La última reforma sobre la conformación del Congreso de la Unión se hizo en 1996. Tras dos décadas de vida democrática, es pertinente retomar la propuesta que planteó de forma sistemática la izquierda para asegurar la mejor traducción de votos en escaños sin crear de forma artificial mayorías ni minorías parlamentarias, como ocurre en la LXIV Legislatura (2018-2021).
En los comicios locales celebrados en 2018, los significativos cambios políticos, fruto de la voluntad del sufragio, tampoco se hicieron esperar: de las nueve gubernaturas en juego en las entidades federativas, en siete triunfaron las oposiciones. El cambio también se expresó con contundencia a nivel municipal: en 970 ayuntamientos, de los 1 601 que se renovaron, ganaron candidatos opositores de distintos partidos.
Las elecciones de 2018 habían cumplido con su cometido más importante: permitir la renovación pacífica del poder político. Por la vía institucional la ciudadanía expresó mayoritariamente un voto de castigo, removió gobernantes y dibujó un nuevo mapa de la representación popular.
La posibilidad de acceder y salir del gobierno a través del mandato de las urnas venía siendo una realidad profundamente extendida y enraizada en el México contemporáneo: de las 32 entidades federativas, sólo en cinco no se habían dado cambios en el partido gobernante hasta antes de 2018, y en tres decenas de elecciones celebradas para renovar gubernaturas entre 2015 y 2018, en el 64% de los casos habían ganado candidatos postulados por partidos de oposición. En el ámbito municipal ocurría lo mismo: el índice de alternancia en los gobiernos se sitúa en seis de cada 10 en los últimos años.
Es así que el domingo 1º de julio de 2018 el resultado electoral no alumbró una desconocida realidad democrática: ésta ya estaba ahí para permitir alternancias que en el autoritarismo están vedadas, pues en México el sufragio libre decide el cambio de gobernantes y la formación de nuevas mayorías. Fue la preexistencia de normas e instituciones electorales democráticas lo que permitió el resultado electoral, y no al revés.
Reivindicar que México ya era una democracia desde antes de las elecciones de 2018 no es un prurito analítico ni una obcecación académica: se trata, por el contrario, de una definición política imprescindible para establecer un mínimo piso común que nos permita discutir nuestra historia reciente, con sus logros e insuficiencias y, sobre todo, el presente y el porvenir del país. Esta definición entiende a la democracia como una amplia construcción social, colectiva, no como una aparición debida a un resultado electoral específico, al mero triunfo de un actor político.
El reconocimiento de la realidad democrática también implica reivindicar conquistas y logros de muchos ciudadanos y organizaciones en múltiples frentes, que costaron esfuerzos de no pocos años para acotar al poder y trascender el sistema autoritario. Se hace cargo de un dilatado proceso histórico que comenzó, por lo menos, a partir del movimiento estudiantil de 1968 con un claro reclamo antiautoritario, que se aceleró a raíz de las movilizaciones sociales de los años setenta, se ahondó con la crisis económica de los ochenta y tuvo desde los noventa avances graduales, librados en gestas persistentes protagonizadas por ciudadanos y partidos políticos de izquierdas y derechas que permitieron la creación de un sistema plural de partidos para dejar atrás el régimen de partido hegemónico que pretendió encarnar y representar por sí solo a una sociedad diversa, compleja y plural.
La lucha por la democratización no fue sólo electoral: abarcó la ampliación de derechos y libertades básicos que hacen posible un ecosistema democrático, como son la libertad de expresión y de prensa, de reunión y organización, junto con otros de más reciente data, como el derecho a la información y la transparencia, así como la rendición de cuentas de los gobernantes.
La democratización permitió que sólo mediante el sufragio se llegara al poder y se saliera de él, pero también cambió de forma drástica cómo se está en él: se hizo efectiva la división de poderes entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial, de manera tal que el hiperpresidencialismo de antaño dio lugar a un presidencialismo acotado; se multiplicaron los gobiernos locales y municipales emanados de diversas fuerzas políticas, por lo que el presidente de la república se vio forzado a coexistir y convivir con gobernantes que dejaron de ser sus subordinados. El presidente no fue más el gran elector, perdió la facultad metaconstitucional de designar a su sucesor, y su partido se volvió uno más entre la variedad de opciones políticas existentes. Con la democratización se crearon, asimismo, órganos autónomos a partir de los cuales funciones clave del Estado dejaron de estar controladas por el Ejecutivo; entre ellas, por ejemplo, la política monetaria, la vigilancia no jurisdiccional del respeto a los derechos humanos y la organización de las elecciones.
La prensa se hizo cada vez más plural y crítica, de modo que no hay una sola figura política que pueda gozar de la unanimidad y menos aún de la obediencia mediática. Por otra parte, incluso con los bajos niveles de asociación que se registran en la sociedad mexicana, las organizaciones civiles vinculadas a muy diversos temas –derechos humanos, igualdad de género, medio ambiente, transparencia y anticorrupción, entre muchos otros– han hecho visibles e infaltables sus agendas para el poder político, que encuentra desde la sociedad organizada un incesante monitoreo a la gestión de gobierno, legislativa y judicial.
Que el presidente se halle acotado por los poderes constitucionales, que cambie el gobierno a través de elecciones genuinas y competidas, implica un hecho histórico sin precedentes: nunca, en sus dos siglos de vida independiente, México había hilvanado dos décadas consecutivas de renovación plenamente democrática y pacífica del poder. Se escribe y se dice rápido, mas la propia excentricidad histórica del hecho daría para que fuera plenamente valorado: la democracia no ha sido el estado natural de cosas de la república, sino una lenta y frágil construcción, siempre en riesgo, que por tanto merecería ser justipreciada y protegida sin ambages.
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Afirmar que México ha vivido importantes logros democráticos no es una invitación a la autocomplacencia política o a la holgazanería intelectual. Al contrario, se trata de no olvidar y de mantenerse alertas: a las democracias –y la historia del siglo XX arroja ejemplos que erizan la piel– les acecha a la vuelta de la esquina, sobre todo en épocas de profunda insatisfacción social como la actual, el peligro de los retrocesos autoritarios. Reconocer los avances democráticos no implica hablar desde el conformismo, sino expresar en voz alta la preocupación: hay mucho que perder.
Y es que, en efecto, las conquistas de la agenda democratizadora en México se ven eclipsadas por la persistencia de los añejos problemas, como la pobreza masiva y la impresentable desigualdad social, a los que se añade el agravamiento de otros lastres, en especial el de la inseguridad pública, que hace del miedo y el hartazgo el estado anímico habitual entre la población.
La fragilidad de la democracia no es un asunto exclusivo de México. Al contrario, en la segunda década del siglo XXI se extiende a escala global una ola de erosión de los valores de la democracia y de resurgimiento de partidos, candidatos y gobiernos autoritarios, que incluso llegan al poder con amplio respaldo popular a través del voto. Los discursos nacionalistas, xenófobos, de desprecio a los derechos de la mujer y de las minorías, contrarios a las garantías individuales y proclives al uso de la violencia para dirimir conflictos y resolver problemas, reproducen sus adhesiones y ganan elecciones, lo mismo en Estados Unidos de América que en Brasil, Filipinas o Polonia, y crece el respaldo político al extremismo en Alemania, España, Francia, Italia, Grecia y el norte de Europa.
En México las elecciones están sirviendo para su propósito fundamental de permitir la renovación periódica y pacífica