Apenas llegados, lograron trabajo en el Instituto Luis Vives –nombre de claro alcance simbólico–, el primer centro educativo creado por el exilio en la ciudad de México, abierto en enero de 1940. Fue un trasplante del programa institucionista y pronto gozó de un gran prestigio. Deltoro ingresó en agosto de 1941 como profesor de Literatura Española, plaza vacante por la salida de Concha de Albornoz. Ana lo hizo algo después, por el fallecimiento de Pedro Moles, y fue una reconocida profesora de Geografía e Historia por largo tiempo, entre 1941 y su jubilación en 1978:
Un cuarto a espadas al surgir Antonio Deltoro en este breve repaso de conocimientos previos, afirmó elogioso el escritor Manuel Andújar. No sólo competente y alentador maestro de literatura en la mejor etapa del Instituto Luis Vives, sino catador docto de nuestros escritores principales, sin condescender cuando aplicaba sus plausibles normas de valoración.58
El salario era escaso y las necesidades económicas crecientes con el nacimiento de sus hijos Ana (1942) y Antonio (1947). Además de la docencia hubo de atender otras tareas, como la venta a domicilio de los volúmenes del diccionario de UTEHA –uno de los grandes logros editoriales del exilio–, dar clases de español en la embajada soviética, como recuerda Ana, o trabajar de agente médico en los laboratorios de IQFA, una empresa química creada por el SERE. Los primeros años exigieron un continuado y laborioso esfuerzo. «En nuestra casa –recordó el poeta Antonio Deltoro– había una soleada austeridad, una conciencia de las penurias mezclada con jacarandas; vivíamos de forma que nos permitía comer todos los días».59
Antonio Deltoro Fabuel, Antonio Deltoro Martínez, Ana Martínez Iborra y Ana Deltoro Martínez, México, 1955. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
En 1951, razones económicas llevaron a Deltoro a abandonar la docencia de manera definitiva y comenzó a trabajar en la mejor retribuida industria farmacéutica. La decisión no debió de resultarle fácil: «Allí torcí mi destino, […] Ya me había orientado en un derrotero un poco falso, la propaganda farmacéutica…», le confesaba a Matilde Mantecón en una afirmación no exenta de tristeza, como si con ella se produjera la quiebra de una vocación y de un interés profesional por las letras. Mantuvo el gusto por la lectura –y así le retrató su amigo Renau en 1944–, y como directivo de imagen y publicidad pudo aplicar de algún modo sus conocimientos sobre la tipografía y el diseño. Deltoro ideaba la imagen, redactaba el texto y cuidaba su impresión, por lo común en los talleres de Elicio Muñoz Galache, un impresor del exilio. La biblioteca que fueron reuniendo Deltoro y Martínez Iborra, conservada en la actualidad por sus hijos Ana y Antonio, reunía el amplio catálogo del exilio en México, era variada de autores y temas –en particular en lo referido a historia, artes y letras– y contaba con un buen número de primeras ediciones de poesía española contemporánea. Los libros, al igual que las revistas, en su mayoría escritas por y para el exilio, fueron otro ejercicio de memoria de la España perdida.
Ana y Antonio, como tantos exiliados, irían arraigándose en México –un país por el que viajaron y al que mostraron aprecio–, al tiempo que se insertaron en las redes de sociabilidad española, una amplia y densa trama a la que también incorporaron a los «gachupines», los viejos residentes de la tradicional emigración en cadena. Deltoro admitió el error de haberlos desdeñado inicialmente desde la supremacía moral de los derrotados republicanos. Fueron variados los espacios e instrumentos de esa trama. Noticias, libros o espectáculos que llegaban de España, un flujo nunca interrumpido entre ambas orillas. También entidades asociativas como el Ateneo Español de México, creado en 1949, que propició los intercambios entre el exilio y el medio cultural mexicano, o la Casa Regional Valenciana, en cuya revista Mediterrrani Deltoro colaboró por un tiempo.60 En los primeros años frecuentó las ruidosas tertulias de españoles. Simón de Otaola, excelente cronista del destierro, lo menciona en el café El Papagayo, sentencioso y admirado de Carmen Laforet, cuya novela Nada se había publicado en 1944, y receloso del interés de Camilo José Cela. A finales de los años cincuenta, Ana y Antonio abandonaron la militancia en el Partido Comunista. Debió de existir un desinterés cada vez mayor previo a la decisión formal, si bien Deltoro –siempre hostil hacia los anarquistas al referir episodios de la guerra– mantuvo lo que Rueda ha llamado «la memoria orgánica de partido». El exilio propició en cierto modo una «despolitización»; el refugiado no podía intervenir en la política mexicana –aunque tampoco se interesó en hacerlo–, y entre los sectores intelectuales vinculados al Partido Comunista existió, a juicio de Faber, un progresivo desengaño.61 Las relaciones amistosas fueron determinantes en esa red de afectos que hicieron posible una España vicaria. Un amplio círculo en el que menudearon el escenógrafo Manolo Fontanals, Gabriel García Maroto, León Felipe y Álvaro Custodio –vuelto a ver desde los días de Santo Domingo–, así como José Ignacio Mantecón, Luis Buñuel y Roces, amigos muy frecuentados a quienes Deltoro llama el trío de la bencina. Ruy Renau recuerda a Ana y a Antonio –«amigos de juventud de mis padres en Valencia»– en las comidas dominicales, en la amplia casa que Renau y Manuela Ballester –que retrató a Ana en 1942– tenían en Mixcoac. Fue una relación muy cercana, que alcanzó también a sus hijos.
Antonio Deltoro Martínez, Luis Buñuel, José Ignacio Mantecón, Wenceslao Roces, Ana Martínez Iborra, Carmen Dorronsorro y Ana Deltoro, en casa de Ana Martínez Iborra y Antonio Deltoro, Ciudad de México, ca. 1973. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
También las cartas y los viajes episódicos tejieron esas redes. A comienzos de 1959, la joven Ana Deltoro viajó a Valencia para restablecer unas relaciones familiares casi interrumpidas desde el final de la guerra. En el verano lo hizo su madre, acompañada de su hijo Antonio. Regresaron juntos a México en septiembre. Algún tiempo después, en 1961, Antonio Deltoro viajó por vez primera a España. Fue una estancia breve, de apenas dos semanas: «Sufrí el trauma terrible del primer contacto con la España que perdimos», recordó Deltoro, pero fue feliz el reencuentro con su pueblo, con Chulilla, y el trato con sus hermanos, y con la más liberal familia de Ana. A comienzos de los años setenta las visitas se hicieron algo más frecuentes, aunque en ningún momento consideraron la idea del regreso definitivo. Vivieron ajenos al anhelo de la vuelta.62 En 1976 Ana Martínez Iborra trabajó temporalmente en el Instituto Ausiàs March de Gandía para tramitar su jubilación voluntaria como profesora de enseñanza media. Un derecho que le fue reconocido en diciembre de ese año, tras lo cual regresó a la ciudad de México.
Para mí ser refugiado es perder las raíces que todo ser viviente tiene, y no encontrar dónde enraizarse de manera plena. Estoy incorporado, pero hay cosas que…, uno ha nacido… […] Más que ser refugiado, siento la nostalgia de lo que pasó y de lo que pudiera haber sido uno de no haber sido desterrado o transterrado.
Ana y Antonio, como todos los refugiados, tuvieron un sentido de pertenencia múltiple, aunque esa percepción debió de ser oscilante y lábil, y por momentos, como le sucedió a Tomas Segovia, existió un sentimiento de no pertenencia al territorio de destino que entrañaba la pertenencia continua al lugar de origen.63