidos seguirá siendo la principal superpotencia y lo será todavía por un buen tiempo, pero esa condición se ve limitada cada vez más al plano militar. En lo económico y lo tecnológico, China se le está acercando cada vez más, mientras el surgimiento de otras potencias, como India, y de entidades como los BRICS y ASEAN, subrayan la transición a un orden post hegemónico descentralizado, el equivalente a un “cine-multisalas”, en la expresión de Amitav Acharya (Acharya 2019). La post-Pax Americana no será una Pax Sinica. Por múltiples razones, China está aún lejos de poder ocupar el lugar de Estados Unidos. Tampoco es factible una resurrección del orden liberal internacional.
Sin embargo, lo que sí está claro es que en este nuevo orden, aquellos que no participen en la generación de sus reglas y disposiciones, deberán “agachar el moño” y someterse a las de otros. El regionalismo debería jugar un papel clave en este nuevo orden, permitiendo el desarrollo de espacios propios y de autonomía de acción. Sin embargo, el regionalismo latinoamericano rara vez ha estado en una situación más lamentable, ni la región más fragmentada, contribuyendo así a su eclipse diplomático, en la expresión de Alain Rouquié.
En 1945, en los inicios del orden internacional liberal, con ocasión del establecimiento de la ONU y con casi la mitad de los cincuenta países fundadores de esa entidad proveniente de América Latina, la región desempeñó un papel no menor en diversos aspectos de lo que sería el sistema de la ONU, incluyendo la Declaración Universal de Derechos Humanos. Algo similar puede decirse del aporte hecho por la región a las instituciones de Bretton Woods, sobre todo a favor de un multilateralismo inclusivo y el énfasis en la cooperación para el desarrollo (Heine, 2020a). En momentos de crisis y transición del orden internacional, cuando será decisivo actuar con voluntad colectiva, no es obvio que la región esté en condiciones de hacer un aporte equivalente al nuevo orden que otros están construyendo.
De ahí la importancia de un enfoque propio, que retome las mejores tradiciones del aporte hecho por América Latina al derecho internacional