Temía, sobre todo, la oscuridad. La negrura profunda, densa, infinita, que rodeaba la finca de sus padres. Por la tarde, al salir del colegio, el coche de su madre enfilaba las carreteras por el campo, las luces de la ciudad se alejaban y ellas se sumergían en un mundo opaco y peligroso. El coche avanzaba en la oscuridad como cuando penetras en una gruta o te hundes en las arenas movedizas. En las noches sin luna, ni siquiera se distinguía la silueta masiva de los cipreses o el perfil de los pajares. Las tinieblas se tragaban todo. Ella contenía la respiración. Recitaba padrenuestros y avemarías. Pensaba en Jesús que había padecido unos sufrimientos terribles, y se decía a sí misma: «Yo no podría».
Dentro de la casa, una luz mortecina y lúgubre parpadeaba, y Aicha vivía con la angustia permanente de que se fuera la electricidad. A menudo, recorría el pasillo a tientas, con las palmas de las manos pegadas a las paredes y las mejillas húmedas de lágrimas, mientras gritaba: «¿Mamá, dónde estás?». Mathilde también soñaba con la claridad y acosaba a su marido. ¿Cómo iba a hacer la niña los deberes si se estropeaba la vista ante los cuadernos? ¿Cómo iba a correr y jugar Selim si temblaba de miedo? Amín había adquirido un generador que permitía recargar las baterías y que utilizaba también en el otro extremo de la finca para bombear agua para los animales y el riego. Cuando las baterías se descargaban, la luz de las bombillas era cada vez más siniestra. Mathilde entonces encendía unas velas y fingía que esa iluminación era bonita y romántica. Contaba a Aicha cuentos de príncipes y princesas, de bailes en unos palacios de ensueño. Se reía, pero en realidad estaba pensando en la guerra, en los apagones durante los cuales maldecía su pueblo y los sacrificios que debían pasar, y recordaba las ansias de huir que sentía a sus diecisiete años. A causa del carbón, que servía para cocinar y para calentar la casa, la ropa de la pequeña estaba impregnada de un olor a hollín que le provocaba arcadas, además de las burlas de sus compañeras de clase. «Aicha huele a carne ahumada», gritaban las niñas en el patio. «Aicha vive como los moros en sus chozas del campo.»
Amín había instalado su despacho en un extremo de la casa. En las paredes de lo que él llamaba «mi laboratorio», clavó con chinchetas unas láminas cuyos títulos Aicha se sabía de memoria. «El cultivo de los cítricos», «La poda de la viña», «Botánica aplicada a la agricultura tropical». Esas imágenes en blanco y negro no tenían para ella ningún sentido y pensaba que su padre era una especie de mago, capaz de influir en las leyes de la naturaleza, hablar con las plantas y con los animales. Un día, mientras estaba gritando por el miedo que sentía en las tinieblas, Amín se la subió a los hombros y salieron al jardín. Ni siquiera podía ver la punta de los zapatos de su padre, de lo oscuro que estaba. Un viento frío levantó su camisón. Él sacó un objeto del bolsillo y se lo dio. «Es una linterna. Agítala hacia el cielo y enfoca la luz a los ojos de los pájaros. Si lo consigues, tendrán tanto miedo que se quedarán paralizados y podrás cogerlos con la mano.»
En otra ocasión, Amín pidió a su hija que lo acompañara al jardín que había diseñado para Mathilde. En él se alzaban un joven lilo, un arbusto de rododendro y una jacaranda que nunca había dado flores. Bajo la ventana del salón crecía un árbol cuyas ramas deformes cedían por el peso de las naranjas. Le mostró la rama de un limonero que llevaba en la mano y con la punta del dedo índice, cuya uña estaba siempre manchada de tierra, le indicó dos gruesos capullos blancos que se habían formado en ella. Ayudándose con una navaja, entalló en profundidad el tronco del naranjo. «Mira bien, ahora.» Insertó delicadamente un extremo de la rama del limonero, tallado con forma de escudete, en el corte que había hecho en el árbol. «Le pediré a un obrero que le ponga masilla y que lo ate. Tú, por tu parte, inventa un nombre para este árbol tan especial.»
Sor Marie-Solange se había encariñado con Aicha. Estaba fascinada por esa niña en la que depositaba, en secreto, grandes ambiciones. Tenía el alma mística y, a pesar de que la madre superiora le había diagnosticado una cierta histeria, ella, en cambio, lo interpretaba como una llamada del Señor. Todas las mañanas, antes de la clase, las niñas iban a la capilla que estaba al final de un sendero de grava. Aicha llegaba a menudo con retraso pero en cuanto cruzaba la cancela del colegio, dirigía su vista hacia la casa de Dios. Entraba en ella con una determinación y una seriedad que contrastaban con su edad. Unos pocos metros antes de llegar a la puerta, se solía arrodillar y seguía avanzando en esa postura, con los brazos en cruz y la grava incrustándosele en la piel, con el rostro impasible. Cuando la madre superiora la veía, la levantaba con un gesto violento. «No aprecio para nada ese espectáculo vanidoso, señorita. Dios sabe reconocer los corazones sinceros.» Aicha amaba a Dios y se lo dijo a sor Marie-Solange. Amaba a Jesús, que la acogía, desnudo, en las mañanas heladas. Le habían dicho que el sufrimiento acercaba al Cielo. Ella se lo creía.
Una mañana, al acabar la misa, Aicha se desmayó. No llegó a pronunciar las últimas palabras de la oración. Temblaba de frío en aquella capilla helada, con sus hombros huesudos cubiertos por un viejo jersey. Los cánticos, el olor a incienso, la voz potente de sor Marie-Solange no lograban que entrara en calor. Su rostro palideció, cerró los ojos y se desplomó en el suelo de piedra. Sor Marie-Solange tuvo que llevarla en brazos. A las alumnas les fastidió aquel espectáculo. Aicha, decían, era una beata, una santurrona, una futura iluminada.
La tendieron en el cuartito que hacía funciones de enfermería. La monja le besó las mejillas y la frente. En realidad, no le preocupaba la salud de la niña. Su desmayo era la prueba de que se había establecido entre aquel cuerpecito enclenque y el de Nuestro Señor un diálogo cuya profundidad y belleza Aicha no entendía aún. Bebió agua caliente a lengüetazos y rechazó el terrón de azúcar que la monja le ofreció para que lo chupara. Alegó que ella no se merecía esa golosina. Sor Marie-Solange insistió, y entonces sacó su lengua picuda y luego masticó el azúcar con los dientes.
Pidió volver a clase. Dijo que se sentía mejor y que no quería retrasarse con las lecciones. Se sentó en su pupitre, detrás de Blanche Colligny. La mañana transcurría en paz y tranquilidad. Aicha no podía apartar la vista de la nuca de Blanche, sonrosada y carnosa, cubierta con una ligera pelusilla rubia. La niña llevaba el pelo recogido en un moño, a la manera de las bailarinas de ballet. Aicha observaba diariamente ese cuello durante horas. Lo conocía de memoria. Sabía que cuando Blanche se inclinaba para escribir, se le abultaba un poco la parte superior de los hombros. En septiembre, en los días de mucho calor, la piel de Blanche se cubría de pequeñas placas rojas y le picaba. Aicha se fijaba entonces en las uñas manchadas de tinta que rascaban la piel hasta hacerla sangrar. Gotitas de sudor se deslizaban desde la raíz del pelo hasta la espalda, los cuellos de sus vestidos estaban empapados y adquirían un tono amarillento. En el aula, calentada en exceso, el cuello se le torcía como el de una oca a medida que la atención disminuía y el cansancio aumentaba, y a veces Blanche se quedada dormida a media tarde. Aicha no tocaba nunca la piel de su compañera de clase. Por momentos, sentía deseos de estirar la mano, rozar con la punta de sus dedos el relieve de las vértebras, acariciar los mechones rubios que se le soltaban del moño y que le recordaban las plumas de un polluelo. Se contenía para no acercar la nariz al cuello de Blanche, cuyo aroma quería respirar; y cuyo sabor, descubrir con la punta de la lengua.
Ese día, vio que un estremecimiento recorría la nuca de Blanche. El vello rubio se erizó como el de un gato dispuesto a pelear. Se preguntó qué podía haberle provocado esa emoción. ¿O acaso era simplemente una brisa fresca que había penetrado por la ventana que sor Marie-Solange había abierto? Dejó de oír la voz de la maestra y el chirrido de la tiza sobre la pizarra. Ese trocito de piel la estaba volviendo loca. No resistió más. Cogió el compás y con un gesto rápido hundió la punta en la piel de Blanche. Lo extrajo enseguida y limpió con el dedo índice y el pulgar una gota de sangre.
Blanche soltó un grito. Sor Marie-Solange se dio la vuelta y estuvo a punto de caerse de la tarima. «¡Señorita Colligny! ¿Cómo se le ocurre gritar de ese modo?»
Blanche se echó encima de Aicha. Le tiró fuertemente de los pelos, con el rostro descompuesto por la rabia. «¡Ha sido ella, ese bicho! ¡Me ha pinchado en el cuello!» Aicha