El tipo interrumpido en alguna observación trivial trata, desconcertadamente, de explicarse, pero Teófilo no deja espacio para ninguna otra voz, ahora que se encuentra posesionado por ese estado de indignación vengadora que le ha sustraído de su embotamiento. Ahora que, desde el fondo de la sala, alguna aparición terrible, desde un nimbo celestial, como en las pinturas mitológicas, parece aprobar, para él solo, su defensa exaltada. Todo lo que pueda hacer confundir sentidos y pensamiento, lo que intente disociar verbo y poesía, lo que pretenda asumir poderes creadores solo posibles al lenguaje, es maldecido y vituperado con una furia que ninguna otra suerte de injusticia podría hacer tan sublime.
Como para compensar el espacio desalojado por las palabras, se echa un vaso repleto de vino, de color casi azul, en la garganta, y los amigos que están a su lado lo palmotean, con ganas de tranquilizarle y de volver a hacer trivial esa conversación.
Desde las otras mesas, unos le aplauden y otros aprovechan de venir a brindar con él, aunque a nadie le importa demasiado eso que acaba de decir, sino como un buen estímulo para discrepar y hacer más ruido. Justamente esa es la situación de mayor júbilo en el Club Social Pinochet-Lebrun, cuando las vociferaciones y la euforia impiden escuchar a su vecino, y cuando todo acontecimiento ruidoso —una pelea, la caída de una mesa o de un cuerpo, un canto o un discurso— no son sino una buenas ocasiones para celebrar y pedir más botellas que estimulen nuevas manifestaciones. Teófilo percibió distantemente esos ¡bravo, Teófilo!, ¡buena, negro!, ¡putas, Teófilo!, ¡salud, poeta! y sonrió con extrañamiento hacia las voces, sin poder tornar sus ojos y reconocer la proximidad de ese mundo bullente. De todos modos, clavando sus uñas en la mesa, hizo un intento por poner su peso de pie y por decir algo, que parecían versos de Mallarmé, o de Breton, que ya otros ruidos cubrieron; le pareció tener que ir hacia otra parte, pero el impulso que se dio no fue suficiente para poner todo su cuerpo en equilibrio y recayó simplemente en su silla, donde volvió a quedarse quieto, rechinando los dientes, como para adormecerse. De tiempo en tiempo, en el resto de la noche, reabrió los ojos, blancos, exorbitados, fijos, pero solo para visualizar mejor, en las tablas amarillentas del cielo, sus primeras revelaciones poéticas en las calles desiertas y sin destino de Temuco.
5. Ya en otro tiempo te dijiste
Ya en otro tiempo te dijiste quizá pase el tiempo y recuerde todo esto sin la misma emoción, sin que todo mi organismo —y te referías especialmente a esa perplejidad del cuerpo separado del cuerpo amado— se subleve, y recordaste tus diferentes grados de recuerdo a medida que el tiempo había ido pasando, y reconociste que en ninguno de ellos se alcanzaba la sensación prevista por el anterior —un mayor desprendimiento emocional—, sino que, por el contrario, transfiriéndose a la totalidad de la vida, se desarrollaba una violenta nostalgia del estado exaltado y doloroso que se había querido olvidar al comienzo, una nostalgia de lo irrepetible.
La puerta de la torre se encontraba cerrada.
6. Andaban en grupos o solitarios
Andaban en grupos o solitarios rondando la aldea, ociosos, con caras de avidez o fastidio. Se encontraban entre sí una y otra vez, en la plaza, bajo los portales, frente a las únicas dos o tres vitrinas, o en los interiores de esas mismas tiendas, comprando objetos inútiles, solo para poder acercarse a las vendedoras; sobre todo se encontraban en la confitería o en la cervecería, e incluso en los caminos que conducían al bosque, al riachuelo, a otros posibles pueblos, se saludaban y se hacían bromas en una mezcla pueril y complicada de idiomas, y de algún modo, en cada nuevo y repetido encuentro se transmitían la sensación de hallarse en el culo del mundo. A pesar de la insistencia con que pasaban frente a las mismas puertas y a la avidez con que miraban hacia el interior de los hogares, ninguno de ellos, ni siquiera los argentinos, que ayudaban a recoger remolachas, había sido invitados a entrar por los aldeanos. En esa situación ellos reconocían los límites de sus vagabundajes y, también, los límites de la medida curiosidad y tolerancia de los habitantes. Solo se acercaban espontáneamente a ellos, en la calle, algunos estudiantes del gimnasio que les pedían fotografías de Elvis Presley que nadie tenía y envases de cigarrillos extranjeros; les saludaban los camareros y las dependientas y, en la plaza, se les juntaban un par de muchachas granujientas y descoloridas, de ascendencia gitana, que unos mexicanos y ecuatorianos habían obtenido como mascotas. Así, para no sentirse desamparados, los jóvenes hacían ruido y, sobre todo, cantaban. En la plaza y en la cervecería cantaban canciones de la revolución cubana; al atardecer, en la puerta del kolej, guarachas, mambos y boleros, y después de comida, en sus cuartos, tangos y otros cantos humorísticos. Los aldeanos les observaban pensativos, entre corteses y chocados, con esa simpatía bien educada que inspiran los temperamentos y los ritos de los pueblos exóticos.
Sonrió melancólicamente al recordarse imaginando la vida excitante y plena de sentido que iba a llevar allí. No estaba seguro de sentir piedad por su ignorancia o burla por su ingenuidad. Una beca para estudiar cine en Praga. Se había echado de bruces en la oportunidad, la única de viajar al continente que en toda su propia historia de amistades y literatura era el centro de la cultura. Y el cine, encima, el medio perfecto para fundir literatura, arte, las experiencias y sueños de la propia vida y las ajenas enlazadas. Y hete aquí en una aldea más tediosa que las del propio país, donde no habría aguantado dos horas, y el idioma, cuya existencia, lo mismo que la mayoría de los muchachos, había ignorado. Y el socialismo. Esos rebeldes remanentes de convicciones políticas agonizantes. ¿No había pensado que quizá, a pesar de todo lo dicho y escrito en contra, algo hubiera sobrevivido? ¿La amistad entre los pueblos? ¿La solidaridad? ¿Los jóvenes del mundo danzando entrelazados en rondas de afirmación en el triunfo final? Los demás muchachos —él ya no era uno— no tenían historias, eran adaptables y parecían conformes con la perspectiva de pasar un año allí, felices de la oportunidad de adquirir profesiones asequibles en sus países solo a las clases altas.
Las gordas de caras rojas apaleaban las alfombras lo mismo que el día anterior, en los balcones del colectivo de enfrente; los ciruelos demarcaban un monótono camino, detrás suyo; el cielo anunciaba un cielo exactamente igual, velado, para el día siguiente; la carnicería exhibía unos huesos y un par de pollos, el pequeño mercado nada de color, unas acelgas, nabos y otros curiosos tubérculos terrosos; la tienda de comestibles oxidadas conservas rusas y vinos con aspectos de medicamentos; la farmacia, al menos, tenía unas pinturas alegres.
—¿Por qué me llamas?
—Por nada. Para preguntarte cómo estás.
Ella se quedó en silencio en el teléfono, esperando qué de tu memoria, deseando qué, en su secreto.
—¿Dónde estabas?
—Lejos. Llegué hace un mes. Hace tiempo.
—¿Qué hiciste?
—Estudié. Estuve olvidándote.
—¿Lo conseguiste?
—Sí.
—¿Y así lo demuestras?
—Sí.
Un escalofrío. ¿Qué más preguntas, entre los muros inconvenientes de tu oficina? Sabías que ella se detendría allí, sin sobrepasarse en una palabra más, en nada que la comprometiera o definiera.
Su silencio y su imagen tras el rumor del teléfono, e inmediatamente la idea de la desesperación que podrás sentir más tarde si ahora no entras en la trampa. ¿Con qué objeto abstenerse? ¿Para salvar qué?
—¿Quieres que nos veamos?
—¿Quieres tú?
Un poco más gruesa, el pelo más corto y menos dorado, la