La primera forma de intervención señorial sobre los sistemas hidráulicos campesinos consistió en la incorporación de molinos. Estas instalaciones no alteraban la morfología de los espacios irrigados, pero introducían derechos preferentes sobre el flujo de agua que podían alterar la organización del riego. Paralelamente, como advierte Kirchner, a partir de finales del siglo x la aristocracia laica y eclesiástica comenzó un proceso de apropiación de los molinos preexistentes, poseídos por familias y comunidades campesinas, que comportaba la toma de control de los dispositivos de derivación fluvial y, por tanto, del conjunto de los sistemas hidráulicos. La contribución de K. Berthier muestra los mecanismos («donaciones» inducidas, adquisiciones ventajosas de diversas modalidades) utilizados por la abadía de Císter para apropiarse progresivamente de las porciones indivisas que componían la titularidad de instalaciones molinares, lo que no deja de recordar las estrategias señoriales descritas por R. Pastor (1980: 56-62, 97-100) en el caso castellano-leonés.
El hecho de que la intervención señorial en los sistemas hidráulicos campesinos tuviera como objeto el control y la propagación de las instalaciones molinares no debe hacernos perder de vista el papel decisivo desempeñado por la implantación de molinos en la agrarización de las riberas fluviales. Según A. Durand (1998: 246-275, 289) fue éste el principal mecanismo de reducción a cultivo de los espacios de ribera de Languedoc durante los siglos xi y xii, ya que el funcionamiento de la molinería dependía totalmente de una serie de actuaciones de gran alcance transformador (construcción de diques y canales, estabilización y encaje de los sucesivos tramos de los cursos de agua) que tenían como efecto la reducción radical de la ripisilva y la generación de nuevas superficies de cultivo a lo largo de los bordes fluviales. Aunque Kirchner constata una temprana saturación de los fondos de valle de la Cataluña Vieja, que no podía ser ajena a este tipo de actuaciones, se trata de un problema crucial que merecería la realización de estudios detallados en el futuro.
Una traba fundamental a la realización de obras hidráulicas se deriva del «enceldamiento» del territorio. En el trabajo de K. Berthier se advierten claramente las dificultades que la compartimentación señorial del espacio impone al trazado de canales. Obviamente las dificultades tienden a desaparecer cuando los recorridos se efectúan en el interior de un único dominio, lo que sólo es posible en las posesiones de grandes aristócratas, sobre todo los reyes, y muy particularmente en los territorios de las ciudades. Es lógico, como observa Kirchner, que en Cataluña la construcción de sistemas hidráulicos de cierta envergadura no tenga lugar hasta finales del siglo xii y que en estas operaciones desempeñen un papel primordial monarcas y gobiernos urbanos.
La nueva hidráulica «feudal» ofrece, en sus inicios, un aspecto muy significativo en la concepción de las acequias como canales de abastecimiento y conducción. La mayor parte de su recorrido no es activo; su función principal consiste en transportar el agua hasta las áreas de residencia y los complejos de molinos que la necesitan para su funcionamiento, si bien subsidiariamente permiten el riego de pequeños huertos submolinares, prados e, incluso, algunos campos de viña, aunque a veces bajo restricciones muy estrictas al uso campesino del agua.5 Estos parecen ser los casos del Rec Comtal de Barcelona y el Rec Mulnar de Girona, en un contexto de las ciudades del siglo xi, y también un buen ejemplo es el canal de Cent Fonts, construido para el suministro de agua a la abadía de Císter y estudiado por Berthier en este volumen. También lo es el Canal Reial de Puigcerdà (9,1 km), de finales del XII (Kirchner, Oliver y Vela, 2002); y a una escala menor el conjunto de canales descritos por S. Caucanas en el Rosellón (1995). Este tipo de práctica, perfectamente distinguible de la construcción de canales destinados al riego extensivo, podemos documentarla aun en una tierra de conquista como el norte del reino de Valencia, particularmente en la concesión original hecha por Jaime I a la villa de Morella, en 1273, para la construcción del canal de la Font de Vinatxos, cuyo objeto declarado era mover los molinos que el consejo municipal pretendía edificar (Torró, 2009:102), y también en los establecimientos molinares de la década de 1230 en el río de la Sénia, en el límite entre Cataluña y Valencia (Guinot, 2002-2003).
En la medida en que el dominio señorial del espacio condiciona el planeamiento y el alcance de las canalizaciones, resulta evidente que las áreas incultas del eremus, por una parte, y los territorios de conquista, por otra, componen los escenarios idóneos para el despliegue de la hidráulica «feudal» (Batet, 2006). En el caso de las roturaciones, además, la puesta en práctica de técnicas hidráulicas asociadas al drenaje constituye, en muchas ocasiones, una condición prácticamente ineludible. A decir verdad, es muy probable que, en la Europa occidental de los siglos xi al xiii, la puesta en cultivo de zonas húmedas tuviese mayor efecto sobre la producción agraria que la tala de los bosques secos; y es obvio que las operaciones deforestadoras, en las regiones al norte de los Alpes, requerían asimismo acondicionamientos de desagüe.6 Todos estos procesos de desecación y drenaje comportaban un incontestable dominio de técnicas hidráulicas que no se aplicaban a la irrigación, o lo hacían de modo subalterno, como sucedía en el riego de prados, practicado también en las regiones más frías, donde el agua distribuida desde las propias zanjas de drenaje permitía temperar los suelos helados (Cabouret, 1999).
En las regiones mediterráneas los suelos puestos en cultivo no dependían tanto, sin duda, de la creación de dispositivos de drenaje. Lo que no nos debe hacer perder de vista, observan Horden y Purcell (2000: 186-190), que la historiografía ha «subestimado» los humedales mediterráneos, tal vez porque las desecaciones recientes a gran escala dificultan su percepción como rasgo normal del paisaje. Los autores mencionados también inciden en un aspecto que distingue estos humedales de los existentes en la Europa atlántica, como lo es su marcado carácter local, que hace de ellos una parte más del repertorio ambiental disponible en una multitud de microrregiones diferentes. De hecho, los avenamientos medievales se llevaron a cabo, sobre todo, en medios palustres de carácter litoral y fluvial bastante circunscritos (véase la contribución de J. Torró). Otro tipo de actuaciones, igualmente localizadas, fue la desecación de depresiones lagunares (étangs), como sucede en el caso del Languedoc de los siglos XII y XIII, tratado en este volumen por J. L. Abbé, quien califica dichas realizaciones como «perfectamente adecuadas a la escala territorial del señorío», llevadas a cabo justamente en antiguas reservas señoriales de pesca y caza; lo que hacía de ellos, por cierto, lugares frecuentados y aprovechados. En este sentido, el autor cuestiona de forma oportuna que el drenaje de las lagunas inaugure la gestión humana de unos espacios que habrían permanecido hasta entonces beyond the realm of normal human affairs, por decirlo con la expresión utilizada insistentemente por TeBrake (1985: 107, 141, 185, 205, 221, 238) a propósito de los pantanos de turba del delta del Rin. De lo que se trata, según Abbé, es de un «cambio para aprovechar más intensamente el terreno». La desecación debe entenderse como la más transformadora de entre un amplio espectro de técnicas de uso de los ambientes palustres; una forma agresiva de intervención que, pese a su marcada orientación productivista, destruye el rico potencial que estos ambientes ofrecen a la actividad humana.
La ampliación de los espacios de cultivo mediante roturaciones no supone una alternativa a la conquista militar, ya que se inscribe en la misma lógica expansiva. En una compilación reciente consagrada a la «colonización