—Apenas lo veo —balbuceó turbada—; siempre está en la biblioteca... leyendo cosas.
—Yo lo amo tanto, que me duele pensar que se haya ido —dijo Sara apoyando la cabeza sobre sus rodillas—. Quiero al mío diez veces más que a nadie en el mundo —dijo Sara—. Eso es lo que me duele... que se haya ido.
Callada, hizo descansar la cabeza sobre sus rodillas encogidas, y se quedó muy quieta por espacio de unos minutos.
“Va a ponerse a llorar fuerte” —pensó Ermengarda, azorada.
Pero no lo hizo. Los negros rizos cortos caídos sobre la cara no se movían. Luego habló sin moverse.
—Le prometí que aceptaría su partida, que aprendería a soportarlo. Hay que ser fuertes... ¡Piensa en lo que aguantan los soldados! Papá es uno de ellos. Si hubiera guerra, tendría que soportar marchas y sed, y tal vez graves heridas, y él nunca diría una palabra... ni una palabra.
Ermengarda la miraba azorada, sintiendo una profunda admiración. ¡Era tan maravillosa y diferente de las demás! Sara no tardó en reponerse y pronto, sonriendo con picardía, dijo:
—Mejor continuemos con nuestro juego de imaginarnos cosas, así se hace más tolerable la ausencia de un ser querido.
A Ermengarda se le hizo un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo con timidez:
—Lavinia y Jessie son íntimas amigas. Desearía que nosotras también lo fuéramos... ¿Quieres que seamos tan amigas como ellas? Tú eres inteligente, y yo la más tonta del colegio, pero ¡oh, te he tomado tanto cariño...!
—¡Claro que sí! —respondió Sara—. Cuando una se siente querida, una se siente más feliz. Sí... seremos amigas. Y, además, —añadió con un súbito rayo de dicha iluminando su rostro—, te ayudaré en las lecciones de francés.
IV · Lottie
Si Sara hubiera sido una niña común y corriente, la vida que llevó en ese colegio de la señorita Minchin durante el transcurso de los años siguientes, no habría resultado bueno para ella. La trataban más como a una huésped distinguida que como a una alumna. Si su carácter hubiera sido egoísta y dominante, con tantas mimos se habría convertido en una niña insoportable. Y de haber sido indolente, nada habría aprendido. En su fuero interno, la señorita Minchin no la estimaba demasiado, pero como mujer de negocios se abstenía muy bien de hacer o decir algo que pudiera desagradar a la discípula más adinerada del colegio. Sabía perfectamente que si Sara le escribía a su padre manifestándose a disgusto o desdichada, el capitán Crewe la retiraría de allí enseguida. La señorita Minchin sabía también que si a los niños se les mimaba mucho y no se les prohibía hacer lo que quisieran, se encontrarían a gusto en el lugar donde recibían tal tratamiento. Por lo tanto, Sara siempre era elogiada por sus excelentes lecciones, por sus buenos modales, por su afectuosidad hacia sus condiscípulas, por la generosidad con que daba a un mendigo una moneda de su bolso bien provisto. El acto más simple que hiciera era considerado como una virtud, y si no hubiera tenido tanto sentido común y una cabecita lúcida, Sara se habría convertido en una personita egoísta e insoportable. Pero esa niña juiciosa veía con mucha lucidez y tino las circunstancias, y muchas veces hablaba de ello con Ermengarda.
—Las cosas suelen suceder por azar —decía—. A mí me ha rodeado una serie de circunstancias afortunadas. La casualidad ha hecho que siempre me haya agradado el estudio y los libros, y que recuerde lo que aprendo. El azar hizo que naciera en una familia con un padre hermoso, bueno e inteligente, que me puede dar cuanto quiero. Yo no sé —y aquí su semblante era muy serio— cómo podré descubrir si realmente soy una niña buena o aborrecible, si aquí me encuentro sólo con gente que me trata tan bien Tal vez yo tenga un carácter espantoso y odioso, pero nunca he tenido la oportunidad de demostrarlo, porque nunca he pasado contrariedades.
—Lavinia nunca pasa contrariedades —comentó Ermengarda—, y, sin embargo, sus modales son horribles.
Sara se frotó la punta de su naricita, meditando sobre la respuesta de su amiga.
—Bien —dijo por fin—; tal vez... tal vez la causa esté en que Lavinia crece demasiado deprisa.
Este comentario era el resultado de haber oído decir a la señorita Amelia que Lavinia estaba creciendo tan rápidamente, que ella creía que le afectaba a la salud y al carácter.
Lavinia era rencorosa y sentía envidia de Sara. Hasta entonces, era la líder del colegio, pero había logrado tal liderazgo a costa de actuar como mandona. Era bonita y gozaba del prestigio de ser la niña mejor vestida hasta la llegada de Sara con sus abrigos de terciopelo y plumas de avestruz. Esto había sido espantoso para Lavinia, pero la situación empeoró al comprobar que la simpatía de Sara atraía la amistad de sus compañeras.
—Sara Crewe tiene algo especial —reconoció un día Jessie sinceramente a su amiga íntima—, nunca se hace sentir superior, y bien podría hacerlo, Lavinia. Yo creo que me costaría trabajo no hacerlo, aunque sólo fuese un poquito, si tuviera cosas tan preciosas, e hicieran tanto ruido conmigo. Es fastidiosa la manera cómo la señorita Minchin la pone como ejemplo cuando los padres de otras niñas vienen de visita.
Entonces Lavinia, imitando la forma de hablar de la directora, contestó.
—”Nuestra querida Sara debe contarnos de sus experiencias en la India... Querida Sara, muéstrale tu exquisito francés a la señora Pitkin”. No entiendo cuál es el mérito de todo lo que sabe, ya que hablaban francés en su casa. Tampoco entiendo por qué su padre es tan importante; eso de ser funcionario en la India...
—Bueno, cazó tigres —contestó Jessie—. La piel que tiene Sara en su habitación, esa que tanto le gusta y con la que habla como si fuera un gato, pertenecía a un tigre que cazó su padre.
—Siempre está haciendo tonterías —interrumpió Lavinia—. Mi mamá dice que esa manía que tiene de imaginarse cosas es una tontería, y que cuando sea mayor será una excéntrica.
Que Sara nunca se daba importancia, era muy cierto. Tenía una almita afectuosa, y compartía gustosa sus privilegios y sus pertenencias. A las pequeñitas, a las que desdeñaban y tiranizaban nunca las hacía llorar. Con dulzura maternal, pese a sus pocos años, cuando una se caía y se arañaba las rodillas, corría a ayudarlas a levantarse y les daba una palmadita cariñosa, o descubría en su bolsillo algún bombón o alguna otra golosina para calmarlas. Las pequeñas adoraban a Sara. Se sabía que más de una vez les había ofrecido té en su propio cuarto y habían jugado con Emilia, utilizando su servicio de té, con flores azules. Ninguna había visto hasta entonces un juego de té de muñecas tan verdadero.
Lottie Legh la idolatraba a tal punto, que sólo gracias a su inclinación maternal se libraba Sara de hallarla fastidiosa. Su joven madre había muerto y la llevó a la escuela un padre joven, más bien frívolo, que la trataba como a una mascota y la había convertido en una niña intratable. Él pensaba que la orfandad de su hija era digna de inspirar lástima, ardid que la niña utilizaba con bastante frecuencia. Cuando quería alguna cosa o se le negaba algo, lloraba o gritaba, y como siempre quería cosas inadecuadas, y aborrecía hacer lo que era conveniente, por lo común, su aguda vocecita resonaba chillando por todos los rincones de la casa. La primera vez que Sara la tomó a su cargo fue una mañana en que al cruzar delante de una salita, oyó a la señorita Minchin y a la señorita Amelia tratando de acallar los irritados gritos de una niña que, al parecer, se negaba a sosegarse. Y alborotaba tan furiosamente, que la señorita Minchin casi se veía obligada a gritar, en una forma imponente y severa, para hacerse oír:
—¿Por qué estás llorando?
—¡Oh! ¡Ah! ¡Ah! —oyó Sara—. ¡No tengo ma... má...!
—¡Oh, Lottie!