El sol de desterrado como la palabra del desterrado, apenas transmite calor, apenas ofrece luminosidad. Pero esa miseria del sol del desterrado, como su palabra, es, irónicamente, la fuente de una inagotable energía, de una energía que posibilita el crecimiento interior y el acto de escribir la otra historia, la del vencido. Ese sol y esa palabra descubren al exiliado –y a los lectores que un día han de leerle, dando, a ese sol y a esa palabra, calor, vida– lo que realmente es el ser humano: poquedad que se autoengaña con la mentira de creerse una duración sin término, un ser y estar sin fin que, además, se arraiga en otra mentira, la mentira –acaso la mayor y más irrisible, sin duda la más dañina– de la patria, de la nación.
El destierro devuelve al hombre a los lindes de su verdadera constitución, le hace reconocer –se trata de una a modo de inesperada iluminación, o de repentina y hasta abrupta anagnórisis– que el signo del hombre es lo perentorio. El exilio obliga –¡qué remedio!– a aceptar que en todo –incluso en uno mismo– subyace un radical relativismo. El destierro lanza al hombre al diálogo atemperado con el otro, a ser palabra entre palabras, a ser simplemente –¡tan poco y a la vez tanto!– hombre, hombre tal esos junquillos que resisten el vendaval para –más pronto o más tarde– ceder, ser a la postre tallo roto que gime y se retuerce.
Tallo roto que gime y se retuerce y que, tal en el largo poema-monumento, «Lo que sobra a la sepultura, muertos desconocidos y españoles vivos de hambre», incluido en Galope de la suerte de Arturo Serrano Plaja, recuerda que la:
inextinguible llamo del recuerdo es herida
que mano inextinguible,
es hambre de justicia y es hambre de pan.
Tallo roto que gime y se retuerce. Que gime y se retuerce tal un detritus que nunca del todo se desvanece, nunca es ya solamente olvido.
Hayden White, en El valor de la narrativa en la representación de la realidad, saca a colación que Hegel planteaba, en Lecciones sobre filosofía de la historia, que ni la «historicidad» ni la «narratividad» son posibles, que ni una ni otra –por otra parte, tan emparentadas, pues las anima por igual el mismo propósito de configurar en discurso oral escrito la experiencia humana– son posibles, sin la noción de «sujeto legal», sujeto al que corresponde ser medio y tema de la narrativa histórica. Hecha esa relación entre legalidad, historicidad y narratividad, no ha de sorprender –continúa diciendo Hayde White– la frecuencia con la que la narratividad, bien ficticia o real, presupone la existencia de un sistema legal contra o a favor del cual se pudiera escribir, narrar.
El individuo, convertido en ciudadano de pleno derecho, recupera a través de la palabra, de su recuento de los hechos, la condición de sujeto.
Esa condición recuperada de sujeto, en los términos expuestos por Hayden White devuelve a la Historia a los predios de la realidad real, requisito indispensable para que aflore el discurso –valga la redundancia– de lo real. Discurso que acaba convirtiéndose él mismo en objeto de deseo en la medida en que hace deseable lo real. Para lo cual ha de presentarse lo real con la coherencia formal de los acontecimientos históricos. De este modo, el «peso de la significación» de los acontecimientos contados se «proyecta» a un futuro que va algo más allá del inmediato presente, un futuro cargado de juicio moral.
FRANCISCO CAUDET
Universidad Autónoma de Madrid
LA DIÁSPORA CULTURAL DE POSGUERRA
«El exilio es un drama, en general para el país que lo provoca, pero es una bendición para el país que lo recibe. Nueva York, por ejemplo, no hubiera sido la capital cultural del mundo sin la diáspora europea del siglo veinte».1
Susan Sontag, New York, 1983
«…el escritor que vive desgajado de su suelo y de su cielo, de sus cosas y de su gente no es alguien que aborda el exilio como un tema más, sino un exiliado que, además, escribe».2
Mario Benedetti, Madrid, 1984
«Ils furent des centaines, des milliers d’intellectuels, de poètes, d’écrivains à fuir en 1933 la dictature nazi».3
Jean-Michel Palmier, 1988
«El exilio es una condición que, en sus efectos subjetivos, nunca permanece estable; o se siente uno cada vez más exiliado, a medida que pasa el tiempo, o cada vez va siendo más absorbido por el país de adopción».4
John Berger, 1965
Varios hechos históricos generan, en el siglo veinte, el exilio de miles de personas de sus respectivos países: la llegada al poder de Adolf Hitler (1933); el estallido de la guerra civil española (1936-39) y la proclamación de la segunda guerra mundial (1939-45).
Como consecuencia de esos sucesos un sector importante de la «inteligencia» europea emigró hacia los Estados Unidos de Norteamérica, América Latina y diversos países de Europa.
Ese éxodo fue, a lo largo de muchos años, objeto de estudio de historiadores norteamericanos, europeos y latinoamericanos, autores a quienes quisiéramos recordar, pues hicieron posible desvelar no sólo el drama del desarraigo humano tras las guerras, sino también la pérdida cultural que supuso para muchos países europeos el éxodo de algunos de los más significativos creadores de las artes y las letras.
Uno de los primeros historiadores que se ocupó del exilio cultural europeo fue Jean Michel Palmier (1944-98), a través de su ensayo Weimar en exil (1988) en el que estudia, particularmente, el destino de la emigración intelectual alemana hacia Europa y las Américas.
Sobre el exilio cultural español habría que citar varios ensayos claves sobre este tema escritos por Julián Amo y Charmion Shelby: La obra impresa de los intelectuales españoles en América; Carlos Martínez: Crónica de una emigración (La de los republicanos españoles en 1939); Patricia W. Fagen: Transterrados y ciudadanos; los diversos volúmenes sobre El exilio español de 1939, coordinados por José Luis Abellán y el ensayo histórico de María Fernanda Mancebo: La España de los exilios.5
Este tema ha sido objeto, asimismo, de diversas exposiciones que han tratado de visualizar a través de fotografías, películas, obras de arte, libros, documentos, revistas, etc., esas páginas de la emigración española.6 Entre otras muestras quisiéramos citar en esta ocasión las exposiciones: El exilio español en México (Madrid, 1983); Surrealistas en el exilio y los inicios de la Escuela de Nueva York (Madrid, 1999) y Exilio (Madrid, 2002).
Si a estos ejemplos añadimos las exposiciones dedicadas a diversos artistas y escritores, comprobaremos que el tema de la diáspora cultural española, ha sido objeto de un amplio estudio en los últimos años.7
Sin embargo, la línea de investigación histórica, iniciada por Ronald Fraser sobre la guerra civil española –es decir la memoria oral– ha tenido, respecto al exilio español, un desarrollo menor.8
Este libro de entrevistas con artistas y escritores de diversas nacionalidades, pero con un nexo común con la historia española del siglo veinte, se desglosa a través de perspectivas distintas: el testimonio de los mexicanos que participaron en el