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Introducción
ESTE ES UN LIBRO SOBRE REVOLUCIONES, cuyo estudio es tan antiguo como el de los sistemas políticos despóticos. Cómo caen los estados, la manera en que los rebeldes normalmente movilizan a la población y combaten, las formas en que quienes lideran el movimiento organizan el poder y aplastan a los opositores… todo ello ha sido objeto de análisis por parte de generaciones y generaciones de académicos. Por tanto, este ensayo recorre una senda ya transitada. De hecho, muchos de los temas que aborda han sido tratados con anterioridad por diversos teóricos de la política y reputados sociólogos. Mi propósito no es cuestionar lo que se sabe sobre el modo en que se producen las revoluciones o por qué se llevan a cabo. Pretendo, por el contrario, presentar un marco que nos permita ubicar y clasificar las distintas categorías de revolución según sus causas y procesos. A mi juicio, la originalidad de este enfoque estriba en diferenciar tres tipos ideales de ellas: revoluciones planificadas, revoluciones espontáneas y, por último, revoluciones negociadas.
Antes de examinar detalladamente cada una de estas categorías, es importante ofrecer una definición de revolución común a todas. Zoltan Barany aporta una muy útil, de corte minimalista, según la cual se entiende por revolución «cualquier desafío popular dirigido de abajo hacia arriba, es decir, de las masas al régimen político establecido y o sus gobernantes»[1]. De modo parecido, yo creo que las revoluciones provocan cambios importantes en tres dimensiones políticas fundamentales: en el Estado, es decir, en el cuadro de líderes, sus instituciones y sus funciones; en segundo lugar, en la naturaleza y alcance de las relaciones entre el Estado y la sociedad, así como en sus respectivas interacciones. Y, por último, en la política imperante, o, por decirlo de otro modo, en la manera en que la sociedad concibe la política, las instituciones y los principios políticos, así como a sus líderes.
Por norma general, las revoluciones son sucesos de enorme magnitud protagonizados por las masas sociales, llevados a cabo gracias a la movilización de la población y con objetivos políticos concretos. A menudo, aunque no siempre, van acompañadas de grandes dosis de violencia, ya sea antes de la toma del poder, ya sea tras conquistarlo o bien, como es habitual, en ambos casos. Pero, contrariamente a lo que se supone, no siempre ni necesariamente implican medios violentos o son seguidas de periodos de terror. Por ejemplo, a finales de la década de los ochenta del pasado siglo, estallaron numerosas revoluciones en Europa del Este que, en comparación con otras épocas, no fueron especialmente violentas.
Dentro del léxico político, hay pocos términos de los que los políticos profesionales o aspirantes a ejercer el poder hayan abusado tanto como el de revolución. Son muy pocos los políticos u opositores que no se consideran revolucionarios o entienden que lo es su agenda o la forma en que ejercen el poder. Sin embargo, las revoluciones son eventos históricos bastante inusuales. De algún modo, ponen el mundo político boca abajo, transforman las bases de la cultura política y alteran los principios por los que se rige la acción política. En este sentido, se puede afirmar que toda revolución es indiscutiblemente un evento político, aunque para que se produzcan han de concurrir un conjunto de factores no solo de esta índole, sino también sociales y culturales[2]. Por tanto, insistimos en que, a pesar de lo usual del término, las auténticas revoluciones constituyen sucesos históricos raros. Hay razones que explican por qué. Como veremos a continuación, todas exigen la aparición simultánea de, al menos, tres factores: en primer lugar, instituciones estatales vulnerables y débiles; en segundo término, grupos y activistas capaces de aprovecharse de la situación política y, por último, una población receptiva y dispuesta a movilizarse para derrocar a quienes detentan el poder. Se trata de condiciones que no son frecuentes y que incluso pocas veces se presentan de forma aislada; mucho más infrecuente es su coincidencia. Para empezar, los dictadores rara vez renuncian al poder sin oponer resistencia y, de hecho, lo más habitual es que cuiden de que no surjan movimientos opositores. También es extraño que gobiernen solo a base de violencia. La mayoría de las veces crean a su alrededor una élite o un grupo de oligarcas que se juegan mucho con el mantenimiento del statu quo, puesto que ocupan puestos estratégicos en las instituciones y en el sector económico. Pero, lo que es más importante, los dictadores además idean medios diversos para mantener una guardia pretoriana y vigilan atentamente a las fuerzas armadas. Incluso cuando las instituciones civiles del Estado pierden gran parte de su eficacia y dejan de funcionar correctamente, los servicios de seguridad cumplen normalmente con su cometido y sofocan enérgicamente la disidencia. Buscar el respaldo de países poderosos en la escena internacional es igual de importante.
Pero, además de los obstáculos derivados de la vigilancia y capacidad represiva del Estado frente a los disidentes, hay otros igual de relevantes cuando se trata de organizar un levantamiento revolucionario coordinado. En cualquier rebelión, existen formas y niveles diversos de participación: por un lado, se en encuentran los integrantes principales del movimiento (la comunidad objetiva o la base social), por otro, los simpatizantes, los miembros reales, los activistas o militantes. Todo rebelde tiene un dilema, puesto que, para quienes participan, no implicarse es la opción más racional: los costes del compromiso pueden ser muy elevados o, en muchos casos, desconocidos, mientras que los beneficios de no hacerlo son los mismos se logre la victoria o no. Por lo tanto, «la disensión colectiva generalizada es improbable» y «la mayoría de los rebeldes en realidad no se rebelan»[3]. Según Mark Lichbach, «solo una pequeña minoría de activistas destaca en el amplio espectro de la disidencia». De acuerdo con el mismo autor, los datos empíricos muestran la existencia de una regla, la del 5 %, de modo que cabe decir que este es el porcentaje que se rebela en el seno de las organizaciones vecinales en los conflictos comunitarios, en las rebeliones urbanas, en las revueltas estudiantiles, los sindicatos, las guerras de guerrillas y los movimientos populistas rurales. Los rebeldes, además, son una pequeña minoría en todos los casos importantes de disensión colectiva. El criterio es válido para el caso de las revoluciones estadounidense, rusa, argelina y cubana, y para los movimientos fascistas.
Los rebeldes pueden paliar las dificultades provocadas por la baja participación recurriendo a diversos medios; en concreto, elevando los beneficios del compromiso y reduciendo sus costes. También aumentando sus recursos, mejorando la eficacia de las tácticas, incremento la probabilidad de la victoria y dificultando abandonar la lucha de los que se han integrado en ella[4]. Pero ninguna de estas opciones es fácil y todas tienen su precio.
A pesar de las dificultades, lo cierto es que en muchas ocasiones tiene lugar revoluciones. En este libro me propongo analizar sus causas, sus consecuencias y, lo que es igual de trascendental, sus diversas categorías.
EL ARGUMENTO CENTRAL
En este ensayo lo que sostengo es que, de los tres elementos clave que deben concurrir para que se produzca una revolución —la crisis del Estado, la aparición de líderes que encabecen el movimiento y la movilización social—, su aparición sigue un patrón distinto dependiendo de la categoría de revolución. Así, en primer lugar, hay revoluciones que cabe calificar de espontáneas, como la francesa de 1789, la rusa de febrero de 1917, la que tuvo lugar en 1978 en Irán o las de Túnez y Egipto entre 2011 y 2012. En estos casos, por norma general, lo primero que aparecen son grietas y debilidades en el Estado autoritario. Eso crea un clima de apertura política que proporciona el espacio para que se conforme el movimiento social. Más tarde, eso provoca la movilización masiva de la sociedad liderada por los sujetos surgidos del seno del movimiento, provocando al final el colapso del Estado. Este tipo de revoluciones no tienen una finalidad clara más allá del derrocamiento del viejo orden y, por lo tanto, sus líderes, su ideología y la concepción posterior solo aparecen paulatinamente, es decir, a medida que se van desarrollando. Incluso tras su triunfo, es muy poco probable que la primera generación de líderes sea la que venza. Únicamente quienes tienen acceso a las instituciones pueden liquidar su carácter espontáneo y planificar el movimiento para lograr sus propios fines.
Pero no en todas las revoluciones son las masas las que llevan a cabo el derrocamiento del régimen. De hecho, hay casos en que las clases sociales con más poder o determinados actores estatales alcanzan una especie de equilibrio negativo. Esto ocurre cuando cuentan con suficiente poder como para desafiar al Estado, pero no para derrocarlo,