R.: Sí pero bueno… ya abordaremos ese tema en el próximo Congreso de Valencia.
P.: ¿Qué imágenes conserva de la ciudad de Valencia?
R.: Sí, preferiría que habláramos de eso. Era una ciudad en guerra, con los espacios culturales cerrados, pero me impactó la importancia de la arquitectura urbana de fines de siglo.
P.: Ese acervo de la arquitectura modernista ejemplarizada en la Estación del Norte, el Mercado Central, la Casa Ferrer, que podrá ver de nuevo.
R.: Bueno recuerdo la Lonja. Pero a mí me interesaba no sólo el pasado –la Lonja, las Torres de Serranos, las Torres de Quart– sino la continúa comunicación entre el mar, el campo y la ciudad. El sedimento agrario de la sociedad valenciana. Todo esto me hizo pensar asimismo en el pasado árabe.
P.: ¿Dio usted algún paseo por la Albufera?
R.: Sí, di varios paseos. Me encantó. Primero fui a la playa de El Saler. Una playa, entonces, un poco selvática. A la que íbamos a menudo a nadar. Luis Cernuda también. Recuerdo las barcas del lugar. Era un paisaje mediterráneo. Pero estaba también la laguna y los arrozales.
P.: Y un sistema de riego heredado de los árabes. Todavía sigue vigente el Tribunal de las Aguas que, cada semana, se celebra en la puerta gótica de la Catedral de Valencia.
R.: Fue muy curioso, porque por una parte fue un encuentro con una España que yo había leído. Algo que yo quería recuperar.
P.: ¿Blasco Ibáñez era un escritor conocido en América Latina?
R.: Yo lo leí mucho, de joven. En casa había varios libros suyos. Leí muchas novelas de Blasco Ibáñez, entre ellas Arroz y tartana. Las novelas valencianas son las mejores. ¿No le parece? Las otras, muy cosmopolitas, son bastante falsas. Cuando se convirtió en un escritor «best-seller» internacional creo que bajó el hombre.
P.: ¿Qué recuerdos tiene de Madrid?
R.: Mire usted, sobre la guerra es difícil no hablar de barbaridades. Lo que me sorprendió en Valencia y en Madrid fue la persistencia de la vitalidad de la vida ante la muerte. Lo vi claramente en Madrid. Lo vi a veces, en momentos de peligro y de heroísmo en Valencia. Me impresionó el sentido de la fraternidad. La capacidad de la gente para resistir a la desdicha. La gente hacia chistes y bromas sobre las bombas. Así vencían al miedo. Recuerdo que en esa época los intelectuales, instalados en un palacete que les había facilitado el Gobierno de España, sede entonces de la Alianza de Intelectuales en Defensa de la Cultura,14 ahí ciertas noches hacían fiestas de disfraces. Los invitados se disfrazaban de toreros, cocheros, etc. Los Alberti eran los animadores. Así pues había esa suerte de vitalidad ante el drama de la guerra.
P.: ¿Y en Barcelona?
R.: Allí estuve menos tiempo.
P.: ¿Paseó usted por la capital valenciana?
R.: Recuerdo muy bien los largos paseos que daba por la ciudad. Solo o con los amigos. Los paseos por la Alameda después de cenar –mal cenar, pues apenas se comía y a veces suplíamos la comida por la conversación– para conversar con Manuel Altolaguirre. Ramón Gaya, Gil-Albert, Serrano Plaja y Sánchez Barbudo. Muchas conversaciones eran sobre temas políticos. Había un tema del que nadie hablaba, porque estaba mal visto y provocaba la cólera de los comunistas, que era León Trotsky. En el tren de París a Barcelona, en un momento que nadie le oía, recuerdo que Ylya Ehremburg me preguntó por León Trotsky. Después en Valencia el escritor Manuel Altolaguirre me preguntó por León Trotsky. ¿Cómo era Trotsky, cómo vivía Trotsky? Por entonces ni lo conocía, ni lo había leído. Sabía cómo vivía pero poco más…15
P.: El primer anfitrión de León Trotsky fue el pintor Diego Rivera.
R.: Sí, en realidad las cosas fueron de otra manera, pues las primeras personas que le pidieron al presidente Lázaro Cárdenas que le diera asilo León Trotsky fueron unos militantes del Partido Obrero de Unificación Marxista. La primera delegación española que vino a México para pedirle ayuda a Cárdenas sobre el tema fueron obreros españoles.
P.: ¿Quizás Julián Gorkín entre ellos?
R.: Julián Gorkín probablemente. No sé. Pero fueron los españoles quienes intercedieron en el tema.
P.: Siendo usted tan joven ¿no se sintió inseguro mezclado en una guerra?
R.: Tuve miedo, sí. Pero recuerda la frase de Turena: «el valiente es el que domina el miedo». Además no arriesgaba más que millones de españoles que soportaban los bombardeos. Impulsado por la pasión y también por cierto pundonor –me avergonzaba ser civil en un país en guerra– quise alistarme. Me acuerdo que María Teresa León se le ocurrió que podía ser Comisario Político. Era una locura. Ni tenía la preparación ni contaba con el aval de ningún partido político. Hice algunas gestiones en Valencia pero la acogida que recibí me desanimó. Algunos pensaron que era trotskista. Lo cual era absurdo. Yo venía con la delegación de la LEAR pero no era miembro del Partido Comunista de México. Por entonces hubo una exposición sobre Cien Años de Grabados Políticos de México. Los de la LEAR la dejaron montada y se fueron. Y en esa exposición había una foto de Trotsky y yo la dejé. Fui el responsable de eso. Eso estuvo mal visto. En realidad lo que yo defendía era la libertad de expresión. Además, aunque no había leído a Trotsky, pensaba que si no había una revolución proletaria en Europa la guerra de España estaba perdida. No me aceptaron y me felicito de esa decisión. Podía haber salido mal parado.
P.: Entonces se marchó de Valencia.
R.: Hubo otra razón que no le he contado. Mi gran amigo español fue el joven anarquista José Bosch perseguido por los hechos de Mayo de 1937. Fue el hombre que nos formó políticamente a algunos jóvenes mexicanos. A él yo le vi. En Barcelona aunque estaba escondido. No se lo dije a nadie. En mi libro de Poemas, 1935-1975, publicado en la Editorial Seix Barral, hay un poema dedicado a un joven español, que es José Bosch. Y una larga nota.
P.: ¿Cómo era París en 1937?
R.: Había la amenaza de la preguerra pero también la abundancia. Se veía que estábamos al final de una época. Recuerdo el esplendor de la Exposición Universal de París y el magnífico pabellón español. Una Europa entre dos guerras de la que habla T. S. Eliot en un pasaje memorable de su libro East Coker, pero una Europa con un atractivo que no existe hoy. Le recuerdo que en aquella época se escribieron obras admirables.
P.: ¿Cómo fue el retorno a México?
R.: Sabíamos que si se perdía la guerra de España –que estaba realmente perdida– habría consecuencias para Europa.
P.: Al volver a México ¿inicia usted la revista Taller?
R.: En realidad la revista Taller no la inicié yo. La inició un grupo de jóvenes mexicanos.16 Pero después me hice cargo de la dirección. Taller tenía ciertas afinidades con Hora de España pero también diferencias. Hora de España era una publicación subsidiada por el gobierno español mientras que Taller era una revista hecha por un grupo de poetas jóvenes. Así no sufrimos las presiones ideológicas que sufrieron a veces los de Hora de España. El gobierno mexicano nos ayudó de la única manera en que el poder puede ayudar a la literatura: con su indiferencia. La orientación estética de ambas revistas era semejante. Tal vez los mexicanos éramos más curiosos y mirábamos hacia un mundo que los españoles generalmente han desconocido: los Estados Unidos de Norteamérica. En la revista Taller apareció la primera antología de T. S. Eliot en lengua española (1940). Las