En esta línea de pensamiento, Denis Goulet (Goulet, 1999) añadió al término «desarrollo» el apelativo de «humano» para esclarecer que lo que debería normativamente considerarse propiamente desarrollo debía centrarse en la mejora de la calidad de vida de las personas reales. De estas consideraciones y reflexiones surgieron otros enfoques centrados en la vida real de las personas y en sus necesidades urgentes, y no tanto en indicadores abstractos, por ejemplo, el «enfoque de las necesidades básicas» de Paul Streeten y Frances Stewart (Streeten, 1978; Stewart, 1985). Si bien estas teorías de las necesidades básicas ya significaron una transformación considerable de los modos y métodos de concebir y medir el desarrollo humano, recibieron la crítica de que se trataba de propuestas prescriptivas, que imponían modelos de desarrollo externos a la propia autocomprensión de las comunidades. De este modo, el enfoque de las capacidades de Sen se configura como una revisión de estas teorías de desarrollo humano, preocupadas por mejorar las condiciones de vida de las personas de manera real, pero a su vez respetando su diversidad y libertad. Esta nueva teoría elaborada por Sen, que entendió que desarrollo no es maximización de preferencias, ni satisfacción de necesidades, sino la libertad para llevar la vida que uno tiene razones para valorar, se perfiló como el marco de pensamiento que actualmente utiliza el PNUD para elaborar sus informes anuales de desarrollo desde 1990.
Sin embargo, el concepto de desarrollo humano ha seguido evolucionando y actualmente, sobre todo a partir del Informe Brutland, incorpora en su compromiso ético de igual forma la idea de «sostenibilidad»: el desarrollo no solo tiene que garantizar las mejores condiciones posibles para lograr la calidad de vida de las personas y su libertad, sino que además debe atender al respeto y cuidado del planeta en su conjunto. El concepto de desarrollo que se está configurando en el nuevo paradigma, por tanto, se entiende como un concepto multilateral y dinámico que integra tres dimensiones básicas –económica, social y ecológica– que se retroalimentan y convergen en un mismo fin: la mejora de las condiciones de vida.
Desde esta premisa surge toda una lógica de acción cuya vocación es cristalizar en políticas públicas, modos de vida y proyectos institucionales que tengan como objetivo garantizar el mencionado desarrollo sostenible, esto en beneficio tanto de las generaciones presentes como futuras. La Agenda 2030, consciente de estas circunstancias, presentó este conjunto de ODS que se dirigen precisamente a preservar la salud del planeta y a garantizar las condiciones favorables para la vida digna de las personas. Sin embargo, todavía queda algo más por decir acerca de la efectiva vinculación entre las condiciones de vida dignas de las personas y la necesidad de incrementar la conciencia ecológica.
3. Conciencia ecológica y desarrollo humano
Definitivamente, la nueva forma de concebir aquello que es esencial en el desarrollo humano, que cristalizó en las teorías críticas con el utilitarismo neoclásico y las nuevas propuestas para el desarrollo fraguadas a partir de los años setenta, fue decisiva para la conceptualización de los ODM. Los ODM se centraron en la vida real de las personas: en erradicar la pobreza y el hambre y en el desarrollo de sus capacidades. Bien es cierto que la dimensión de la sostenibilidad ya estaba contemplada en el diseño de este plan de actuación, pero solo como objetivo específico, concretamente el 7: «garantizar la sostenibilidad y el medio ambiente». En este Proyecto del Milenio, el desarrollo sostenible constituía un objetivo particular, pero a su vez se entendía con entidad propia y separado de los demás ODM, como una meta a alcanzar de manera independiente de otros propósitos como la nutrición, la igualdad de género o las condiciones de vida saludables.
Sin embargo, en el siglo xxi ya surgen voces cada vez más numerosas que señalan la evidencia de otros problemas como urgentes que, aunque no están sensu stricto centrados en las vidas individuales de las personas, sí que tienen un impacto directo sobre ellas. La crisis de las energías fósiles, el calentamiento global, los problemas de la capa de ozono y las amenazas de las energías nucleares, unidas al despilfarro propio de una economía bienestarista postindustrial, están poniendo en serio peligro al Planeta (Beck, 1998), que no es sino «el hogar» (oikos) de toda vida humana. También estamos asistiendo a otros desastres ecológicos causados por la mano humana que están dañando las otras formas de vida no humanas. Se estima que las cifras de especies en peligro de extinción van en aumento. En 2016 se clasificaron, según datos de la Lista Roja de Especies Amenazadas de la UICN, 4.898 especies en riesgo crítico de extinción y 7.323 en riesgo de extinción. No solo desaparecen al día gran cantidad de insectos y pequeños animales, sino que actualmente nos encontramos con un verdadero peligro de extinción de grandes mamíferos. Las causas por las que estos animales están desapareciendo se deben a razones de diversa índole. Por una parte, el cambio climático, la polución, la extinción progresiva de sus hábitats naturales provocada por la acción humana y, por supuesto, el comercio ilegal de especies protegidas y la caza, tanto furtiva como no furtiva. Además, cada vez son más frecuentes los incendios provocados por pirómanos, como los que asolaron Galicia este verano de 2017. No es desdeñable el aumento de la contaminación resultado de los residuos humanos, que llega incluso a desencadenar situaciones tan desastrosas como la del llamado «mar de plástico» situado en la frontera entre Honduras y Guatemala, un océano de basura que aniquila cualquier atisbo de actividad biológica. Todo ello ha propiciado que se acuñe la expresión de «terrorismo ecológico» para este tipo de delitos que atentan contra la integridad biológica entendida de forma comprehensiva. El término «terrorismo», hasta hace bien poco, estaba reservado para aquellos actos de violencia indiscriminada dirigidos exclusivamente a las personas, con el fin de generar pánico y desestabilizar el orden social. La extensión de este vocablo manifiesta una nueva conciencia que otorga cierto estatuto moral a la naturaleza y al Planeta per se.
Sin embargo, las grandes teorías paradigmáticas y clásicas de la justicia como las teorías del contrato social, en su versión más contemporánea, la sostenida por Rawls y la ética del discurso de Habermas, que siguen vigentes hoy en día, no han actualizado sus presupuestos para dar cabida moral a las formas de vida no humanas. A mi modo de ver, los planteamientos desde los que parten son insuficientes para responder a los nuevos retos ecológicos que se evidencian como una auténtica cuestión de justicia, como mostraré a continuación.
Estas teorías de corte contractualista tienen su piedra angular en la noción de reconocimiento recíproco entre seres que se reconocen como iguales y, a su vez, se basan en una noción restringida de sujeto de justicia (De Tienda, 2010). Las notas características de los seres que pueden tener estatuto moral según estas teorías están muy vinculadas a la noción de racionalidad o a la posesión de competencia lingüística y, por tanto, encuentran serias dificultades para incluir como sujeto moral a cualquier