Hace tiempo que Glick (1991: 131-132) expuso cuáles eran, a su entender, las opciones de los conquistadores al encontrarse con la omnipresente agricultura irrigada andalusí. Se podían abandonar los cultivos y reemplazarlos por la cría de ovejas, o bien se podía implantar el sistema septentrional de agricultura de secano; ambas cosas sucedieron, de hecho, en algunas áreas de expansión castellana.7 Pero también «podía aprenderse y continuarse el sistema musulmán». Afirmaba igualmente dicho autor que, de forma general, «los sistemas de regadío musulmán se mantuvieron intactos», y que los colonos cristianos tuvieron que hacer grandes esfuerzos para familiarizarse con las prácticas indígenas, tal y como muestran las encuestas llevadas a cabo en Tarazona (falsamente datada en 1106) y Gandia (1244). En su obra más reciente, Glick (2007: 193-201) mantiene la idea de la continuidad de los espacios irrigados y los procedimientos operativos de época andalusí, aunque admite que los cristianos cambiaron (únicamente) las formas de administración comunitaria, inspiradas ahora en el modelo de las corporaciones de oficio. Es indudable que los colonos cristianos heredaron las infraestructuras hidráulicas andalusíes, pero cabe cuestionar si el manejo que hicieron de éstas consistía, verdaderamente, en una conservación o reproducción del «sistema musulmán» de acuerdo con el enunciado «como en el tiempo de los sarracenos», ampliamente aludido en los documentos de la época en calidad de referencia que debía informar las normas de funcionamiento de los sistemas de riego (Guinot, 2008).
En este orden de cosas, resulta de interés destacar el contraste entre el estudio presentado por M. Monjo sobre el valle del Segre (Aitona) y el de J. Ortega y C. Laliena relativo a Teruel. En el primer caso, el rasgo predominante sería el mantenimiento de los sistemas hidráulicos andalusíes constituidos a partir de derivaciones fluviales de fondo de valle, que la autora relaciona con cierta continuidad de población musulmana (tal vez reubicada allí por la familia señorial de los Montcada) en los asentamientos más estrechamente vinculados al trazado de los canales. Parece que los cambios posteriores a la conquista serían poco importantes, apenas algunas ampliaciones mediante prolongaciones de acequias. Por el contrario, Ortega y Laliena inciden en el impacto de una inmigración colonial rápida y numerosa, que habría dado lugar a una veloz e intensa densificación de la red de acequias del Guadalaviar promovida por la aristocracia y la oligarquía urbana. Los objetivos de estas actuaciones se dirigieron a la generación de rentas mediante la proliferación de instalaciones molinares y la ampliación de los riegos, dirigidos en particular hacia plantaciones de viñas, cuyo producto se destinaba, sobre todo, a un mercado urbano controlado por el grupo dirigente de la villa de Teruel. Las conclusiones de estos autores suponen una anticipación de fenómenos muy similares puestos de manifiesto, algunas décadas después, tras la conquista de Valencia.
En las dos contribuciones dedicadas a Granada, se aprecia también cierta disparidad. El estudio de J. M. Martín Civantos, centrado en la cara norte de Sierra Nevada (Guadix y el Zenete), se ocupa fundamentalmente de las características originales de los sistemas hidráulicos andalusíes, cuando el regadío era prácticamente la única superficie cultivada. No hay indicios de que la colonización castellana del siglo xvi comportase una ampliación de las infraestructuras de riego, aunque sí debió modificarse la organización de los cultivos y del reparto del agua para adaptar los sistemas a los cambios productivos introducidos por los castellanos. Por su parte, C. Trillo también hace ver, si bien de forma más detallada, las adaptaciones de las redes hidráulicas, pero no sólo las relacionadas con las nuevas forma de gestión y reparto del agua, sino también las que comportan el incremento de las áreas irrigadas. Un aumento que se muestra asociado a la formación de grandes propiedades y a la proliferación de cultivos comerciales, principalmente la caña de azúcar y el moral, que en el contexto de policultivos anterior a la conquista ocupaban un lugar limitado.
Resulta evidente, en todo caso, que el engrandecimiento de los espacios irrigados constituye un componente central de la intervención llevada a cabo por los colonos cristianos, sea en el Teruel de los siglos xii y xiii o en la Granada del xvi ;8 y, por descontado, en la Valencia de los siglos xiii y xiv. Esta constatación es fundamental, ya que nos remite a un cambio en la estructura de los sistemas de riego que, por fuerza, anularía la validez práctica de la referencia al «tiempo de los sarracenos» como fundamento de las normas de distribu– ción. Al preguntarse si «se feudalizaron los sistemas de irrigación andalusíes», Glick (2007: 201-204) introduce una variable decisiva que no había tenido en cuenta anteriormente al enunciar las opciones de los conquistadores (o que consideraba subsumida en la continuidad de los sistemas de riego), como lo es la realización de nuevas obras hidráulicas por parte de los colonos cristianos.
Puede decirse que las conquistas hispánicas ofrecen, en este sentido, dos grandes posibilidades a los grupos sociales que las protagonizan. En primer lugar, la captura y la reorganización de sistemas hidráulicos preexistentes, que muchas veces comporta su ensanchamiento y la densificación de la red de acequias, eliminando los intersticios no irrigados (Guinot, 2005). Estas acciones, que se presentan en formas diversas, requieren sin duda la inteligencia del funcionamiento anterior del sistema, pero no siempre con la intención de reproducirlo indefinidamente («como en el tiempo de los sarracenos»), sino también para alterarlo y modificar sus límites. En segundo lugar, tenemos la vía de la reducción a cultivo de nuevos espacios, ampliamente experimentada y desarrollada en las regiones de procedencia. Las roturaciones podían tener como objetivo tierras secas o de humedal, pero compartían la necesidad de construir los dispositivos hidráulicos que las hiciesen posibles; de drenaje en el segundo caso, de irrigación en el primero. Cabe admitir que la creación de un sistema de riego ex novo no implica necesariamente que la tierra afectada no fuese antes objeto de actividades agrarias, pero el grado de transformación requerido equivale, en verdad, a un rompimiento.
En el reino de Valencia la construcción de sistemas de riego completamente nuevos es muy temprana y tiene sus principales manifestaciones en dos grandes proyectos impulsados por el rey Jaime I: la llamada Séquia Nova d’Alzira, iniciada en 1258, y la Séquia Major de Vila-Real, de menor envergadura, comenzada hacia 1272. A la segunda dedican su atención E. Guinot y S. Selma en el presente volumen. La apertura de la acequia de Vila-Real fue una realización estrechamente asociada a la fundación de la puebla colonizadora del mismo nombre, siendo su objetivo la distribución de agua de riego por tierras que, anteriormente, habían sido de secano o habían permanecido yermas. En realidad, se creó un nuevo espacio agrario, ya que la red de canales y el parcelario se diseñaron de forma conjunta, siguiendo pautas de regularidad geométrica. El estudio de una realización íntegramente nueva, como ésta, tiene el interés añadido de facilitar el aislamiento de los caracteres originales. Para los autores es justamente la morfología el aspecto que permite diferenciar de forma más clara los nuevos espacios irrigados construidos por los colonos cristianos, aportando la pista más útil para una identificación de las operaciones llevadas a cabo en el ámbito de las antiguas vegas andalusíes. Si tenemos en cuenta que la forma de los diseños tiene implicaciones funcionales decisivas, determinando por ejemplo el retorno del agua a sus cauces o, en la ocurrencia, la disipación de ésta, deberemos admitir que no nos hallamos ante modificaciones menores, sino ante un verdadero cambio en los principios de funcionamiento o, lo que es lo mismo, un trastorno general de los sistemas heredados de época andalusí.
La construcción de nuevos sistemas hidráulicos en un país lleno de huertas antes de la conquista, como lo era Valencia, ofrece un aspecto que merece destacarse de forma especial: la circunstancia de que los técnicos encargados de llevar a cabo los trabajos –o en su caso, supervisarlos– fuesen, todos ellos, cristianos procedentes de Cataluña o de tierras occitanas. Ni un solo nativo musulmán encontramos relacionado