De modo que leamos la Biblia, si podemos. Porque, ¿acaso podemos? Muchos de nosotros hemos perdido la capacidad de hacerlo. Cuando abrimos nuestra Biblia, lo hacemos con una actitud que crea una barrera indestructible que nos impide leer. Esto les puede sonar asombroso, pero es verdad. Permítanme explicarles.
Cuando leemos un libro, lo tratamos como una unidad. Buscamos el tema o la trama principal del argumento y la seguimos hasta el final. Permitimos que la mente del autor dirija a la nuestra. Ya sea que nos permitamos o no “hojear” el libro antes de instalarnos cómodamente para absorberlo, sabemos que no lo comprenderemos hasta que no lo hayamos leído de principio a fin. Si se trata de un libro que deseamos dominar, apartaremos tiempo para poder leerlo cuidadosamente y sin apuro.
Pero cuando se trata de las Sagradas Escrituras, nuestra conducta es diferente. Para comenzar, no tenemos jamás la costumbre de tratarlas como un libro, o sea, una unidad; las encaramos simplemente como una colección de historias y refranes separados. Damos por sentado que estos artículos representan consejos morales o consuelo para los que están en problemas. De modo que leemos la Biblia en pequeñas dosis, unos pocos versículos a la vez. No leemos los libros individuales, menos aún los dos Testamentos, como un todo. Hojeamos los ricos períodos antiguos jacobinos en traducciones bíblicas antiguas o en traducciones más informales tales como las versiones populares, esperando que algo nos golpee. Cuando las palabras aportan un pensamiento reconfortante o una imagen placentera, creemos que la Biblia ha cumplido su labor. Hemos llegado al punto en que percibimos a la Biblia no como un libro, sino como una colección de fragmentos hermosos que nos llaman a la reflexión, y es así como la utilizamos. El resultado es que, en el sentido usual de “leer”, nunca jamás leemos la Biblia. Damos por sentado que nos estamos ocupando de las Sagradas Escrituras en una forma verdaderamente religiosa, pero no obstante este uso de ellas es en realidad algo meramente supersticioso. Es, les aseguro, el camino de la religiosidad natural. Pero no es el camino de la verdadera religión.
Dios no desea que la lectura de la Biblia funcione simplemente como una droga para mentes atormentadas. La lectura de las Escrituras sirve para despertar nuestra mente, no para hacernos dormir. Dios nos pide que nos acerquemos a las Escrituras como su Palabra: un mensaje dirigido a criaturas racionales, gente con pensamientos; un mensaje que no podemos esperar comprender sin pensar sobre Él. “Vengan, pongamos las cosas en claro”, le dice Dios a Judá por medio de Isaías (Isaías 1.18), y cada vez que tomamos su libro, nos dice lo mismo a nosotros. Él nos ha enseñado a orar para recibir claridad cuando leemos. “Ábreme los ojos para que contemple las maravillas de tu ley” (Salmo 119.18). Ésta es una oración para que Dios nos dé entendimiento cuando pensamos acerca de su Palabra. Sin embargo, si después de orar, nos borramos y no pensamos más al leer, impedimos de manera efectiva que Dios responda a esta oración.
Dios desea que leamos la Biblia como un libro: una historia sola con un solo tema. No estoy olvidando que la Biblia consiste en muchas unidades separadas (sesenta y seis para ser exacto) y que algunas de esas unidades son combinaciones (tal como el Salterio, que está compuesto por 150 oraciones e himnos separados). Sin embargo, a pesar de todo eso, la Biblia nos llega a nosotros como el producto de una mente individual: la mente de Dios. Comprueba su unidad una y otra vez por medio de la forma asombrosa en que se vincula todo, una parte le da luz a la otra. De modo que la debemos leer como una unidad. Y cuando la leemos, debemos preguntar: ¿Cuál es el argumento de este libro? ¿Cuál es su tema? ¿De qué se trata? A menos que respondamos a estas preguntas, nunca veremos lo que nos dice sobre nuestra vida.
Cuando llegamos a este punto, encontraremos que el mensaje de Dios para nosotros es más drástico y al mismo tiempo más alentador que cualquier mensaje que la religiosidad humana pudiera concebir jamás.
EL TEMA PRINCIPAL
¿Qué hallamos cuando leemos la Biblia como una unidad integrada y consolidada, con nuestra mente alerta para observar su verdadero centro?
Lo que encontramos es simplemente esto: La Biblia no trata principalmente sobre el hombre. Su sujeto es Dios. Él (si me permiten la frase) es el principal actor en el drama, el héroe de la historia. La Biblia es un estudio descriptivo de su obra pasada, presente y futura en este mundo con comentarios aclaratorios de profetas, salmistas, hombres sabios y apóstoles. Su tema principal no es la salvación del hombre, sino la obra de Dios para vindicar sus propósitos y glorificarse a sí mismo en un cosmos pecador y caótico. Esto lo hace mediante el establecimiento de su reino y la exaltación de su Hijo, creando un pueblo que lo adore y lo sirva, y por último, desmantelando y armando nuevamente este orden de cosas, arrancando así de raíz el pecado de su mundo.
Es en esta perspectiva más amplia donde cabe la Biblia en la obra de Dios para la salvación de hombres y mujeres. Describe a Dios como más que un arquitecto cósmico distante, o un tío celestial omnipresente, o una fuerza vital impersonal. Dios es más que cualquiera de las insignificantes deidades sustitutas que habitan nuestras mentes del siglo veintiuno. Él es el Dios vivo, presente y activo en todas partes, “magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios” (Éxodo 15.11 RVR60). Él se da a sí mismo un nombre: Jehová (véase Éxodo 3.14-15; 6.23), el cual, ya sea que se lo traduzca como “Yo soy el que soy” o “Yo seré el que seré” (el hebreo significa ambos), es una proclamación de su autoexistencia y autosuficiencia, su omnipotencia y su libertad sin límites.
El mundo le pertenece, Él lo creó, y Él lo controla. Él hace “todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1.11). Su conocimiento y dominio se extienden incluso a las cosas más pequeñas: “Él les tiene contados a ustedes aun los cabellos de la cabeza” (Mateo 10.30). “El SEÑOR reina”—los salmistas hacen que esta verdad permanente sea una y otra vez el punto de partida para sus alabanzas (véanse los Salmos 93.1; 96.10; 97.1; 99.1). A pesar de que las fuerzas rugen con estruendo y amenaza el caos, Dios es Rey. Por lo tanto, su pueblo está seguro.
Tal es el Dios de la Biblia. Y la convicción predominante de la Biblia sobre Él, una convicción proclamada desde Génesis a Apocalipsis, es que por detrás y por debajo de toda la aparente confusión de este mundo yace su plan. Ese plan atañe a la perfección de un pueblo y la restauración de un mundo por medio de la acción mediadora de Jesucristo. Dios gobierna los asuntos humanos con este fin en vista. La historia humana es un registro del cumplimiento de sus propósitos. La historia es en verdad su historia.
La Biblia detalla las etapas en el plan de Dios. Dios visitó a Abraham, lo llevó a Canaán, y establece una relación de pacto con Él y sus descendientes: “Estableceré mi pacto contigo y con tu descendencia, como pacto perpetuo, por todas las generaciones. Yo seré tu Dios, y el Dios de tus descendientes... yo seré su Dios” (Génesis 17.7). Le dio a Abraham un hijo. Convirtió a la familia de Abraham en una nación y los guió fuera de Egipto a una tierra propia. A través de los siglos, Él los preparó a ellos y al mundo de los gentiles para la venida de un Salvador-Rey, “Cristo, a quien Dios escogió antes de la creación del mundo, se ha manifestado en estos últimos tiempos en beneficio de ustedes. Por medio de él ustedes creen en Dios” (1 Pedro 1.20 y sig.).
Por fin, “cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos” (Gálatas 4.4 y sig.). La promesa de pacto al linaje de Abraham se cumple ahora para todos aquellos que depositan su fe en Cristo: “Y si ustedes pertenecen a Cristo, son la descendencia de Abraham y herederos según la promesa” (Gálatas 3.29).
El plan para este tiempo es que este evangelio sea conocido en todo el mundo, y que “una multitud tomada de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas” (Apocalipsis 7.9) ponga su fe en Cristo; después de lo cual, cuando regrese Cristo, el cielo y la tierra serán recreados de una manera imposible de imaginar. Luego, allí donde está “el trono de Dios y del Cordero”, allí “sus siervos lo adorarán; lo verán cara a cara... y reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 22.3-5).
Este es el plan de Dios, dice la Biblia. No puede ser desbaratado por el pecado humano, porque Dios abrió el paso para que el propio pecado humano fuera parte del plan, y todo acto de rebeldía en contra