El Renacimiento trajo consigo una nueva configuración del pensamiento que, inicialmente, floreció como un movimiento centrado en los textos clásicos pero llegó a penetrar el concepto de humanidad en general (Evernden: 31). Si el hombre medieval se había sentido empequeñecido por una naturaleza incomprensible que era símbolo de la gloria y organización de Dios, el humanismo renacentista la transformó en emblema de la superioridad humana sobre el mundo natural.
Por su parte, la Revolución Agrícola cambió los modos de distribución, roturación y explotación de las tierras. El antiguo sistema doméstico, en el que el hombre cultivaba la tierra para satisfacer las necesidades de la familia, dio paso a la explotación mecanizada de grandes extensiones y a la utilización de abonos y pesticidas, lo que alteró por completo la relación del hombre con su entorno. Mientras que anteriormente el hombre había formado parte de la naturaleza, ahora era su explotador (White, 1996: 8). En cuanto a la Revolución Industrial, iniciada en el siglo XVIII y con su punto álgido en el XIX, sus efectos no sólo destruyeron los paisajes naturales y contaminaron los ríos y la atmósfera, sino que originaron nuevos paisajes urbanos sórdidos e inhumanos que afectaron profundamente al ser humano en tanto en cuanto lo desplazaron de sus entornos familiares de origen para habitar un medio artificial y hostil, lo cual también significó un lento proceso de distanciamiento e incomprensión del mundo natural.
Otro de los factores que culturalmente calaron en la mente humana alterando con ello el valor intrínseco de la naturaleza y los entornos naturales fue la corriente estética y paisajista británica conocida como pintoresquismo. Aunque este movimiento se construyó a sí mismo como una forma desinteresada de apreciación estética de la naturaleza, en el fondo representa una apropiación elitista del entorno. Sus criterios de evaluación resultan profundamente artificiales y perversos, ya que se basan en la pura apreciación estética de una mirada culturizada que obvia y niega la dignidad y belleza de aquellos lugares que no se ajustan o convienen a su lente.
Como cualquier otra disciplina, a lo largo de la historia los estudios literarios se han visto sujetos a las distintas presiones del mundo contemporáneo y, eventualmente, también han dado respuesta a esa presión externa. Desde la década de 1980, en Estados Unidos especialmente, han aparecido novelas escritas a partir de una consciencia tóxica medioambiental que describe una sociedad que ha ensuciado su propio nido. Tal y como se representa en estas novelas, la naturaleza no es ya una presencia central o un sanador espiritual, pues la polución infligida al mundo natural inevitablemente transforma nuestra experiencia de la tierra como hogar original (Deitering: 200). Estas novelas pueden leerse como textos políticos en tanto en cuanto reflejan una cultura determinada y originan una sensibilización medioambiental.
Desde los años setenta del siglo pasado hay investigadores aislados que de un modo u otro introducen pinceladas ecológicas en sus investigaciones. Pero al contrario que en otras disciplinas, no aparecen organizados en un grupo identificable, y sus trabajos tampoco se encuentran enmarcados en un contexto teórico determinado. En el mundo anglosajón especialmente, dichos estudios individuales suelen aparecer bajo un amplio espectro de denominaciones: estudios americanos, regionalismo, pastoralismo, la frontera, ecología humana, la naturaleza en la literatura, el paisaje en la literatura o, simplemente, bajo los nombres de los autores analizados. Fue durante los años ochenta del siglo xx cuando el campo de los estudios literarios relacionados con el entorno comenzó a germinar, creciendo notablemente durante la última década del siglo.[1]
Como respuesta a la crisis global medioambiental, la ecocrítica sugiere nuevos modos de aproximación a los textos literarios, con una apreciación de lo que éstos revelan con respecto a las complejas relaciones que se dan entre los humanos y su entorno. Según Michael Branch (1998: XIII), la erudición literaria de orientación medioambiental ofrece la extraordinaria oportunidad de leer literatura con una nueva sensibilización hacia la voz emergente de la naturaleza. Así, de modo sucinto, la ecocrítica puede definirse como el estudio de la relación entre la literatura y el entorno físico, definición que Lawrence Buell (1995: 430) expande al introducir el matiz de «realizado con espíritu de compromiso a la praxis medioambientalista». Del mismo modo que el feminismo examina el lenguaje y la literatura desde una perspectiva de género, o el marxismo introduce en su aproximación a los textos los modos de producción y la diferenciación de clases, la ecocrítica parte de una aproximación centrada en la tierra. La ecocrítica analiza el papel que juega el entorno natural en la imaginación de una comunidad cultural en un momento histórico concreto, examinando cómo se define el concepto de naturaleza, qué valores se le asignan y por qué, así como los modos de relación de los hombres con su entorno. Más específicamente, según Ursula Heise (1997: 1), la ecocrítica investiga cómo se utiliza la naturaleza, literal o metafóricamente, en determinados tropos y géneros literarios o estéticos, así como cuáles son las ideas sobre la naturaleza que subyacen en géneros que no abordan el tema directamente. A su vez, este análisis permite evaluar cómo determinados conceptos históricamente condicionados de la naturaleza y lo natural, particularmente sus construcciones literarias y artísticas, han llegado a dar forma a las percepciones más usuales del entorno. A pesar de su extenso campo de acción, de las profundas diferencias entre investigaciones o de los distintos niveles de sofisticación, las aproximaciones ecocríticas comparten la premisa fundamental de que la cultura humana está conectada al mundo físico, afectándolo y siendo afectada por él. Como postura crítica, tiene un pie en la literatura y otro en la tierra; como discurso teórico, negocia entre lo humano y lo no humano.
A primera vista, este tipo de investigación parece prestarse a la construcción de puentes interdisciplinares entre la ciencia y la crítica literaria o cultural. Sin embargo, algunos investigadores son conscientes de las dificultades que semejante empeño conlleva. William Rueckert, por ejemplo, considera que la conexión entre literatura y ecología es una de las realidades más duras y crueles de la profesión, pues estima que el crítico literario vive de la palabra, de su poder, de su reciclaje, sintiéndose cada vez más impotente para actuar en un mundo en el que, progresivamente, se encuentra más alienado. Para Rueckert (1996: 115) el verdadero poder de nuestro tiempo se encuentra en el poder político, económico y tecnológico, ya que el conocimiento es cada vez más científico. Quizá por esto hay voces que consideran que la ecocrítica es un término vago y confuso, y se cuestionan de qué modo los esfuerzos literarios pueden relacionarse con la ecología, ya que aunque el trabajo de los críticos literarios contenga aspectos medioambientales, su objeto de estudio es siempre el análisis de los textos, no el de los organismos vivos (Sarver: 1). Pero creo, con Glen Love (1996: 228), que, a pesar de las dificultades apuntadas por Rueckert, la naturaleza es, por mucho que le pese a la ortodoxia académica, insidiosamente interdisciplinaria. Por ello, y a pesar de las dificultades, una ecocrítica que pretenda ser coherente con los fundamentos que la sustentan ha de convivir y enfrentarse necesariamente a la interdisciplinaridad.
Otro aspecto importante para la perspectiva ecocrítica de este estudio es el apuntado por Michael McDowell, quien, basándose en la importancia de los sistemas y relaciones que se establecen en el mundo natural, remite a las teorías del filósofo y también crítico literario ruso Mijail Bajtín. La forma ideal de representar la realidad es para Bajtín una forma dialéctica en la que