El domingo, exactamente 5 días después de su caída, Germán comenzó con dolor en el cuello. Era obvio que se debía a su caída, el golpe había sido fuerte y ahora lo estaba resintiendo. Como de costumbre, la Ame estaba atenta. Fue a su armario y buscó y buscó hasta que encontró un guatero de semillas que le había regalado tiempo atrás una de sus hijas. Lo humedeció como indican las instrucciones y lo puso treinta segundos en el horno microondas. Movió las semillas en su interior y lo puso treinta segundos más. Después de eso se lo llevó a Germán, se lo puso en la base del cuello y hombros. El calor algo lo aliviaba. Le dio analgésicos y lo acompañó. El dolor era profundo y Germán se quejó muchísimo durante la noche, casi no pudieron dormir. En la mañana se sentía un poco mejor, adolorido por la mala noche, pero con un poco más de ánimo. La Ame preparó desayuno como de costumbre y llamó a una de sus hijas para contarle. Después llamó a la doctora la que le indicó exactamente lo mismo que ella estaba haciendo. Es decir, darle analgésicos y ponerle calor. Ella le hizo cariño en la zona que le dolía, le dio masajes y le puso crema. Hizo lo que pudo. Sin embargo, Germán seguía quejándose, el dolor era intenso y la Ame lo sentía como si fuera en su propio cuello. Llevaba más de medio siglo unida a ese hombre y lo conocía lo suficiente como para saber que ese dolor era real. El martes por la mañana Germán presentó un poco de fiebre. Esto no era bueno, pensó. ¿Por qué a consecuencia de una caída su marido podía tener fiebre? Esto lo único que indicaba era que había una infección. Solo el hecho de pensarlo hizo que la recorriera un escalofrío desde la punta de su cabello hasta los pies. Se asustó y se preguntó, ¿infección?, pero ¿por qué? ¿Dónde podía haberse enfermado si habían estado tan protegidos, tan cuidados, tan aislados? Llamó a la doctora y ella le indicó que lo llevaran a un servicio de urgencia, ya no se podía esperar.
La Ame se persignó, rezó, tomó el teléfono y llamó a su hija menor, Paula, que vivía a menos de tres kilómetros de su casa. Ella sabría qué hacer, no tenía dudas de ello. Las malas noches, el cansancio y el temor la estaban afectando. Su querido Germán tendría que salir de su lugar protegido, de su oasis y entrar en un sector que podía estar lleno de coronavirus, pero ¿qué más podían hacer? Se imaginaba una de esas películas de cine en donde hay una catástrofe, un apocalipsis zombi o alguna enfermedad y los sobrevivientes quedan protegidos por un fino equilibrio que, evidentemente, se rompe y se desencadena la trama de la película. En este caso se sentía viviendo lo mismo. Durante dos meses se habían estado protegiendo del coronavirus en su parcela. Pero ahora debían salir de ahí al mundo exterior exponiéndose, porque si no llevaban a Germán a un servicio de urgencia para que recibiera atención médica, esto se podía complicar.
Eran las diez de la mañana y Paula estaba ayudando a sus dos hijos menores en sus clases en línea. Debido a la pandemia, desde hace dos meses que los colegios habían cerrado y los estudiantes recibían clases virtuales por internet. Paula tenía cuatro hijos, dos en secundaria y dos en primaria. Justamente, los dos más pequeños requerían su apoyo constante cuando estaban en clases. La menor cursaba primer año de enseñanza básica y estaba aprendiendo a leer y a escribir; el segundo más pequeño ya estaba en 4to año de enseñanza básica y en matemáticas estaba aprendiendo a multiplicar y dividir. Paula se dividía entre las multiplicaciones de José, las frases que estaba escribiendo Emilia y algunos quehaceres domésticos, como ordenar su pieza y hacer algo de aseo, cuando recibió el llamado de su madre. La Ame estaba asustada, casi lloraba por el teléfono, pero trataba de mantenerse tranquila, entera, estoica y le dijo sin mediar frases de saludo, “Paula, tu papá está con fiebre y hay que llevarlo a la urgencia”. Paula se tuvo que sentar para poder digerir lo que su madre le estaba diciendo. ¿Entendía ella lo que le estaba pidiendo? Es decir, tenía que llevar a su papá, al reino del coronavirus. De solo pensarlo se estremecía. Pero sabía que la Ame no exageraba. Si la había llamado para decirle eso era porque realmente había que llevarlo. “Ok mamá, déjame organizar las cosas en mi casa y salgo para allá. Dame treinta o cuarenta minutos”. Paula llamó a su hijo mayor. Estaba en clases, pero la situación ameritaba esta interrupción. Agustín, un muchacho de diez y seis años con un talento musical único y una personalidad responsable, inmediatamente secundó a su mamá. La escuchó con atención y rápidamente se pudo dar cuenta que la situación era complicada. “No te preocupes, yo me quedo a cargo”. Paula tenía una familia numerosa y eso la obligaba a ser organizada. Sacó de la parte alta del refrigerador comida que tenía congelada y le dio las instrucciones para el almuerzo a Agustín. Hecho esto se fue a duchar y a vestir, y en exactos treinta minutos estaba llamando a su madre para que le abriera el portón de entrada. Cuando se bajó del auto, estaba su mamá esperándola. Paula la abrazó fuertemente y le dijo, ya mamita, tranquila. Yo me lo llevo inmediatamente a la urgencia. Te estaré llamando. “Sí, mi amor”, dijo la Ame más tranquila. Tenía fe en que Paula luego la estaría llamando para decirle que todo estaba bien y que ya estaban volviendo a la casa. No podía dejar de pensar en el coronavirus y lo peligroso que era ir a un servicio de urgencia, pero ya no había otra salida. “Chao viejito”, le dijo la Ame a Germán mientras se subía al auto, “te espero a comer”. Y vio en cámara lenta como se alejaban hasta desaparecer por el portón, sin poder evitar el escalofrío que la recorrió. Luis, que había sido un espectador discreto y silente, la abrazó. Vamos, le dijo, hace frío acá afuera. No te vayas a enfermar tú también.
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