La administración pública nace y se adecúa, como poder constituido-independiente, en las entrañas del Estado legal. Un Estado en el que la posición del legislador dentro del esquema de poderes es de superioridad —no ve el legislativo limitado su poder por la Constitución—, en donde el contenido de los derechos fundamentales solo se entiende desde un punto de vista contractualista —el hombre entra a formar parte del Estado a cambio de una protección de derechos, pero hay ciertos aspectos de su persona que se reserva—, y estatalista —la plena realización de los derechos del hombre requiere al Estado como entidad— (Jiménez Asensio, 2005, p. 47), y en donde el poder judicial queda absolutamente subordinado a la ley, al que no se le permite controlar a los demás poderes constituidos.
En este contexto la administración surge con competencias relevantes (Descalzo González, 2011, p. 14) pero también con privilegios. Entre estos últimos, decidir, de manera unilateral —sin audiencia del administrado afectado— y, con dicha decisión, crear, modificar o extinguir situaciones jurídicas entre los particulares. No se discute con los ciudadanos, de manera previa, la motivación de las decisiones que, en aras de garantizar el orden público, la administración ha de tomar. Igualmente, la administración nace como un poder que se controla a sí mismo y que no tiene como competencia la garantía de los derechos sociales. El derecho administrativo no se configura para garantizar los derechos de los administrados, sino para aplicar, a casos concretos, las disposiciones de un legislador omnipotente mediante actos administrativos de obligatorio cumplimiento. Para este fin, se crean normas especiales, normas de excepción frente al derecho civil, que posibilitan la autotutela de este poder público.
Sin embargo, esta institución rodeada de prerrogativas sobrevive al cambio de paradigma en el derecho (López Medina, 2011, p. 129) y debe reinterpretarse bajo los principios del Estado constitucional. Un modelo de Estado en el que el legislador retoma su papel de poder constituido queda sometido a un texto fundamental con carácter normativo, vinculante y superior respecto a las demás disposiciones jurídicas. Un modelo de Estado en el que el poder judicial es garante del cumplimiento y aplicación de los preceptos constitucionales, y en el que los derechos fundamentales y sociales también tienen contenido normativo, eficacia directa y carácter prevalente.
En este contexto, la administración pública amplía sus competencias y, para el ejercicio de las mismas, está sometida al cumplimiento de los principios propios del Estado constitucional. La clásica función de los fines estatales, bien común, interés público o necesidades públicas se entiende como satisfacción de los derechos humanos y garantía de las libertades de las personas (García de Enterría, 2010, p. 92). Se trata de una administración pública más grande puesto que está obligada a prestar servicios de interés social y económico. Al contrario de su papel en el Estado legal, en el Estado constitucional la administración interviene de manera directa e indirecta en la economía, realiza actividades industriales y comerciales, redistribuye rentas, y proporciona bienes y servicios indispensables para los ciudadanos (Rincón Córdoba, 2004, p. 65). El medular principio de legalidad se mantiene, pero amplía su contenido en un Estado de derecho constitucional: los poderes públicos, entre ellos la administración pública, están sometidos a la constitución y a la ley, proscribiéndose de esta manera la arbitrariedad y prohibiéndose la indefensión de los ciudadanos frente a los poderes públicos (Sentencia SU-478, 1997).
Como principio fundamental del Estado constitucional se consagra el artículo 1.º de la Constitución Nacional (CN), en el que opta por la opción de un Estado participativo y pluralista en el que se propende por garantizar la efectividad de los principios, deberes y derechos consagrados en la carta fundamental. Para ello, es deber de los poderes públicos facilitar la participación de todos los habitantes en las decisiones económicas, políticas, administrativas, culturales y de convivencia que los afectan. No se trata de un postulado meramente programático, se trata de un mandato que se concretiza, desde el punto de vista de la toma de decisiones administrativas diarias de los poderes públicos, en las reglas de audiencia, defensa y contradicción establecidas en el debido proceso, de manera previa a la toma de la decisión (art. 29).
La administración pública en el Estado constitucional conserva su prerrogativa de autotutela, derivada del principio de eficacia (art. 209, CN y art. 3.11, Ley 1437, 2011), pero encuentra un límite a dicho privilegio en el principio de participación y en el derecho fundamental al debido proceso con todas sus garantías (Bravo Vesga, 2015, p. 179). No le es permitido a este poder público tomar decisiones que afecten a los administrados sin, de manera previa, escucharles. No se pierde la naturaleza unilateral de la decisión, pero si se enriquece el actuar de la administración mediante la participación de sus ciudadanos.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, CorteIDH) recuerda, en el caso Barbani Duarte y Otros vs. Uruguay (sentencia 13 de octubre de 2011), que: “el artículo 8.º de la Convención consagra los lineamientos del debido proceso legal, el cual está compuesto de un conjunto de requisitos que deben observarse en las instancias procesales, a efectos de que las personas estén en condiciones de defender adecuadamente sus derechos ante cualquier tipo de acto del Estado que pueda afectarlos”. Precisa, además, que su garantía no solo corresponde a los jueces, sino a todos los órganos estatales, incluidas las administraciones públicas, en los procedimientos de toma de decisión sobre los derechos de las personas, ello con el fin de evitar la arbitrariedad. Colombia ratificó dicha convención el 28 de mayo de 1973.
El derecho a ser oído, de manera previa, en los procedimientos de las administraciones públicas que resuelvan asuntos que a los administrados les afecten implican no solo el acceso a la autoridad pública competente, sino también el acceso a la información, la solicitud, la aportación y contradicción de las pruebas, la presentación de alegatos y la efectividad de la decisión administrativa. El derecho de audiencia es una garantía propia del acceso a la administración de justicia o tutela judicial efectiva. “Implica que el Estado garantice que la decisión que se produzca, a través del procedimiento, satisfaga el fin para el cual fue concebido. Esto último no significa que siempre deba ser acogido, sino que se debe garantizar su capacidad para producir el resultado para el que fue concebido” (CorteIDH, caso Barbani Duarte y Otros vs. Uruguay, 13 de octubre de 2011).
En efecto, mediante esta garantía propia del Estado constitucional, se trata de legitimar, de manera constante, el proceso político y también de dar cumplimiento al principio democrático. En este contexto, se relaciona con algunos elementos relevantes en la teoría de democracia deliberativa de Habermas, que permiten la dinámica de su tesis. Estos elementos son: la ciudadanía y opinión pública, la esfera pública, la participación y la deliberación pública (Domínguez, 2013, p. 306). Frente al primer elemento: la ciudadanía, se puede decir que es un constructo social, y hace referencia a que una persona hace parte de una sociedad determinada, generando deberes y derechos. El concepto de ciudadano tiene dos perspectivas. La primera es la del liberalismo, que entiende al ciudadano como una persona con iniciativa propia, con solidaridad, con compromiso, y con disponibilidad de cooperación, donde el actor persigue sus propios intereses (homo economicus); y la segunda es vista desde el modelo republicano, que ve al ciudadano como la persona que está inclinada por los intereses colectivos (homo politicus), y a partir estos también ejerce la cooperación y se es solidario (Domínguez, 2013, p. 310).
Los conceptos de ciudadanía y de opinión pública, desde la concepción liberal y republicana, están contenidos en una concepción de derecho, toda vez que, para ser ciudadano y participar en el espacio público, el Estado debe otorgar, reconocer y proteger unos derechos, tales como: derechos individuales de libertad, derecho de pertenencia a una comunidad jurídica, derechos concernientes a la accionabilidad judicial de los derechos, derechos políticos y derechos sociales.
Para Habermas, desde la concepción liberal, la manifestación de la voluntad de los ciudadanos permite legitimar el poder político. Mediante los resultados electorales se da el poder de gobernar, y en respuesta el gobierno debe justificar el uso de ese