Tres meses y siete días antes hubiera dicho que no. Se hubiera negado. Ahora, por el contrario, conducía con la mirada puesta en el parabrisas, en las gotas que chocaban y se deshacían igual que las palabras saliendo de la boca del paciente y estrellándose contra sus ojos, contra sus prejuicios y sus conceptos caducos, pisoteados.
La lluvia en el parabrisas, los limpiadores del auto en su afán por borrarlas lo más pronto posible y su mente averiada. Pensaba que las palabras no existen hasta que se las pone en el papel, hasta que forman conjuntos que pueden reflejar el pensamiento o separarse lo más sinceramente de éste. Por eso tomaba notas, hacía informes, tenía archivos. Por eso se los había llevado. Era necesario impedir que los otros descifraran el mecanismo, que los otros entraran en lo que había construido con el paso de los años. Tenía los archivos porque eran él y porque —aunque esto le sonaba, cada que se lo repetía en la cabeza, imbécil, profunda y cabalmente imbécil— tal vez ella quisiera leerlos. Tal vez, había una mínima posibilidad de que lo hiciera. Bastaba con que la llamara, con que se acercara a ella del mismo modo en el que ella se había acercado a él, con la misma fineza en el paso, con las mismas intenciones de hacerse patente, de reconfigurarse frente al otro sin que se ejerza sobre él ninguna tiranía. Era honesta, dichosa en su desgracia, perfecta en la medida en que la perfección era imposible e imposible en tanto imagen decodificada, en tanto signo vacío, alterado, inaccesible. Era, ella, más de lo que podía resumir en un pensamiento que surgía a medias mientras conducía, mientras no pasaba nada, como en esas narraciones que no son narraciones, esas que emulan las narraciones y se valen de éstas como pretexto para hacer cuadrar un determinado discurso en el foco de la lengua. Ocupaba el espacio vacío, el espacio muerto del trayecto a casa —especialmente patético esa tarde, habiendo tomado la ruta larga; los papeles, que descansaban en el asiento del copiloto— para reconstruir una serie de procesos que había iniciado a las doce dieciséis de un veintiséis de agosto, tres meses y siete días antes de ese momento. Las manos sobre el volante, los ojos fijos en las gotas del parabrisas, conduciendo automatizadamente en una calle que nada dice de las demás, en una ciudad que puede ser cualquiera, bajo una tormenta igual a cualquier otra.
Por un instante creyó que podría arrepentirse, que esa era una opción más, que esa habría sido una opción en aquel momento.
Se sintió pleno.
Detuvo el auto, orillándose hacia la derecha y dando vuelta en la primera calle que encontró. Una esquina sin nombre, sin historia. Miró hacia el asiento del copiloto y se dijo que no era necesario seguirla, que no debía hacerlo, no había por qué, no ahora porque no había sido necesario hacerlo antes. Tomó la pila de papeles, buscó entre todos los fólders y carpetas el papel que necesitaba para saber que todo podía cambiar, que podía tomar una ruta en dirección opuesta, regresar al Hospital, regresar los papeles a su sitio y salvarse, salvar su carrera y su vida. Porque en ese momento sintió que tenía una posibilidad de futuro, que podía haber una opción, que no todo dependía de ella, pero fue en vano: a manera que sus manos escarbaban en el montón de papeles, conforme éstos iban cayendo y revolviéndose como hojas haladas por el viento sobre el suelo del automóvil las diecinueve letras se conjugaron en su cabeza hasta que le fue imposible no repetir el nombre una y otra vez, sintiendo cómo sus raíces se extendían desde la boca del estómago hasta la garganta, estallaba en su cabeza y le impedía seguir buscando porque en el fondo sabía que lo que buscaba estaba en otra parte, en un lugar muy lejos del que había encontrado azarosamente para detener el auto, para pensar que podía evitarse el trabajo de pensar.
Encendió un cigarro.
Dejó de buscar porque la buscaba a ella.
Porque buscaba su expediente, porque había una historia clínica que la concernía.
Ella había llegado por la mañana. Una paciente como cualquier otra. Sin recomendación, según había marcado en la hoja de datos estadísticos que la enfermera le había hecho llegar mientras atendía a ese que él mismo identificaba como el hombre de los sueños en cadena. El nombre, Aïnhoa Idiazábal Lescano, lo había encantado desde ese instante. (Sin quererlo —mientras el humo, luego de haber escapado por una hendidura brevísima de sus labios, salía por el vidrio a su izquierda— había cedido.) Una tipografía casi infantil, tierna o más bien perversa, acentuada por la tinta azul turquesa de una pluma de gel. Escuchaba al hombre de los sueños en cadena pero sus ojos ya se perdían en la tipografía de Aïnhoa, en las respuestas lacónicas y absurdas que había dado a las preguntas (absurdas y lacónicas) que la gente trataba de encontrar verdaderamente significativas, quizá solamente para dar una buena impresión, quizá porque en verdad creían en él, confiaban en que lo que estaban haciendo al llenar esa hoja de datos era un paso hacia la salvación, hacia la cura. Una cosa le impactó desde el principio: la forma en que una respuesta parecía extenderse a la siguiente. Parecía como si Aïnhoa intentara crear un efecto de totalidad; más que un relato, una novela. El hombre de los sueños en cadena lloraba como lo hacía habitualmente. Él levantó la vista, dijo alguna frase hecha para la ocasión, trató de acertar y lo hizo y el hombre de los sueños en cadena volvió a recordar el episodio de la tina, las vecinas de su madre entrando en la sala de baño y preguntándole si ese pequeño cuerpo que salía apenas del agua era de niño o de niña. Tuvo tiempo de mirar la hoja de datos una vez más en el momento en el que el hombre de los sueños en cadena se tocaba los senos, los palpaba con la delicadeza con que se escoge un recuerdo que nos duele. La última respuesta era especialmente reveladora. “Ningún motivo es suficiente para venir aquí pero cualquiera de ellos bastaría para no hacerlo”. Recordaba tan bien esa línea que podía entrecomillarla. Citaba de memoria. Recordaba el momento en que escribió la receta del hombre de los sueños en cadena pensando en Aïnhoa y el cigarro se consumió por entero.
No necesitaba los papeles. Todo estaba ahí. Adentro. Sólo tenía que sacarlo, que escribirlo.
Echó a andar el auto y condujo hasta su casa. En el camino pensó que lo primero que haría sería tomar un baño. Así lo hizo.
Al salir —los papeles, sobre la mesa de trabajo, lo miraban como niños sentados frente a un profesor temido a quien, empero, se le tiene cierto cariño— comenzó la labor metódica de acomodar cada uno de los archivos de acuerdo a los síntomas que se contenían en ellos —tarea que, sin ningún problema, hubiera podido, en cualquier otra circunstancia, haber delegado a alguien más, alguna de esas estudiantes que lo atosigaban con preguntas cada jueves por la tarde cuando impartía cátedra en la universidad, alguna de las enfermeras que buscaban cualquier oportunidad para ir a su casa y dejar que las acariciara sin la menor intención de hacerlo, su secretaria, una anciana amable y anodina, su vecino, que se decía escritor y decía estar trabajando en un proyecto de cuentos que constaba en el libro que escribía un psiquiatra, el cual, habiendo traicionado el código de ética, recuperaba algunas de las sesiones con sus pacientes para escribir una serie de relatos que giraban