Lo que determina que una revolución sea negociada o no es el modo en que el poder se transfiere a los nuevos líderes. Si, como consecuencia de la movilización de la población, el Estado se tambalea y, por ejemplo, se producen deserciones masivas en las filas del ejército o determinados actores dejan la primera línea política, la ola de la revolución arrasa con todo y quienes lideran el movimiento se adueñan decidida y vigorosamente del poder. Esto fue lo que sucedió en las revoluciones espontáneas de Francia en 1789 e Irán en 1979. Pero cuando las instituciones estatales permanecen más o menos intactas, las deserciones no son muy numerosas y aunque erosionan el poder gubernamental no lo socavan del todo, los dos bandos se avienen a negociar porque ven el acuerdo como la salida más viable y, con frecuencia, más segura para ambos. Ahora bien, las transiciones negociadas pueden tener resultados igualmente revolucionarios, como demuestra el caso de Europa Central y del Este a finales de los ochenta o el ejemplo de Sudáfrica en la década de los noventa[5].
Pero hay algunas revoluciones que se planifican. En ellas, lo primero que aparecen son los líderes, que tienen la misión de recabar el apoyo de la sociedad para poner fin a la dictadura vigente. En este caso, existe un plan detallado para hacerse con el poder, se disponen de medios para inculcar su ideología y ganar simpatías entre la población, así como una concepción sobre el futuro Estado. Parte de su proyecto, en realidad la más importante, es derrotar militarmente al régimen en el poder. Ello exige lanzar campañas militares desde las zonas rurales, donde apenas llega el control y la autoridad del Estado. Solo si y cuando este colapsa, se logra movilizar a la población de un modo significativo gracias a los líderes del nuevo Estado, así como utilizarla para consolidar los logros de la revolución.
Estas categorías son tipos ideales, por lo que lo importante es si en el caso concreto predomina la planificación o las acciones deliberadas, la espontaneidad o si hay una salida negociada o no a la crisis que provocan. En su mayor parte, lo cierto es que todas las revoluciones son una mezcla en gran medida de las tres. El factor clave que nos permite distinguirlas está relacionado con el momento en que se percibe la debilidad del Estado y la aparición tanto grupos organizados de opositores como de individuos que se consideran los líderes del movimiento revolucionario y son también así vistos por la mayoría de los casos por la población.
En las revoluciones de carácter espontáneo, lo primero que aparece es siempre la debilidad del Estado, gracias a la cual la oposición encuentra espacio para expresarse. Así, poco a poco, emerge un grupo que se destaca sobre los demás para liderar el movimiento. En las planificadas, en la primera fase surgen grupos que pretenden derrocar al Estado y hacerse con el poder y, si tienen éxito, utilizar su autoridad para movilizar a la población. En uno y en otro caso, la derrota militar del Estado prerrevolucionario, o la deserción en las filas militares, es lo que determina el éxito de la insurrección. En este sentido, aunque el régimen no caiga por completo, no puede recuperar el poder, ahora en manos de la sociedad, esa situación normalmente da paso a una serie de conversaciones, así como, finalmente, al traspaso negociado del gobierno.
Como hemos señalado, lo normal es que concurran diversos factores en el desarrollo de la revolución, que nunca tiene rasgos exclusivos de una sola categoría. En Rusia, por ejemplo, los activistas antiestatales habían estado urdiendo el derrocamiento del poder zarista mucho tiempo antes de que estallaran los disturbios de febrero y octubre de 1917. Pero fueron en gran parte las heridas que el Estado se autoinfligió, comenzando por la humillante derrota ante Japón en 1905, lo que allanó el camino para la revolución, en gran parte espontánea, de febrero de 1917. Quienes asumieron el poder entonces tuvieron que afrontar las dificultades derivadas de una situación económica e institucional disfuncional, lo que, unido a su incompetencia, no pudo refrenar a las fuerzas bolcheviques, organizadas con el fin de tomar el poder. En resumen, en Rusia se produjo una revolución espontanea en febrero, seguida de una planificada en octubre.
A la hora de estudiar los principales rasgos de las revoluciones planificadas, tomo en gran medida como ejemplo las revoluciones rusa, china, vietnamita y cubana, así como la aventura fallida del Che Guevara en Bolivia. La revolución de 1979 en Nicaragua también fue planificada en su mayor parte por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), aunque, además de la guerra de guerrillas y la insurrección urbana, en ella hubo una serie de huelgas generales. En este último caso, la insurrección dependió de la alianza política entre obreros y campesinos y contó con el apoyo de otros sectores importantes, como la burguesía, los intelectuales y la iglesia[6]. En Sudáfrica, el Congreso Nacional Africano urdió planes para iniciar una revolución cuando su líder, Nelson Mandela, se encontraba preso. Pero el estancamiento del país provocó que se sentaran a negociar el CNA y el Partido Nacional, que gobernaba y que estaba bajo observación de las potencias internacionales. Fue eso lo que abrió una nueva época en el país.
Al igual que en Sudáfrica, las revoluciones que derrocaron los regímenes comunistas en Europa del Este, entre 1989 y 1991, fueron posibles y triunfaron en gran parte gracias a las transiciones negociadas. A esta clase de revoluciones, algunos expertos las han denominado “revoluciones antirrevolucionarias”, porque en ellas apenas se produjeron episodios violentos y, además, su objetivo no era tanto tomar el poder como reclamar la apertura del espacio público y ciertas libertades, como la libertad de opinión y de reunión[7]. Pero los hechos acaecidos en países como Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumanía y Alemania Oriental cumplen con todos los requisitos de las revoluciones y puede decirse que sí lo fueron, ya que no es necesaria la violencia para que un movimiento revolucionario triunfe.
Ahora bien, determinar si una revolución espontánea ha tenido éxito o no es mucho más difícil porque en ellas casi nunca se aclaran en un primer momento los objetivos y, además, los grupos que luchan por derrocar al Estado tienen cada uno sus propias metas e intereses, así como sus propias ideas acerca del régimen a instaurar tras la victoria. A ello se añade que, al menos en un primer momento, no hay nadie que ejerza claramente el liderazgo. No hay, propiamente hablando, ninguna “revolución”, ni se cuenta con ni planeamientos ideológicos claros ni planes sobre el futuro régimen. Las diferencias existentes en el seno de la coalición que adopta cada vez más rasgos revolucionarios se acaban resolviendo únicamente cuando uno de los grupos se impone al resto y se hace finalmente con el poder.
En las revoluciones espontáneas es natural que existan diversas sensibilidades o concepciones en liza, pero tras la revolución solo hay espacio para una. La naturaleza intrínsecamente imprecisa de las revoluciones espontáneas es lo que explica que el sociólogo Asef Bayat se haya preguntado si los levantamientos durante la llamada Primavera Árabe fueron o no auténticas revoluciones. Según Bayat, «carecieron de un marco intelectual» y no tenían «un conjunto de ideas, conceptos y filosofías» que informaran «el subconsciente teórico de los rebeldes, influyeran en su visión o en la elección de estrategias y el tipo de líderes escogidos». Además, señala, carecían, en términos políticos y económicos, de radicalismo[8]. Por lo tanto, lo que ocurrió en Túnez, Egipto y Yemen no fue ni una revolución ni una reforma, sino lo que llama una “refolución”, es decir, un «movimiento revolucionario que surgió para conminar al Estado a hacer determinados cambios y poner en marcha reformas importantes en nombre de la revolución»[9]. «Por la movilización parecían revolucionarios, pero desde el punto de vista de lo que proponían, era movimientos de reforma», precisa[10].
No se equivoca Bayat al preguntarse si lo ocurrido en el mundo árabe fue una revolución o algo diferente, es decir, situaciones de caos o inestabilidad, guerras civiles alimentadas por conflictos regionales preexistentes, maniobras de terceros países, etc. Es cierto que, solo teniendo en cuenta el factor temporal, los levantamientos árabes carecieron del alcance y duración de la revolución francesa o iraní. Pero la ausencia de “conceptos y filosofías” caracteriza a todas las revoluciones espontáneas y el supuesto secuestro de la revolución por parte de otros grupos es una habitual cuando unos obtienen el poder frente a colectivos que también lo desean. De la misma manera que los opositores laicos al régimen del Sha en Irán sintieron que el ayatolá Jomeini y sus secuaces se habían