En cualquier caso, hay una clara ventaja relacionada con la decisión de centrarse en Roma. Ya en la época helenística, en los dos últimos siglos a.C., Roma era probablemente la ciudad más grande del mundo y, en la primera etapa del Imperio, alcanzó una población de medio millón de habitantes y hay quien dice que llegó a un millón. Esas cifras no se volverían a igualarse hasta la Alta Edad Media, con ciudades como Córdoba, en la España musulmana y Bian (ahora Kaifeng) en la China central o Pekín en la temprana Edad Moderna. En lo que se refiere a la función de la religión en la vida de la metrópolis y al papel de las megaciudades como motores económicos e intelectuales, la Roma antigua –y especialmente la Roma imperial– proporciona un «laboratorio» histórico con el que muy pocas ciudades del mundo antiguo podrían compararse. Lo más parecido serían Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno, y el crisol cultural del Delta del Nilo; y quizás Antioquía, con Ptolemaida y Menfis como las siguientes en tamaño. El peyorativo término latino pagani no se limitaba a describir a la gente como «no cristiana», sino que también las identificaba como habitantes del campo. La idea de que todo lo importante ocurre en las ciudades –y especialmente en las metrópolis– no es nueva, pero nunca se ha estudiado a fondo en el caso de las religiones. Y así mi historia de la religión se adentra aquí en nuevos terrenos. Pero, ¿qué es exactamente la religión?
2. RELIGIÓN
Cuando se trata de describir transformaciones de la religión, no debemos permitir que queden preconceptos sin analizar. Normalmente basamos nuestro pensamiento sobre la religión en su plural, «religiones». Hay incluso quien defiende que la religión solamente existe en realidad en los términos de su forma plural. Las religiones se entienden como tradiciones de prácticas, concepciones e instituciones religiosas, en algunos contextos incluso como iniciativas empresariales o similares. Según una importante corriente de pensamiento sociológico que se remonta a Émile Durkheim (1858-1917), de lo que se trataría aquí es de productos sociales, productos de unas sociedades[4] compuestas de grupos de personas que normalmente viven juntas dentro de un territorio, para quienes el núcleo central de su existencia en común, de su orientación compartida, se resguarda de la discusión habitual invistiéndose de formas religiosas simbólicas. Ahí surge un sistema de signos cuya inmanencia se protege mediante la ejecución de los ritos y que busca explicar el mundo mediante imágenes, relatos, textos escritos o dogmas refinados, así como regular el comportamiento mediante el uso de imperativos éticos o mediante una forma de vida establecida, recurriendo en ocasiones a un aparato eficaz de sanciones (por ejemplo, mediante el poder del Estado), pero a veces incluso sin esa amenaza implícita.
Un concepto así de religión puede explicar muchas cosas; pero se topa con sus límites, no obstante, cuando busca explicar el pluralismo religioso, la coexistencia duradera de concepciones y prácticas diferentes y mutuamente contradictorias. Se encuentra perdido también cuando tiene que descifrar la relación bastante peculiar entre el individuo y su propia religión. Se le acusa repetidamente de estar demasiado estrechamente orientado a «Occidente» y, sobre todo, a la historia conceptual y religiosa del cristianismo, y se le critica su incuestionable «colonialismo» cuando superpone los conceptos occidentales a las otras culturas[5]. Hay otras ramificaciones similarmente problemáticas cuando tratamos de aplicar ese concepto a la Antigüedad[6]. La razón para esto radica también en el presente. La disolución de las lealtades tradicionales que observamos con tanta frecuencia en nuestra época se lee como un individualismo religioso, o como el declive de la religión o, incluso, como el desplazamiento de una religión colectiva por una espiritualidad individual[7]. Entonces se asocia esta perspectiva con la premisa complementaria de que las primeras sociedades y sus religiones deben haberse caracterizado por un alto grado de colectivismo. Veremos ahora que esta idea, ya problemática con respecto a nuestro momento presente, crea una imagen del pasado completamente distorsionada[8].
Esto no es razón, sin embargo, para que nos abstengamos de hablar acerca de la religión. Lo que necesitamos, en cambio, es un concepto de religión que nos permita describir con precisión esos cambios, tanto en los aspectos sociales de la religión como en su importancia para los individuos. Esto puede lograrse mediante un concepto de religión elaborado desde el punto de vista del individuo y de su entorno social. No me voy a centrar en los sistemas mentales que han construido observadores tanto externos como internos, porque estos sistemas, en cualquier caso, no pueden arrojar más que detalles fragmentarios e incompletos sobre una religión[9]. En lugar de ello, mi punto de partida es la religión antigua vivida, en todas sus variantes, sus contextos diferentes y sus configuraciones sociales[10]. Solamente en contadas ocasiones –y a estas, por supuesto, se les prestará la atención debida– las actividades de las personas que tratan unas con otras se fusionan en redes[11] y en sistemas organizados, o se abren camino hasta los textos escritos, de forma que adoptan vida propia y se convierten en las estructuras masivas, autónomas y a menudo longevas que normalmente categorizamos como religiones.
Entonces, ¿cómo debemos conceptualizar la religión? Solamente podemos esperar adquirir una perspectiva sobre los cambios en la religión, sobre las dinámicas encarnadas en ella y sobre cómo estas dinámicas producen cambios en los contextos sociales y culturales de los actores religiosos si no asumimos, desde el inicio, que la religión es algo evidente. Por lo tanto, debemos localizar las fronteras de nuestro tema y que estas incluyan los aspectos de la religión que nos interesan, es decir, esos aspectos de ella que se conforman a nuestra perspectiva del tema. Pero, al mismo tiempo, las fronteras deben ser lo bastante amplias como para incluir las desviaciones, las sorpresas en las prácticas religiosas de una época en concreto. Yo veo la religión de la época que estamos tratando desde una perspectiva situada, en tanto que incluye actores (ya se describan estos como divinos o dioses, demonios o ángeles, los muertos o los inmortales) que son, en cierto sentido, superiores. Por encima de todo, no obstante, su presencia, su participación, su importancia en una situación concreta no es simplemente un hecho incuestionable: otros humanos que participen en la situación podrían considerarlos invisibles, silenciosos, inactivos o sencillamente ausentes; incluso tal vez no existentes. En resumen, la actividad religiosa está presente allí donde, en una situación concreta, al menos un individuo humano incluye a dichos actores en sus comunicaciones con otros humanos, ya sea mediante una mera referencia a estos actores o dirigiéndose directamente a ellos.
Incluso en las culturas de la Antigüedad, comunicarse con seres así, o actuar con relación a ellos, no era algo que se aceptara tranquilamente. Con respecto a la época actual, esto apenas se discutirá: la afirmación de que actores transcendentes[12] participan, ya por su cuenta o mediante una invocación, se verá con recelo en muchas partes de Europa y, de hecho, a mucha gente le parecerá muy poco plausible. Incluso cuando un actor humano concreto está firmemente convencido de la inmanencia de un dios, o de una presencia divina, habitualmente se abstendrá de defender algo así en presencia de otras personas, mediante palabras o acciones, por miedo al ridículo. Puesto que, en mi opinión, la religión consiste principalmente en comunicación, tengo que decir que, en una situación así, la religión no acontece. El reticente creyente europeo moderno que he descrito no es, no obstante, una figura universal. La presencia de lo transcendente es algo que