Siguiendo fielmente el itinerario del «estado público de ánimo» en su ampliamente leído e influyente libro de hace dos décadas, Colette Dowling manifestaba el deseo de estar segura, cómoda y a salvo de «sentimientos peligrosos».13 Advertía a las Cenicientas del porvenir para que no cayeran en la trampa: en el impulso de preocuparse por los demás y el deseo de ser cuidada por otros acecha el terrible peligro de la dependencia, de la pérdida de la habilidad de escoger la marea más cómoda para deslizarse y pasar de una ola a otra cuando la corriente cambiase. Como cometa Archie Hochschild, «su miedo a depender de otra persona evoca la imagen del vaquero americano, que vaga libre con su caballo (...). De las cenizas de Cenicienta surge una vaquera posmoderna».14 El más popular de los best-sellers enfatiza y aconseja «en un susurro al lector: ten cuidado con la inversión emocional. Dowling aconseja a las mujeres que inviertan en el ego como única empresa».
El espíritu comercial de la vida íntima está hecho de imágenes que allanan el camino a un paradigma de desconfianza (...) al ofrecer como ideal un Yo defendido contra las heridas.
Los actos heroicos que un Yo puede llevar a cabo consisten en sepa rarse, marcharse y depender cada vez menos de los demás y necesitarlos menos.
En muchos rígidos libros modernos, el autor nos dispone a favor de gente que no precisa nuestro alimento y de gente que no puede alimentarnos.
La posibilidad de poblar el mundo con más gente solícita e inducir a las personas a preocuparse no figura en el panorama de la utopía consumista. Las utopías privatizadas de los vaqueros y vaqueras de la época consumista muestran, por el contrario, un vasto «espacio libre» (libre para mí, por supuesto), una especie de espacio vacío que el consumista líquido, propenso a empresas solitarias y sólo a empresas solitarias, necesita cada vez más y del que nunca tiene bastante. El espacio que los modernos consumidores líquidos necesitan y por el que se les aconseja por todas partes que luchen sólo puede conquistarse desalojando a otros seres humanos y, en particular, a los seres humanos solícitos y que más necesidad tienen de cuidados.
El mercado de consumo retoma de la burocracia sólida moderna la tarea de adiaforización: la tarea de exprimir el veneno del «ser para» de la inyección de «ser con»; tal y como Levinas vislumbró, al darse cuenta de que, en lugar de ser (como sugirió Hobbes) un artificio para lograr la unión pacífica y amistosa de los seres humanos, la «sociedad» puede convertirse en una estratagema para conseguir una vida egoísta, centrada en el Yo y referida al Yo, para seres morales innatos despojados de las responsabilidades con los demás intrínsecas a la presencia del rostro del Otro; de hecho, a la unión humana.
Como señala Frank Mort15 –según los informes quincenales del Henley’s Centre (una organización mercantil que proporciona a las industrias de consumo información sobre los cambios de pautas en el ocio de los futuros consumistas británicos)–, los placeres preferidos y más buscados durante las dos últimas décadas fueron
logrados mediante formas de previsión basadas en los mercados: ir de compras, comer fuera de casa, ver películas en vídeo y DVD. Al final de la lista estaba la política; ir a un mitin político estaba a la par que ir al circo como una de las cosas que era improbable que hiciera el público británico.
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En su The Ethical Demand, Løgstrup preconiza una perspectiva optimista de la inclinación natural de los seres humanos. «Es característico de la vida humana que confiemos naturalmente entre nosotros», escribió.
Sólo por alguna circunstancia especial desconfiamos de un extraño por anticipado (...). En circunstancias normales, sin embargo, aceptamos la palabra del extraño y no desconfiamos de él hasta tener un motivo para hacerlo. No sospechamos de la falsedad de nadie hasta que lo cogemos en una mentira.16
En las intenciones del autor, estos juicios no son afirmaciones fenomenológicas, sino generalizaciones empíricas. Aunque la mayoría de las tesis éticas de Levinas disfruta del estatus fenomenológico, no es el caso de Løgstrup, que obtiene sus generalizaciones de las interacciones diarias con sus feligreses.
Løgstrup concibió The Ethical Demand durante los ocho años siguientes a su matrimonio con Rosalie Maria Pauly, que pasó en la pequeña y apacible parroquia de la isla de Funen. Con el debido respeto a los amables y sociables residentes de Aarhus, donde Løgstrup pasaría el resto de su vida enseñando teología en la universidad local, dudo que Løgstrup pudiera gestar esas ideas una vez asentado allí, entre las realidades de un mundo en guerra y bajo la ocupación, como miembro activo de la resistencia danesa. Las personas tienden a tejer sus imágenes del mundo con el hilo de su experiencia. La generación actual puede encontrar la soleada y boyante imagen de un mundo confiado y digno de confianza contrahecha, diversa con lo que aprende todos los días y con lo que las narraciones corrientes de la experiencia humana y las estrategias recomendadas de la vida insinúan. Más bien se reconoce en los hechos y las confesiones de la reciente oleada de programas de televisión, muy vistos y populares, como El Gran Hermano, Superviviente y El lazo más débil, que (a veces de manera explícita, pero siempre de manera implícita) aportan otro mensaje: no hay que fi arse de un extraño. El subtítulo de Superviviente lo dice todo: «No te fíes de nadie», algo a lo que cada emisión de El Gran Hermano proporciona amplias y vívidas ilustraciones. Los fans y adictos de los reality shows (y esto quiere decir una gran parte, tal vez una mayoría sustancial, de nuestros contemporáneos) darían la vuelta al veredicto de Løgstrup y decidirían que «es característico de la vida humana que sospechemos unos de otros». Estos espectáculos televisivos que cogen a millones de espectadores por sorpresa y se apoderan de su imaginación son ensayos públicos de la disponibilidad de los seres humanos. Incluyen en la historia indulgencia y advertencia: siendo su mensaje que nadie es indispensable, nadie tiene derecho a tomar parte en un esfuerzo conjunto porque ha llegado tarde, aunque sea un miembro del equipo. La vida es un juego duro para gente dura. La vida empieza en la línea de salida; los méritos pasados no cuentan: cada uno es digno en función de los resultados del último duelo. Los otros son, ante todo, rivales; intrigan, cavan hoyos, tienden emboscadas, desean que tropecemos y caigamos. Cada jugador se debe a sí mismo y, para avanzar, por no hablar de llegar a la cima, primero hay que cooperar en la exclusión de todos aquellos dispuestos a sobrevivir y tener éxito que se interponen en el camino, pero sólo para apartar, uno tras otro, a todos aquellos con los que se ha colaborado y dejarlos –derrotados e inútiles– atrás.
Las cualidades que ayudan a los vencedores a sobrevivir a la competición y salir victoriosos de la batalla mortal son de muchas clases, desde la autoafirmación vociferante hasta la mansa autoanulación. Cualquiera que sea la estratagema, y cualesquiera que sean las cualidades de los supervivientes y las capacidades de los derrotados, la historia de la supervivencia está condenada a desarrollarse de la misma y monótona manera: en un juego de supervivencia, la confi anza, la compasión y la misericordia (los principales atributos de la «soberana expresión de la vida» de Løgstrup) son suicidas. Si no eres más rudo y menos escrupuloso que los demás, acabarán contigo, con o sin remordimiento. Hemos vuelto a la sombría verdad del mundo darwiniano: el más apto sobrevive invariablemente. La supervivencia, más bien, es la última prueba de la adecuación.
Si los jóvenes de nuestra época fueran también lectores de libros, particularmente de viejos libros que no se encuentran en la lista de los más vendidos, probablemente estarían de acuerdo con la amarga, en modo alguno luminosa imagen del mundo que dio el exiliado ruso y filósofo de la Sorbona, Lev Šhestov: «Homo homini lupus es una de las máximas más firmes de la moralidad eterna. En cada uno de nuestros vecinos tememos a un lobo. ¡Somos tan