Medinaceli entraba en el siglo XVI como una de las principales casas nobiliarias, con tratamiento de Grandeza de España, perteneciendo a un reducidísimo grupo con un notable peso político y social que las distinguía dentro un estamento nobiliario marcadamente heterogéneo.7 Se considera que en 1520 existían solo 25 títulos de Grandeza de España, que recaían en 20 familias o linajes españoles. Esta auténtica élite aristocrática no presentaba, sin embargo, profusos signos que la diferenciaran del resto de la nobleza, pero los que se reconocían encerraban un potente simbolismo y abrían un gran abismo social. Destacaba el tratamiento de primos que les aplicaban los monarcas españoles, reflejo de la ascendencia regia que tenían algunos de los integrantes de esta antigua Grandeza. La Casa de Medinaceli justificaba su descendencia del príncipe Fernando de la Cerda, realce que aumentará cuando Medinaceli se agregue el Ducado de Segorbe, heredero de la Casa Real de Aragón.
Pero estos privilegios no pasaban de ser mero formulismo y el poder y la capacidad de influencia de la élite aristocrática no podía sustentarse en cuestiones de mera etiqueta, aun cuando estas pudieran tener gran trascendencia para la época. La principal misión de la nobleza desde su configuración como estamento había sido la militar, pero a finales del siglo XVI la consolidación del Estado moderno le había privado de esa función. Los diferentes linajes que habían ido conformando la Casa de Medinaceli obtuvieron una parte importante de sus señoríos, títulos, cargos y honores como recompensa del auxilium proporcionado a la Corona. Ahora, transfigurado su papel guerrero en cortesano, la élite aristocrática debía intentar aprovechar de la mejor forma posible su otra obligación vasallática para con el monarca, el consilium.
La Grandeza comenzó a desplazarse hacia la Corte, con el ánimo de conseguir el favor del rey para mantener su posición económica y social porque su poder político había quedado notablemente mermado por la creciente concepción autoritaria de la monarquía. Como expresa Antonio Domínguez, «la grandeza asimiló la lección y, comprendiendo la inutilidad de cualquier tentativa armada, se aprestó a reconquistar su influencia indirectamente, como auxiliares y súbditos predilectos de sus reyes».8 Y el resultado fue notorio: en España, a diferencia de lo que venía ocurriendo en Francia o Inglaterra, no se produjeron revueltas aristocráticas, aunque, como señala Antonio Morales,9 la domesticación de la nobleza no derivó en una disminución de su dominio, reforzado por el incremento de los títulos concedidos y por la ocupación de cargos públicos, por lo que se puede hablar con propiedad en la época de los Austrias menores de una apropiación del Estado. El linaje de la Cerda obtuvo continuas distinciones y cargos de relevancia política, que culminarían con el nombramiento del VIII Duque como primer ministro entre los años 1680 y 1685.
Pero a diferencia de lo que había ocurrido en el último tercio del siglo XIV y el siglo XV, el crecimiento de la Casa de Medinaceli no se iba a producir por la cercanía a la monarquía y a los cargos, honores y mercedes que de ella pudiera conseguir. En los años finales del siglo XVI y, sobre todo, durante el siglo XVII, en más de una ocasión las embajadas, virreinatos peninsulares u otros servicios encomendados por el rey supusieron a la Casa enormes dispendios económicos y parcos beneficios. En el siglo XVII, la espectacular progresión de la Casa de Medinaceli tuvo como razón última los sucesivos enlaces matrimoniales no exentos de fortuna. No obstante, como señala Enrique Soria, «la fortuna, analizada estadísticamente, no es otra cosa que la probabilidad».10 Y en la España de la época moderna la posibilidad de extinción de linajes nobiliarios no era ciertamente escasa. La plena consolidación del mayorazgo como institución que preservaba prácticamente íntegro el patrimonio de la familia y las prácticas matrimoniales, en su mayoría de obligada homogamia, facilitaron la desaparición de un número importante de casas nobiliarias cuyas posesiones pasaron a engrosar extraordinariamente el patrimonio de otras casas en continuo ascenso.
Todas las grandes casas nobiliarias españolas tuvieron en la institución del mayorazgo el principal instrumento para acumular nuevos patrimonios en la línea troncal, gracias a los enlaces matrimoniales entre iguales, en los que ambos cónyuges eran poseedores de mayorazgos o estaban en condición de alcanzarlos si se extinguía la sucesión directa de sus respectivas casas nobiliarias. Así crecieron en títulos y patrimonio, en algunos casos hasta la desmesura, los Alba, Alburquerque, Medina Sidonia, Villahermosa o, en especial, Osuna. Expansión que se desarrolló, en buena medida, entre los siglos XVIII y XIX, pero en el caso de Medinaceli el proceso fue mucho más precoz, y se consumaron los matrimonios más relevantes en el siglo XVII y la primera mitad del XVIII.
Hasta el año 1639, fecha en la que se agregó la Casa ducal de Alcalá de los Gazules, su situación no había sido tan brillante. Durante el siglo XVI y primer tercio del siglo XVII, de entre las veintiuna casas ducales castellanas, Medinaceli ocupaba el decimoquinto lugar en la percepción de rentas. La preeminencia del linaje de la Cerda no había venido acompañada de una situación económica pareja. Resulta significativo comprobar cómo la Casa de Alcalá de los Gazules, transformada en ducado en el año 1558 y titulada como Grandeza de España de Segunda Clase, disponía del doble de rentas que Medinaceli.11 Por ello, podemos considerar trascendental para la Casa de Medinaceli su unión con Alcalá de los Gazules, al permitirle incrementar de una forma muy significativa sus rentas y patrimonios, y haciendo bascular hacia el sur peninsular el centro de su poder económico. Este desplazamiento geográfico hacia Andalucía, definitivo con la agregación en los decenios siguientes de las casas de Comares y Priego, no solo tuvo un carácter económico, sino que también supuso una fuerte identificación de la Casa ducal de Medinaceli con este territorio y, en especial, con la ciudad de Sevilla.
Pero la incorporación de nuevos dominios no iba a centrarse exclusivamente en Andalucía; en el proceso de expansión emprendido resultarían decisivas las anexiones de varias casas nobiliarias pertenecientes a la Corona de Aragón y, entre ellas, algunas de las valencianas más significadas. A ellas dedicaremos la atención en los siguientes epígrafes.
2. AGREGACIÓN DE LA CASA DE DÉNIA
El 1 de mayo de 1653 se produjo en Lucena un enlace matrimonial que comportaría, años después, la mayor agregación de casas nobiliarias conocidas hasta ese momento. Ese día contrajeron matrimonio en la ciudad cordobesa Juan Francisco de la Cerda, futuro VIII duque de Medinaceli, y Catalina de Aragón, hija del VI duque de Segorbe, VII duque de Cardona y V marqués de Comares, además de otros muchos títulos a estos agregados.
Durante la primera mitad del siglo XVII, la Casa de Segorbe-Cardona se encontraba en la cúspide del estamento nobiliario de la Corona de Aragón, máxime cuando el VI duque de Segorbe acababa de contraer matrimonio con la III duquesa de Lerma. Pero ninguno de estos títulos estaba destinado a Catalina de Aragón. El duque de Segorbe había tenido una extensa progenie con su primera mujer, pero la fragilidad del estamento nobiliario pronto situó a Catalina, como hija mayor, en primera línea de la sucesión, tras la prematura muerte de todos sus hermanos. A la muerte, en el año 1651, de Mariana de Sandoval y Rojas, III duquesa de Lerma y VII marquesa de Dénia, le sucedió en el Ducado su hijo Ambrosio, de tan solo un año, quien también estaba destinado a asumir, tras la muerte de su padre, los ducados de Segorbe y Cardona, el Marquesado de Comares y el resto de los títulos. Pero Ambrosio Folch de Cardona vivió nueve años y la sucesión en los mayorazgos de Lerma y Dénia pasó a su hermana mayor, Catalina.
Explicitemos brevemente el origen y evolución de esta casa nobiliaria. Dénia-Lerma