Aicha se sentó en el sitio que la maestra le había indicado, cerca de la ventana, detrás de una niña muy guapa, Blanche Colligny. Las alumnas se habían vuelto todas hacia ella y se sintió amenazada por ese súbito interés. Blanche le sacó la lengua, se rio por lo bajo y dio un codazo a la compañera sentada a su lado. Imitó la forma que tenía Aicha de rascarse, debido a la lana de mala calidad con la que su madre le hacia las bragas. Aicha se giró hacia la ventana, se inclinó sobre la mesa y hundió su rostro en el hueco del codo. Sor Marie-Solange se acercó a ella.
«—¿Qué le pasa, señorita, está usted llorando?
—No, no estoy llorando, estoy durmiendo la siesta.»
Aicha portaba en ella una carga de vergüenza enorme. Vergüenza de la ropa que su madre le cosía. De las batas escolares grisáceas a las que Mathilde añadía a veces algún detalle coqueto. Flores en las mangas, un ribete azul en el cuello. Pero ninguna prenda parecía nueva. Ninguna prenda parecía hecha para que ella la estrenara. Todo tenía un aspecto usado. Se avergonzaba de su pelo. Es lo que más le pesaba, esa masa crespa y sin forma, imposible de peinar, y que, en cuanto llegaba al colegio, se salía de las horquillas con que Mathilde intentaba sujetarla con enorme esfuerzo. Ya no sabía qué hacer con la melena de su hija. Nunca tuvo que lidiar con un pelo semejante. Era tan fino que se quebraba con las horquillas, se quemaba con las tenacillas, se resistía al peine. Pidió consejo a su suegra pero esta se encogió de hombros. En su familia, a ninguna mujer le había tocado la desgracia de un pelo tan encrespado. Era como el de Amín, aunque él lo llevaba muy corto, al estilo de los militares. Y de tanto ir al hamam donde se echaba agua ardiendo en la cabeza, las raíces se le habían atrofiado y ya no le crecía.
El peinado de Aicha era objeto de humillantes burlas. En mitad del patio, solo se la veía a ella. Una silueta menuda, un rostro de elfo y una cabellera enorme, una explosión de mechones rubios y ásperos, que, si el sol pegaba fuerte, daba la impresión de una corona dorada. ¡Cuántas veces soñó con tener el pelo de Blanche! Delante del espejo, en el dormitorio de su madre, se lo ocultaba con las manos e intentaba imaginarse cómo sería ella con la melena larga y sedosa de Blanche. O con los rizos castaños de Sylvie. O las trenzas de niña buena de Nicole. Su tío Omar se metía con ella, diciéndole que le costaría encontrar marido y que parecía un espantapájaros. Sí, su melena recordaba a una mata de paja. Se vistiera como se vistiera, se veía ridícula, toda ella.
Las semanas pasaban, unas iguales a otras. Cada mañana se levantaba al alba y se arrodillaba en la oscuridad en un extremo de su cama, suplicando al Señor que nada viniera a retrasar su trayecto al colegio. Pero siempre sucedía algo. Un problema con uno de los fogones de la cocina que despedía humo negro. Una pelea de sus padres. Los gritos en el pasillo. Su madre, que se presentaba por fin, arreglándose el peinado y el pañuelo. Limpiándose una lágrima con el revés de la mano, quería parecer digna y luego no podía aguantarse. Daba media vuelta. Gritaba que soñaba con marcharse de allí, que había cometido el mayor error de su vida, que era una extranjera. Que si su padre supiera lo que estaba ocurriendo, le partiría la cara a ese marido gritón. Pero su padre no sabía nada. Estaba lejos. Y Mathilde se rendía. Regañaba a su hija que la estaba esperando seriecita en la puerta, y a la que le hubiera gustado decir: «¿Te puedes dar prisa? Por una vez me gustaría llegar puntual».
Maldecía el coche que su padre había comprado al ejército americano por un buen precio. Él había intentado rascar la bandera pintada en el capó pero temió estropear la carrocería y todavía quedaban algunas estrellas descascarilladas y un trozo de barra roja. La furgoneta no era solo horrible, también era caprichosa. Cuando subía la temperatura, un humo gris escapaba del motor y había que esperar a que este se enfriara. En invierno no arrancaba. «Tiene que calentarse», repetía Mathilde. Aicha culpaba a aquel trasto de sus disgustos, y maldecía a esa América, con la que muchos soñaban. «Son unos ladrones, unos inútiles, no valen nada», se decía, enfadada, para sus adentros. Por culpa de ese viejo cacharro, sus compañeras del colegio se burlaban de ella —«¡Tus padres deberían comprarte un burro, así no llegarías tan tarde!»— y la madre superiora le llamaba continuamente la atención.
Amín había conseguido fijar una sillita en la parte de atrás, con ayuda de un obrero. Aicha se sentaba en medio de las herramientas, las cajas de fruta y verdura que su madre suministraba al mercado de Meknés. Una mañana, la niña iba en el coche medio dormida y sintió que algo se movía contra su pierna. Soltó un grito y Mathilde estuvo a punto de dar un bandazo. «He notado algo entre las piernas», se justificó. Mathilde no quiso parar para no arriesgarse a que el coche no pudiera arrancar de nuevo. «Seguro que es, una vez más, tu imaginación», la riñó, pasándose las manos por sus axilas húmedas. Cuando el coche aparcó frente a la cancela del colegio y Aicha saltó a la acera, el grupo de niñas que se apelotonaban en la entrada se puso a gritar. Algunas se agarraron a las piernas de las madres y otras salieron disparadas hacia el patio. Una de ellas se desmayó, o fingió que se desmayaba. Madre e hija se miraron sin entender qué pasaba. Luego vieron a Brahim que señalaba algo con el dedo riéndose. «Miren lo que se han traído de casa», decía, divertido. Una larga culebra se había escapado de la parte trasera del coche y seguía a la niña indolentemente, como un perro fiel que acompañara a su dueño de paseo.
Cuando en noviembre llegó el invierno para quedarse, tuvieron que afrontar las mañanas oscuras. Mathilde llevaba a su hija de la mano entre la hilera de almendros cubiertos por la helada y Aicha temblaba de frío. En la madrugada sombría, no oían más que su propia respiración. Ni un ruido de animales, ni una voz humana perturbaban el silencio. Se montaban en el coche húmedo, Mathilde encendía el contacto pero el motor se calaba. «Solo tiene que calentarse. No es nada.» El coche, transido de frío, tosía como un tuberculoso. A veces la rabia se apoderaba de la pequeña. Lloraba, daba patadas a las ruedas, maldecía aquella finca, a sus padres, el colegio. De pronto, sonaba una bofetada. Mathilde salía del coche y lo empujaba cuesta abajo hasta la cancela al final del jardín. En mitad de la frente, una vena amenazaba con explotarle. Su rostro violáceo asustaba a Aicha, la impresionaba. El coche arrancaba pero luego había una cuesta muy empinada. Aquel cacharro roncaba cada vez más fuerte y a menudo se calaba.
Un día, a pesar del agotamiento y la vergüenza que le esperaban por llegar tarde y tener que llamar a la puerta del colegio, Mathilde se echó a reír. Era una mañana de diciembre, fría pero soleada. El cielo estaba tan claro que se veían las montañas del Atlas como una acuarela suspendida en el cielo. Con una voz estentórea, Mathilde gritó: «¡Estimados pasajeros, abróchense los cinturones, en breve despegaremos!». Aicha se rio y pegó su espalda al asiento. Mathilde hizo ruidos con la boca y la niña se agarró a la portezuela, lista para emprender el vuelo. Mathilde giró la llave, presionó el pedal del acelerador y el motor zumbó antes de emitir un silbido asmático. La conductora se dio por vencida: «Estimados pasajeros, rogamos nos disculpen, pero parece que los motores no son bastante potentes y las alas necesitan una ligera reparación. No podremos emprender el vuelo hoy, debemos continuar el viaje por carretera. Pero pueden contar ustedes con su querido piloto: dentro de pocos días, volaremos. ¡Prometido!». Aicha sabía, por supuesto, que un coche no volaba y, sin embargo, durante años, siempre que se acercaban a esa cuesta, su corazón se embalaba, y pensaba: «¡Hoy será el día!». A pesar de lo inverosímil de aquella operación, no dejaba de esperar que la furgoneta se lanzara por las nubes y las condujera hacia nuevos lugares, donde podrían reír como locas, y verían con una luz distinta esa colina lejos del mundo.
Aicha odiaba aquella casa. Había heredado la sensibilidad de su madre, y Amín concluyó que todas las mujeres eran iguales, pusilánimes y fácilmente impresionables. La niña tenía miedo