—Has engordado.
—Un poco. Tú también. ¿Más viejo?
Una simple sonrisa de su cara sonriente equivale a la risa, descubriendo sus encías, los mismos colores de su intimidad, los grandes huesos que tensan su piel.
Tus manos traicionan todo el orden de un proceso que debería tal vez motivarse en otro plano y conducir con otros medios —¿con palabras, con encuentros provocadores de su memoria y la tuya?— a ese reencuentro físico que es el único capaz de crear su real presencia. Tus manos la acarician, con esa torpeza del desacostumbramiento, y tu cuerpo percute incoherentemente el suyo, sin correspondencia a tu reticencia de unos segundos antes.
—No, no vine por esto.
Abrazándola, tu memoria reconoce su desolación. El poder de convicción de ese deseo, que nace de ella, y que se sirve de la avidez que despierta en ti para satisfacer la suya sin expresarlo. Sin prisa, interrumpiéndose, como para evitarlo todavía, ella se desviste, ella se corporiza lentamente, en la medida en que la tocas, como antes, el mismo prodigio; como antes, los mismos procedimientos, repetidos con la misma fe, producen los mismos resultados. Sin embargo, momentos después apenas crees en todo eso, como apenas se cree en un prodigio que ya no tiene un sentido sagrado. El tiempo transcurrido sin su goce, el olvido y su paciente trabajo te reprochan una especie de infidelidad.
—¿Te acordaste de mí? —poniéndose de pie, sacudiendo su melena, se pasea.
—Todo el tiempo. ¿Por qué te fuiste?
—Tú eras tan raro.
—¿Qué querías tú?
—Y tú, ¿qué querías?
Ella vuelve a anudar el pañuelo en la cabeza, las axilas rubias, los brazos en el aire, los dedos entrelazados atando el pañuelo, podrías fijarla definitivamente en ese instante.
—¿Has tenido otro amante?
Recoge sus ropas del suelo. Te mira a los ojos, desafiante y burlona.
—¿Pensaste alguna vez que habríamos podido vivir juntos, casarnos?
—¿Cómo podía pensar? Para ti era natural tener una cierta vida, ciertas cosas, y yo no tenía dónde caerme muerto. Eras menor de edad, tus padres me detestaban, no tenía con qué pagarme un divorcio.
—Pero, ¿pensaste?
Habrías tenido que olvidar todo lo que creías ser, renunciar a todo lo que querías tener, que no era más que sueños, quimeras, vivir para eso, para ella y su mundo, un mundo cuyo esplendor estaba solo quizá en tu imaginación. Borrar todo, rendirse, pactar con la ciudad y sus normas.
—No, no pude pensar. No supe.
—Y, ¿ahora?
Ella sonríe, dice eso sin esperar precisamente una respuesta, como pensando en otra cosa. De todos modos, sales de la cama, desnudo, impulsado por una violenta emoción. Acaricias su pómulo ceñido, ardiente. Levantas su barbilla, mirándola a los ojos, resuelto a todo. De inmediato, algo se opone en tu voz:
—¿Sabes lo que vale un kilo de carne, sabes cómo se hace una comida? ¿Conoces un verano en la ciudad? Con lo que yo gano a los quince días regresarías donde tus padres, o bien ellos tendrían que mantenernos. ¿Sí?
¿Por qué, por qué, sin embargo? ¿Qué voluntad secreta te dicta las palabras contrarias a tu propia emoción, las más disparatadas?
7. Cuando se detuvo frente al kolej
Cuando se detuvo frente al kolej el Tatra negro y reluciente que condujo al camarada Smrticˇek y, cuando, con una simultaneidad casi perfecta, llegó por tren el cuerpo de profesores, la noticia se extendió de un modo dramático por todos los lugares donde los extranjeros vagabundeaban. Nadie exactamente dio la orden de reunirse, pero, informándose unos a otros, se encontraron todos a las cuatro de la tarde en la sala de actos, descubriéndose a sí mismos una presentación física que habían descuidado paulatinamente. Allí nadie pudo explicarse en qué momento la sala había sido tan decorada con banderas y flores y cintas de papel que viva el socialismo, que viva nuestra eterna amistad con la urss; quizá todo eso, y el semicírculo de sillas para los profesores, y la botella de agua, eran preparados cada día por el mayordomo, en prevención del acontecimiento. Smrticˇek habló a los estudiantes en francés. Eva tradujo:
—Mis amigos, sean bienvenidos a esta tierra del corazón de Europa, donde, guiados por los héroes soviéticos, construimos el socialismo, y déjenme felicitarlos por ese impulso de perfeccionamiento que los ha traído hasta aquí, desde países lejanos, de nombres exóticos, para transformarse en hombres capaces de servir a la causa de sus propios pueblos.
—Merde, alors —dijo un árabe barbudo, al lado de Héctor.
—En adelante, ustedes y nosotros, sus maestros, nos trataremos de camaradas, de acuerdo al uso de nuestra sociedad socialista.
¿Y si Octavia lo hubiera dicho en serio, detrás de esa sonrisa que parecía únicamente querer jugar con el efecto de sus palabras? ¿Y si entonces hubiera buscado realmente decidir vuestro destino? Con lo que yo gano, dijiste con una voz ajena, de ventrílocuo, no podríamos vivir. ¿Tú sabes lo que vale un kilo de carne? No sabrías vivir sin una empleada doméstica. ¿Has ido alguna vez de compras al mercado? ¿Sabes de qué se compone una comida? Estás acostumbrada a llegar a tu casa y a comer sin saber de qué y cómo está hecho lo que comes, con mi sueldo viviríamos quince días y luego volverías a tu casa… Ta… ta… ta…
¿Es que no tienes dentro de ti un amigo, un aliado para elegir la felicidad?
—C’est un drôle de type —sigue diciendo el árabe, en voz baja, rascándose la barba—. D’abord, il s’en fou du temps que nous avons crevé ici avant sa bienvenue, et puis, personne chez nous ne songerai a l’appeler son frère, même selon l’usage de notre société islamique.
—Ustedes han atravesado los océanos —siguió traduciendo la colombiana, subdividiendo las frases de acuerdo a un ritmo que marcaban sus caderas—, los continentes, porque tienen la vocación de ser útiles a sus pueblos, porque tienen la confianza de volver un día, con las herramientas que les permitan librarse del subdesarrollo, del yugo del imperialismo.
—Cha cha, cha, ta gueule.
—Por eso, nuestra vida aquí, será de disciplina, de estudio, de esfuerzo…
—Ah, didons, on commence à nous emmerder, et pas doucement.
Voy a vestirme, había dicho Octavia, pronunciando así esa misma sentencia desoladora de otros tiempos, por milésima vez, y por milésima vez habías sentido ese translatido de tu corazón, que no indicaba sino tu aflicción ante la vuelta inminente al estado habitual, tras ese paréntesis prodigioso y fortuito de su desnudez. Porque, ya una vez vestida, no te pertenecía, sus emociones no dependían de ti, sus palabras y sus gestos no reconocían tu reciente, efímero dominio; pertenecía otra vez a la ciudad y a lo contingente, a los lugares inimaginables hacia donde corría, y a otras personas, y a otras emociones irrenunciables.
La colombiana prefirió sintetizar:
—Compañeros, el camarada director ha dicho que las clases comenzarán mañana, a las ocho y media. Debemos levantarnos a las siete, para hacer nuestro aseo personal y salir a desayunar a la cantina. Ocuparemos la tarde en tareas y estudio personal, hasta las cinco. Comeremos entre seis y media y siete. El kolej cerrará sus puertas a las ocho y media. En estos días llegará un televisor. Los sábados habrá cine. Los domingos se organizarán partidos de fútbol y paseos a los alrededores. Dentro de poco se obtendrá que seamos invitados a conocer las fábricas