Recupero aquí el argumento de Agamben sobre la época: “En el corazón de un hombre habita, peligrosamente, un animal”. Ese cliché no debe ser tomado como algo inocente. Autores diversos piensan, desde la lógica del sentido común, que “los hombres tienen una parte animal que no pueden negar” o que “la modernidad ha negado la parte animal”. No es ello, desde luego, la hipótesis de una persona común, sino de connotados filósofos. Hipótesis que, dependiendo de su complejidad, se toma más o menos en serio. Pero, no es un discurso que no deba ser analizado. Todo lo contrario. Una vez hecha la separación entre las palabras y las cosas, correspondía hacerla entre los parlantes y las cosas, entre la naturaleza y el hombre, entre los animales y el hombre. Hay que hacer una demarcación estricta, objetiva entre unos y otros. Sobre todo, si hay especies muy parecidas morfológicamente al hombre. Así, Linneo se pelea con Descartes “que nunca ha visto un mono”, y que, sin embargo, los reduce a seres mecánicos. Pero también se pelea con los teólogos, de quienes no está dispuesto a aceptar la teoría de que la diferencia es que los animales no tienen alma. Así, estrictamente en un análisis de la morfología, Linneo introduce el tema del pigmeo y del hombre equiparándolos en una misma línea, buscando siempre rescatar alguna diferencia.
Pertenece a otro foro; en mi laboratorio debo proceder como el zapatero en su banco y considerar al hombre y su cuerpo como un naturalista, que no consigue encontrar ningún carácter que le distinga de los monos más que el hecho de que estos últimos tienen un espacio vacío entre los caninos y los otros dientes (cit. en Agamben 2010, 38).
El texto de Linneo no explica nada acerca de las diferencias o similitudes entre humano y no humano, más bien describe una preocupación y una “extravagancia” de Linneo al introducir el asunto de lo humano con el ejemplo del pigmeo. De cualquier forma, el texto muestra una discusión de la época. Esa discusión tiene que ver con la cuestión de los límites.
En general, en el antiguo régimen, las fronteras de lo humano eran mucho más inciertas y fluctuantes de lo que serían en el siglo XIX, a partir del desarrollo de las ciencias humanas. Hasta el siglo XVIII, el lenguaje, que se convertiría después en el signo distintivo por excelencia de lo humano, pasaba por encima de los órdenes y las clases, porque se sospechaba que hasta los pájaros hablaban. […] Además la demarcación física entre el hombre y otras especies implicaba unas zonas de indiferencia en las que no era posible la asignación de identidades ciertas (Agamben 2010, 38).13
En estos términos, Agamben sigue varios textos de la época en los que el límite entre los monos y el hombre era “todo menos claro”. Lo mismo con las cuestiones relacionadas con el Orang Outang o con el pigmeo, que aparece como animal intermedio entre el mono y el hombre. En la época referida, las fronteras eran amenazadas y las preocupaciones implicaban ese terror a que en algún momento hubiese un espacio de indistinción (cuestión freudiana sobre el sueño y la imaginación) en el que las propiedades circularan por comparación entre unos seres y otros. La cuestión de los hombres lobo, por ejemplo, todavía fresca en la imaginación europea, no hacía referencia solo al out of law, a quien se le daba muerte con la ley, sino a la posibilidad real de devenir animal. Lo mismo con los datos de la experiencia, que debían ser sometidos a la “comparación” y en los que los hombres tenían, cada uno en sus facciones, su correlato animal: ya este tiene cara de gato, ya aquel de perro, etcétera.
Veamos lo que dice Agamben sobre la indistinción de la disertación de Edward Tyson sobre las relaciones entre hombres, monos y pigmeos, en cuyo título se muestra toda la complejidad y preocupación y que nos hace suponer que el desgarrón entre la vieja historia de Adrovandi y la de Jonston no es casual.
Basta con una simple mirada al título completo de la disertación para darse cuenta de cómo las fronteras de lo humano estaban no solo amenazadas por los animales verdaderos sino también por las criaturas de la mitología: Ourang Outang, Sive Homo silvestris, or the anatomy of a pygmie, compared with that of a monkey, and Ape and a Man, to which is Added a Philological Esssay concerning the pygmies, the cynocephali, the Satyrs and Sphinges of the Ancients: Wherein it will appear, that they are either Apes or Monkeys, and not Men as Formely pretended (Agamben 2010, 40).
Ahora pensemos brevemente en el asunto de la reproducción, la hibridación y la herencia. Nos servimos del clásico texto de Francois Jacob (1999), La lógica de lo viviente. El texto es de la década de los sesenta del siglo pasado, nos servimos de él solo para dar cuenta del nacimiento del animal y de la interesante discusión de los biólogos sobre las posibilidades y preocupaciones de que una especie se convierta en otra. Sabemos que la investigación en esta materia ha avanzado mucho en nuestros días.
La tesis de Jacob consiste en afirmar que la historia de la biología es un campo problemático en el que el concepto de vida fue sucesivamente estudiándose por unidades de análisis cada vez más pequeñas. Así, de las estructuras y de la observación de los seres, pasando por el concepto de tejido (unidad mínima de análisis en la fisiología del siglo XIX) hasta el de gen, los biólogos se preocuparon por el problema de la herencia o de la transmisión. Y para ello se hicieron de un vocabulario que permitió dar cuenta, cada vez más “fielmente”, de los procesos de transmisión de la herencia (hibridación, regeneración, injerto, reproducción, evolución, desarrollo, mutación, transformación, función, carácter, etcétera). Una pregunta que subyace es: ¿cómo se transmite de un ser a otro, la herencia? ¿Cómo puede un ser dar lugar otro ser igual? Según Jacob la generación de semejantes a partir de semejantes fue la gran preocupación de los biólogos que hoy se consolida en la biología molecular y que avanza en intervenciones sobre los seres para modificarlos de manera más intensa. El gran texto de Francois Jacob aborda así lo que él llama “lógica de lo viviente”, que constituye una suerte de historia de las preguntas que hicieron naturalistas y biólogos desde el siglo XVII. Ahora bien, estas dudas sobre la transmisión encontraron en su camino varios “obstáculos epistemológicos” y en sus inicios se encontraron también con la imaginación europea de la hibridación de las especies. Antes de la teoría de la evolución y de que Darwin y Wallace dieran cuenta de las mutaciones y de la variación en las especies, había todavía mucha inseguridad sobre la hibridación de las especies. Las teorías pre evolucionistas, como la de Lamarck, ansiaron siempre dar cuenta de la continuidad de los seres. Aun así, todos los mitologemas, en la medida de las posibilidades de investigación de la vida, fueron siendo superados hasta dar cuenta de la unidad mínima de análisis que contenía la información (la escritura) que transmite la herencia. Hablamos por supuesto del ADN. Pero el proyecto general de gestión de lo viviente fue habilitando una manera de observar que se deshizo del miedo a la hibridación de las especies y acabó con la idea de la fijeza. Sin embargo, para que esto ocurriera debieron hacerse muchos estudios en los que los animales fueran vistos como cuerpos biológicos. Debieron pasar observaciones