Cuba y Puerto Rico no participaron en el proceso independentista porque había una organización militar fuertemente ligada a la metrópoli, una prosperidad económica conectada al azúcar y al comercio de esclavos, el miedo de los hacendados a una revolución de los esclavos negros como la de Haití, que los inmigrados no habían olvidado, y los intereses de Francia, Gran Bretaña, Holanda y Estados Unidos en el Caribe, para los cuales la mejor solución era la que había, la pertenencia de Cuba y Puerto Rico al debilitado Imperio hispánico. Aun así, a partir de 1810 también se hablaba de la independencia en las islas. En los decenios de 1820 y 1830 hubo algunas conspiraciones independentistas fallidas, como las de las sociedades secretas Soles y Rayos de Bolívar, en 1823, o Águila Negra, en 1829, en Cuba, con el apoyo de Colombia y México, y algunas incursiones en Puerto Rico desde Venezuela, en 1816 y en 1825. Pero, entre 1790 y 1837, las oligarquías criollas de las islas adoptaron una actitud reformista y no dieron apoyo a los independentistas. En 1810, durante el trienio constitucional (1820-1823), y en 1836, Cuba y Puerto Rico enviaron diputados a las Cortes de la metrópoli, pero las Cortes de Madrid de 1837 decidieron que Cuba y Puerto Rico se tenían que regir por un estatuto de colonia (Marimon, 1998). En 1838 hubo una conspiración independentista en Puerto Rico. En Cuba, durante la década siguiente, una parte de la burguesía criolla hizo gestiones para incorporar Cuba a Estados Unidos como Estado esclavista. Éste fue el objetivo del desembarco de Narciso López en 1850, pero fue detenido en 1851 y ejecutado (Portell, 1958). La guerra de Secesión de Estados Unidos detuvo el proceso y la burguesía cubana volvió a adoptar la actitud reformista, que fracasó, y en 1867 optó por el independentismo con el inicio de la guerra de los Diez Años.
En las colonias francesas, británicas y neerlandesas del Caribe, la época de las independencias americanas continentales (1776-1825) se caracterizó por las repercusiones de numerosas guerras, donde predominaban los conflictos y las alianzas dinásticas de los imperios europeos y el interés por controlar el azúcar del Caribe. Según David Watts (1992), durante el siglo xviii, conforme se intensificaba la lucha por el control político de los territorios del Caribe, también lo hacía la competencia económica por el control del comercio del azúcar.
Las islas de los españoles en el Caribe, que tradicionalmente habían sido un terreno privilegiado para dirimir los conflictos entre España y las otras potencias europeas, perdieron este carácter, y el declive del Imperio hispánico provocó un vacío de poder, consumado tras la batalla de Trafalgar en 1805, la cual dejó como protagonistas principales de la rivalidad por el Caribe a Gran Bretaña y a Francia. Las dos se disputaron el comercio y los territorios y, finalmente, ganaron los británicos. Además, en las islas del Caribe se dejó sentir la influencia de la Revolución norteamericana de 1776 y la francesa de 1789, y las rebeliones de los esclavos, como la revolución de Haití, que se independizó de la Francia napoleónica definitivamente en 1804.
Cuando acabaron las guerras napoleónicas y se firmó la paz en París en 1814, los británicos poseían la isla de Jamaica, las islas Caimán, las islas Bahamas, la mayoría de las Antillas Menores (excepción hecha de las islas Vírgenes danesas, San Martín, Guadalupe y Martinica), las islas de Trinidad y Tobago, además de la Guyana y los enclaves costeros de América Central. Los franceses sólo se quedaron, además de la Guyana francesa y de las islas de Saint-Pierre y Miquelon en las costas de Canadá, con las islas caribeñas de Guadalupe, Martinica y la mitad de la isla de San Martín. La otra mitad era neerlandesa; los neerlandeses también tenían unas pocas islas al norte de la costa venezolana y la Guyana neerlandesa. La única isla independiente del Caribe en 1814 era Haití. Desde este momento y durante el siglo xix se mantuvo esta situación de predominio británico (Gutiérrez, 1991).
La revolución y las guerras napoleónicas motivaron una bajada del comercio del azúcar de las colonias francesas y danesas entre 1793 y 1814; incluso los británicos ocuparon militarmente las Antillas francesas y danesas durante las guerras napoleónicas, aunque las restituyeron en la segunda paz de París. Todo lo contrario de lo que había sucedido en Canadá, donde los franceses gastaron más de lo que obtuvieron; en las colonias del Caribe se había desarrollado durante el siglo xviii un comercio rico con el azúcar y los esclavos. Tras 1814, los franceses intentaron restablecer la situación anterior a 1792. Lo consiguieron, pero el mercado mundial era diferente y les costaba obtener mano de obra, porque se vieron obligados a ratificar la prohibición del comercio de esclavos en el Congreso de Viena de 1815. Posteriormente se abolió la esclavitud y este hecho encareció la producción del azúcar antillano francés, que se vendía en un mercado muy protegido en la metrópoli y no podía competir con los precios de Cuba y las Antillas inglesas (Meyer, 1992). Las islas Vírgenes danesas se vieron afectadas de forma parecida a las islas francesas y la producción de azúcar cayó progresivamente durante el siglo xix. Por su parte, la actividad de las Antillas neerlandesas estaba centrada en el tráfico de los barcos y el avituallamiento (Vogel y Van den Doel, 1992), por lo que se vieron menos afectadas que las francesas y danesas, excepto Curaçao, que sufrió una ocupación militar británica durante las guerras napoleónicas.
Contrariamente a las islas francesas, danesas y neerlandesas, las islas británicas del Caribe, antes de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas, atravesaron años difíciles. Los precios del azúcar se mantuvieron bajos y el gobierno británico se preocupó más de reorganizar la administración y de obtener impuestos que de favorecerlas. La cuestión se agravó durante la guerra de Independencia de las Trece Colonias norteamericanas porque los caribeños compartían los mismos problemas y, además, tuvieron que pagar la defensa militar; pero las islas necesitaban al Imperio británico, dado que eran ricas y vulnerables, por lo que no se sumaron a la revolución independentista norteamericana. La marina británica era la única defensa que tenían. Las islas sufrieron las consecuencias de la guerra y las acciones militares de los franceses y de los españoles, que ayudaron a los norteamericanos. Cuando se acabó esta guerra, el gobierno británico desarrolló una actividad intensa para explotar las colonias americanas del Caribe y duplicó su flota mercante entre 1783 y 1792. Desde entonces se vieron dentro de las guerras contra la Francia revolucionaria y la de Napoleón, las cuales acabaron con la victoria británica. Gran Bretaña se convirtió desde 1805 (Trafalgar) en dueña y señora del Caribe y, tras derrotar a Napoleón (1814), se quedó con Santa Lucía, Trinidad, Tobago, y compró Esequibo, Demerara y Berbice (Moreno, 1991), aunque restituyó algunas de las islas que habían ocupado los franceses, daneses y neerlandeses.
Según Watts (1992), la época de las guerras napoleónicas fue muy buena económicamente para las Antillas británicas, pero las cosas cambiaron durante la posguerra. Aún controlando el Caribe, entre 1820 y 1834, la economía azucarera de las Antillas británicas sufrió una situación delicada. El precio del azúcar bajó; las Antillas francesas, danesas y Cuba aumentaron la producción; hubo dos exclusiones comerciales del azúcar entre las Antillas británicas y Estados Unidos, los cuales se convirtieron en los principales clientes de Guadalupe y Martinica y desarrollaron inversiones en Cuba. Además, las explotaciones de azúcar de las colonias británicas tuvieron que superar los problemas de la supresión del tráfico de esclavos y de la posterior abolición, mientras que los franceses todavía tardaron unos cuantos años y los españoles de Cuba décadas.
En el norte quedaban las posesiones coloniales canadienses de los británicos. Las garantías ofrecidas en el Acta