—Sí, señorita Sara —confesó la niña, un tanto alarmada otra vez—. Sé que no debí hacerlo, pero era tan linda que... que no podía dejarla...
—Pues a mí me encantó que escucharas —comentó Sara—. Cuando una está contando un cuento, nada es tan halagador como ver que todos prestan oído. ¿Te gustaría saber cómo termina?
—¿Yo, señorita? ¿Escuchar un cuento como si fuera una de las alumnas?
—Creo que ahora no tienes suficiente tiempo para quedarte. Dime a qué hora arreglas los cuartos y yo vendré aquí para narrarte un poco cada día hasta que termine.
—Entonces no me importará que los cajones de leña sean tan pesados y que la cocinera me haya regañado todo el día. Sólo pensaré en el cuento.
La Becky que bajó a la cocina no era la misma que había salido vacilante, cargada bajo el peso del cesto de carbón. Tenía guardado en el bolsillo un pedazo de torta como reserva; había comido y ya no tenía frío; pero su bienestar no sólo se debía a las golosinas y el fuego, sino al trato cariñoso de Sara.
En tanto, Sara se había quedado en su habitación soñando con la fantasía de ser princesa, una princesa de verdad.
“Aunque no fuera más que una princesa inventada, podría hacer cosas por los demás, cosas como éstas por ejemplo...” pensaba Sara.
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