Comunicación religiosa
El tema de la competencia comunicativa nos proporciona una tercera manera de ver cómo un individuo pone en juego la «religión» en su interacción con otras personas[38]. Pero el hecho de que la religión pueda al mismo tiempo entenderse como si fuera una comunicación nos permite asociar posibilidades aumentadas para la comunicación con la creciente variedad de prácticas religiosas que existieron en la Antigüedad.
No sabemos cómo ni con cuánta frecuenta hablaban con sus dioses o con su Dios la mayoría de los habitantes del Imperio romano, o de qué hablaban. Pero tenemos un número considerable de textos antiguos que describen dichas comunicaciones y decenas o, más bien, cientos de miles de testigos directos de ello, en la forma de restos de ofrendas, así como documentación visible, que pretendía ser permanente, en forma de inscripciones votivas y dedicatorias. Esto apunta al carácter dual de buena parte de las comunicaciones con lo divino, aunque no necesariamente de todas ellas: el acto religioso es también un mensaje a los congéneres humanos del actor, para que su público o sus lectores sean testigos, oculares o auditivos. Clamar O Iuppiter, audi («Oh, Júpiter, escucha») también significa: «Mirad. Soy piadoso. Estoy compinchado con los dioses. Júpiter me escucha. Quien esté contra mí está también en contra del dios y del orden divino».
Volveremos más tarde a las funciones interpersonales de la comunicación religiosa. Por el momento basta con entender que este gesto de convocar lo divino por parte de los participantes de una acción atrae la atención y crea relevancia. En este último término reside la clave para entender la comunicación. Para que una comunicación sea lograda, hay que suscitar atención mediante la promesa de una información relevante. Esto debe ser proporcionado de manera creíble y audible por el hablante, y su público debe indicarle que ha aprehendido y ha creído la promesa antes de que se pueda proceder a la comunicación. En el tumulto y jaleo de los asuntos cotidianos, solamente la promesa de la relevancia (adopte la forma que adopte esta promesa) puede atraer la atención hacia una comunicación que, entonces, modifica a quienes va dirigida (de maneras que no son nunca predecibles) y, en este sentido, tiene éxito[39]. No es sorprendente que los seres humanos amplíen estas reglas básicas del éxito comunicativo a sus comunicaciones con los no humanos.
Para alcanzar a los dioses, entonces, es necesario atraerlos y conservar su atención. La historia religiosa de la Antigüedad es también la historia de cómo se desarrollaron y emplearon estrategias formales en el mundo mediterráneo, en Italia y en Roma, para lograr ese objetivo y cómo después se refinaron e incluso se cuestionaron radicalmente. No obstante, para entender estas prácticas y las alteraciones que sufrieron, debemos tener una regla básica siempre presente: «eh, tú…» es más eficaz que «me gustaría decir…». La clave del éxito no reside en hacer la selección correcta dentro de un catálogo de oraciones, votos, ofrendas, sacrificios de sangre, tipos de procesiones y juegos circenses (todo esto según el tamaño de la fortuna de cada cual) sino que radica en la eficacia de la combinación de las técnicas comunicativas que se adopten. Aquí las categorizaciones en los textos clásicos de estudios religiosos dan una impresión bastante equivocada. Dirigirse a una deidad casi nunca implicaba solamente una plegaria, o solamente un sacrificio.
La primerísima consideración parece haber sido la localización. Un santuario ya establecido es un testimonio del éxito de otras personas a la hora de comunicar. Apunta a la proximidad de una deidad, que habitaría en aquel lugar o que, al menos, lo visitaría con frecuencia. La confianza ingenua en la presencia de la deidad podría haber sido rápidamente sustituida por consideraciones filosóficas acerca de qué condiciones podían conducir a la presencia de una deidad omnipotente: la multiplicidad de informes que hablaran de estatuas reconociendo a un solicitante no implicaba que, en las conversaciones fuera del templo, se entendiera que la deidad y la estatua fueran equivalentes. Era habitual que una deidad se invocara en el santuario de otra deidad, y no se consideraba impensable documentar ese acto logrado de comunicación mediante, por ejemplo, una imagen del dios ajeno en ese mismo lugar. Por otra parte, hay que señalar que la elección de un momento establecido, tal vez el día festivo en ese santuario o de ese dios concreto, era un asunto mucho menos importante. Las consideraciones importantes eran la urgencia de la necesidad, cuándo se podía físicamente acceder al lugar de culto y si este estaba disponible. En muchas ciudades, por ejemplo, los espacios de culto dedicados a Mitra no eran accesibles para la devoción individual, o sin duda no lo eran todo el tiempo; si alguien, a pesar de todo, quería recurrir a este dios, había otros santuarios públicos disponibles, como lo demuestran las dedicatorias a Mitra que se han depositado en ellos.
Casi todas las elecciones de un lugar estaban precedidas por la cuestión de cómo se iba a llevar a la divinidad hasta ese lugar. Sistematizadores como Fabio Píctor en el siglo II a.C. y el posteriormente mucho más citado Marco Terencio Varrón a mediados del siglo I a.C. pretendieron asignar una deidad especializada para cubrir todas las posibles fuentes de peligro, a veces tal vez inventándoselas a propósito (o tal vez, dicho de manera más precisa, inventando nombres para divinidades que pudieran invocarse rápidamente) pero, en la realidad de todos los días, se recurría a un número gestionable de deidades populares que estaban presentes bien en los lugares de culto o bien bajo la forma de imágenes. La situación seguiría siendo incluso más amorfa, especialmente en las zonas rurales y en las provincias europeas del noroeste y el oeste, donde se podía apelar a la divinidad siempre en plural, como a un conjunto de figuras relacionadas (Iunones, Matres, Fata) descritas en una idiosincrática combinación de figuraciones iconográficamente estandarizadas (y solo así reconocibles para nosotros como «idénticas»)[40]. Acceder a la divinidad en un santuario arquitectónico, además, no era la única opción, pues un manantial o un altar casero pintado dentro de los cuatro muros de una casa era aún una vía posible y, en algunas situaciones, preferida.
La invocación al dios o a la diosa no era únicamente uno de los diversos elementos dentro de la plegaria, sino más bien el fundamento mismo del acto comunicativo. Requería de una intensificación y podía ampliarse de varias maneras para conseguir despertar una atención adicional y dotar al acto de aún más relevancia. Entre todos los métodos el más destacado era la intensidad acústica. La invocación se aislaba del bullicio de la vida cotidiana mediante el silencio. No se hacía en el lenguaje cotidiano. El lenguaje formal contribuía a ritualizar el acto comunicativo, elevándolo por encima de lo ordinario. El efecto se amplificaba cantando en lugar de limitarse a hablar y añadiendo música instrumental. Mediante la elección de los instrumentos se posibilitaba la conexión con tradiciones particulares, se atraía la atención de una deidad en concreto y se señalaba esa conexión especial con las presentes. A menudo nos encontramos con la tibia de doble caña; pero se usaban también instrumentos como trompetas, órganos e instrumentos de percusión. Parece que había temas musicales que estaban relacionados con determinados santuarios.
Se cuidaba la elección del vestuario, especialmente cuando el acto de comunicación implicaba un alto grado de visibilidad pública. Lo más importante podía ser el color de la ropa, como, por ejemplo, vestir de blanco en las procesiones dedicadas a Isis; o el tipo de corte elegido, como la toga que vestían los funcionarios romanos en la República tardía y en el primer Imperio y probablemente los ciudadanos romanos en general en las ocasiones festivas. Estos ejemplos muestran que no se trataba tanto de señalar una afinidad específica