La España cartaginesa
La historiografía medieval española no fue ajena a esta tendencia, y aunque no prestó excesiva atención al tema cartaginés por no ser adecuado a las aspiraciones políticas y a las tendencias ideológicas de las monarquías hispánicas, sí generó un modelo secuencial que ha perdurado con pocas matizaciones hasta el siglo XX. Concretamente Alfonso X, en la Primera Crónica General, redactó una «Estoria del sennorio que los de Affrica quieron con Espanna», que comenzaba con la ayuda prestada por Cartago a Cádiz, acosada por la envidia de sus vecinos, según constaba en el epítome de Justino a la obra de Pompeyo Trogo (XLIV 5, 1-4). Las pautas y argumentos propuestos en esta obra prosperaron en la literatura histórica española posterior, y se pueden sintetizar en la adopción del modelo cronístico como estructura del relato, en la percepción negativa de la actuación cartaginesa y en el carácter apologético de las virtudes de los «españoles».
A grandes rasgos, la historiografía española de los siglos XVI y XVII, con autores como Francisco de Ocampo, Ambrosio de Morales, Esteban de Garibay o Juan de Mariana, valoró la dominación cartaginesa de forma muy negativa, como antes lo había sido la fenicia. El papel de potencia conquistadora y explotadora de los recursos hispanos, la crueldad de los sacrificios infantiles o la impiedad fueron los rasgos destacados frente a la bondad y simplicidad de los naturales. Ello no impidió que en ocasiones fueran elogiadas las expediciones oceánicas y la actuación de los militares cartagineses. La relación españoles-cartagineses fue a menudo ambigua, entre el desprecio por la dominación y explotación de un pueblo cruel y feroz, y la admiración por las hazañas militares de sus generales, la potencia de sus ejércitos y las aplaudidas alianzas con los naturales. Incluso se españolizó a la familia Barca, haciéndola descendiente de una noble española y de Saruco, originario de la ciudad norteafricana de Barce, y atribuyeron a Aníbal un origen español por su supuesto nacimiento en Tricada, isla del archipiélago balear (Conejera).
Una constante en estos relatos es que fenicios y púnicos, a pesar de colonizar parte de la península Ibérica desde la fundación de Cádiz a fines del II milenio a.C., eran considerados ajenos al componente racial español, representado por íberos y celtas, por lo que su contribución a la configuración de la cultura española fue mínima. Por otro lado, la necesidad de rellenar los vacíos de tiempo originados por la labilidad de los testimonios literarios, y la adaptación al género cronístico, obligaron a recurrir a fuentes apócrifas para estructurar el pasado de España. El ingenio y la imaginación de los falsarios, como Annio de Viterbo (1432-1502), pusieron en el gobierno de Andalucía y Baleares a personajes reales, aunque protagonistas de las guerras de Sicilia (Hanón, Magón, Aníbal), y a otros ficticios, como Boodes o Baucio Capeto.
En esta visión negativa y ambivalente de los cartagineses, hay un paréntesis muy interesante en la producción historiográfica hispana del siglo XVIII que supone una transformación radical del juicio histórico sobre la aportación cartaginesa a la cultura española. Las obras de los RR. PP. Rodríguez Mohedano y del jesuita Masdeu, con precedentes a fines del siglo XVII en Bernardo de Alderete, Nicolás Antonio o Gaspar Ibáñez de Segovia, consiguieron limpiar la historia de España de fábulas e historias falsas, y también eliminaron los prejuicios que lastraban la civilización púnica, juzgando tendencioso el retrato que hicieron de esta los historiadores romanos. Los ilustrados españoles alabaron las altas cotas de desarrollo científico y cultural de los púnicos, una valoración positiva que hizo reconocer a los hermanos Rodríguez Mohedano que la cultura cartaginesa fue origen de la española.
Los hechos históricos que destacaban fueron los reclutamientos de tropas españolas para las guerras de Sicilia y el establecimiento de colonias cartaginesas en Iberia, ambos determinantes de la prosperidad de Cartago. En las historias deciochescas se abogó por la relación de reciprocidad en las relaciones hispano-cartaginesas: España integraba a los púnicos y los hacía españoles, participando de una cultura superior a cambio de riquezas y soldados, que son los que originaron a su vez el engrandecimiento de Cartago. Hubo una recepción consentida de ideas foráneas y un enriquecimiento cultural y material recíproco: si los Barca enseñaron el arte militar a los españoles, los cartagineses aprendieron de los gaditanos la pesca del atún. De todas formas, la elección del ingrediente fenicio-púnico como germen de la cultura española no era en absoluto una elucubración desinteresada, pues con ello se pretendía establecer rasgos diferenciadores entre España y otras naciones europeas que no habían experimentado la colonización fenicio-púnica, en concreto con Francia, virada hacia el helenismo en la búsqueda de su origen cultural por la fundación de Massalia, la hodierna Marsella, en su solar patrio.
Pero la versión ilustrada no fue aceptada, ni siquiera minoritariamente, por sus contemporáneos ni por la historiografía romántica. De los esfuerzos del criticismo y de la erudición dieciochesca sólo se preservó la eliminación definitiva de los falsos cronicones y los pasajes míticos, pero se dejó la puerta abierta nuevamente a la valoración negativa de los cartagineses, invasores ávidos de explotar las riquezas naturales de España, sin aportación digna de mención a la cultura española e implantadores de un régimen tiránico. Tan sólo la figura de Aníbal admitía, como antaño, comentarios positivos por su genio militar.
La tendencia al presentismo y el gusto por los paralelismos históricos originó que Cartago fuese comparada con Gran Bretaña por el dominio de los mares y por concentrar en torno a sí un imperio marítimo. Es un momento en el que la arqueología no clásica daba sus primeros pasos y comenzaba a generar información para la reconstrucción histórica, aunque durante mucho tiempo los documentos arqueológicos no gozaron de autonomía como fuente potencial de conocimiento y se adaptaron al guion dictado por los testimonios literarios grecolatinos, siguiendo los postulados de la arqueología filológica. A fines del siglo XIX y principios del XX, las excavaciones en las necrópolis de Cádiz, Villaricos y Puig des Molins, a pesar de los miles de tumbas excavadas y de su potencialidad como fuentes de información, no modificaron esta sinopsis, todo lo más se convirtieron en un complemento etnográfico para ilustrar este discurso histórico sempiterno.
Destacan en este periodo J. R. Mélida y A. Vives y Escudero, el primero de ellos autor de un manual titulado Arqueología española en el que, siguiendo las pautas del historicismo cultural, hizo una primera síntesis de la cultura material púnica y propuso una periodización y una terminología que han perdurado hasta fechas recientes sin apenas modificaciones. Mélida distinguía dos fases en la colonización, una fenicia y otra cartaginesa, y de acuerdo a esto, realizó un interesante ensayo de clasificación de necrópolis fenicias (Cádiz, Carmona, Marchena) y cementerios cartagineses (Villaricos, Puig des Molins).
El cierre de este periodo lo representa la figura del hispanista alemán A. Schulten, quien dejó una impronta indeleble en la historiografía española hasta los años ochenta del siglo XX. No se ocupó en particular de los púnicos de Iberia ni de Cartago, sino como meros oponentes de dos naciones civilizadas, Tarteso y Roma; pero la trascendencia de dos de sus publicaciones, el Tarteso y las Fontes Hispaniae Antiquae, merece un comentario algo más detenido. En el primer título, los cartagineses aparecen revestidos con los calificativos que ya eran tradicionales en la historiografía española: avaros, codiciosos, falsos, crueles, pero Schulten los convierte también en responsables de la destrucción del reino de Tarteso y de colonias griegas en Iberia como Mainake. Integra a Cartago, como a Tarteso, reino de origen tirseno, es decir, de raza aria, y a los griegos foceos, en una dinámica de enfrentamientos entre bloques antagónicos que, por un lado, entronca con la disyuntiva civilización-barbarie de la tradición historiográfica clásica y, por otro, conecta con su presente, con las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, en el que Gran Bretaña asumía el papel de la pérfida Cartago.
La trascendencia de las Fontes Hispaniae Antiquae es, si cabe, mayor por cuanto Schulten llevó a cabo la titánica tarea de reunir en una colección todos los textos griegos y latinos referidos a Iberia-Hispania en la Antigüedad, recopilación que ha sido consultada por las generaciones posteriores hasta