Fue bastante frecuente que las mujeres que acabaron dedicándose a la práctica artística tuvieran una vinculación familiar con el mundo del arte. Esto les permitió acceder a una formación artística completa. No obstante, incluso las alumnas de centros oficiales, tuvieron que recurrir a la enseñanza privada como medio de perfeccionamiento, especialmente para aprender aquellas asignaturas que les estaban vetadas. Este tipo de enseñanza supuso una gran alternativa para estas mujeres artistas para conseguir profesionalizarse, especialmente notable en el último tercio del siglo XIX, cuando surgieron centros más liberales que impartían enseñanzas mixtas. En París destacaron varias escuelas, como la Academia Julián, que reunió a muchas artistas procedentes de diferentes países. Además, a finales de siglo aparecieron también los primeros centros privados de enseñanza artística exclusivamente femeninos.
Quizás uno de los principales problemas en el estudio de la pintura femenina española de la primera mitad del siglo XIX sea la práctica inexistencia de obras localizadas realizadas por las pintoras. Esto, sin duda, constituye un problema de primera magnitud. Tenemos la certeza de que muchas de esas obras se encuentran en los almacenes de los museos y academias, sin tener identificadas a sus autoras. Esta labor es fundamental para comprender la magnitud de la valía de la producción pictórica femenina.
Sirvan algunos ejemplos para testimoniar la tipología y calidad de las obras ejecutadas.
María Tomasa Palafox y Portocarrero realizó hacia 1801, a los 21 años de edad, una copia del cuadro del pintor barroco sevillano Alonso Cano Sagrada Familia en el taller del carpintero, que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (figura 7).
Fig. 7. María Tomasa Palafox y Portocarrero, Sagrada Familia en el taller del carpintero (copia de Alonso Cano), 1801, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.
No obstante, mejor conocida es la biografía y la obra de Rosario Weiss (1814-1843). Rosario Weiss nació en 1814, siendo la tercera hija de Leocadia Zorrilla e Isidoro Weiss, un joyero alemán judío afincado en Madrid. El matrimonio ya daba muestras de agotamiento dos años antes de que ella llegase al mundo, pero no fue hasta 1817 cuando su madre decidió acomodarse como ama de llaves de la Quinta del sordo, la finca que Francisco de Goya tenía por aquel entonces a las afueras de la capital.
La inusual ruptura de la familia Weiss Zorrilla y la influencia que el artista maño ejerció en la pequeña han dado lugar durante décadas a numerosos rumores, que señalaban a Goya como progenitor de la artista. No existen, sin embargo, pruebas fehacientes que permitan afirmarlo, pero lo que realmente importa es que Goya la quiso como a una hija: en una carta a Leocadia se refiere a ella como «mi Rosario», y en otra que escribió a su amigo Ferrer le pide que la trate «como si fuera su hija».
Cuando la niña tenía apenas 7 años, y mientras aprendía a escribir, Goya hacía dibujos para que ella los copiara o los completara. Prueba de ello son algunas láminas como Mujeres lavando o Hay que me caso, obras conjuntas en las que el profesor y su alumna representaban imágenes cotidianas a partir de las ideas y los trazos del reconocido artista. Son obras muy interesantes por mostrar sus comienzos y por ilustrarnos sobre una faceta poco conocida del pintor aragonés, profesor de dibujo en un ámbito familiar.
El pintor aragonés, pues, la instruyó en el dibujo desde niña. Recibió también formación del arquitecto Tiburcio Pérez Cuervo, al menos entre mayo y septiembre de 1824, con quien empezó a emplear el difumino y la tinta china.
En otoño de 1824, siguiendo los pasos de Goya, Leocadia Zorrilla y sus dos hijos Guillermo y Rosario, llegaron a Burdeos. Meses después de establecerse junto a él, en la ciudad francesa, destacado asentamiento del exilio liberal, Rosario entró en la escuela pública y gratuita de dibujo que dirigía el maestro Pierre Lacour (1778-1859). Allí la joven pudo recibir la instrucción académica que su, hasta entonces, único maestro había rechazado en sus inicios, y la expresividad de sus obras se atemperó. El trazo de sus creaciones se volvió así «preciso, limpio y ordenado», apostando por el estilo predominante en Francia.
De esta época son Autorretrato de Rosario Weiss, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, Retrato de Goya, copia del autorretrato del maestro aragonés realizado hacia 1824, que se localiza en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid, o Retrato de una dama judía en Burdeos, que se encuentra en el Museo del Prado.
La muerte de Goya en 1828 dejó a Leocadia, que por aquel entonces era considerada su compañera sentimental, en una posición difícil. Aunque ella misma relató en cartas posteriores al fallecimiento que, en sus últimos momentos, el pintor aragonés quiso hacer testamento a su favor, pero el odio que profesaba al único hijo superviviente de Goya, y este a ella, la condenó a pasar algunos años difíciles. Zorrilla y sus dos hijos pudieron sostenerse gracias a una pensión que Leocadia obtuvo del Gobierno francés como exiliada política y al apoyo de su círculo de amistades, de españoles exiliados y de Pierre Lacour, el profesor de Weiss en Burdeos.
Unas penurias a las que lograron poner fin en 1833, cuando la amnistía para los liberales exiliados permitió que Leocadia y sus hijos regresasen a Madrid. Por aquel entonces Rosario, con 19 años, comenzó a trabajar como copista en el Museo del Prado primero, en la Academia de San Fernando después y en alguna colección privada, como la de la duquesa de San Fernando, más tarde. En estos momentos realizó la pieza Amorcillo portando los atributos de Marte que custodia la Biblioteca Nacional.
Fig. 8. Rosario Weiss, La Tirana. Colección particular.
Gracias a los encargos de particulares interesados en el arte, Weiss pudo contribuir a la economía familiar copiando al óleo y a lápiz pinturas de los grandes maestros, entre las que se encontraba el retrato que Vicente López hizo de su maestro, Francisco de Goya, junto a otros dibujos y las versiones en tamaño reducido que la pintora realizó del retrato de La Tirana (figura 8), precisamente del pintor aragonés, y del Retrato de los duques de San Fernando según el original de Rafael Tegeo, sobre el que volveremos más adelante.
«Para poder continuar sus estudios i atender a su existencia i a la de su madre que penden solo del producto de su profesión, necesita como medio único para continuar su carrera copiar los cuadros del Real Museo de pintura de esta Corte», escribió Weiss en 1836 a la regente María Cristina en una carta. Un año después, la inauguración del Liceo Artístico y Literario ayudó a Weiss a destacar en el competitivo ambiente artístico del Madrid de la época, presentando sus obras en las exposiciones anuales de la institución, dibujando junto a otros socios y retratando una clientela burguesa ilustrada, entre la que se encontraban escritores como Espronceda, Zorrilla, Larra, Mesonero Romanos o la miniatura del poeta Manuel José Quintana, realizada hacia 1840, una de las figuras más importantes de la etapa de transición al Romanticismo, que se encuentra en el Museo Lázaro Galdiano en Madrid. Cultivó, por tanto, la miniatura, el retrato a lápiz, que conforma el grueso de su producción, como Alegoría de la atención, que es en realidad un autorretrato realizado hacia 1842 y que se conserva en el Museo Romántico de Madrid, y la litografía. Entre 1834 y 1842, participó en las exposiciones anuales de la Academia de San Fernando, institución que la honró el 21 de junio de 1840 con el título de «Académica de mérito por la pintura». Un año después, su obra El silencio obtuvo una medalla de plata en la exposición organizada por la Société Philomatique de Burdeos. También fue socia, desde 1837, del Liceo Artístico y Literario de Madrid, entidad en la que participó de forma muy activa tanto en las sesiones de competencia artística que se celebraban semanalmente, donde hizo numerosos retratos, como en las exposiciones celebradas en 1837, 1838 y 1839 (y, póstumamente, también en las de 1844 y 1846).
En 1840 Rosario Weiss consiguió ser admitida como académica en San Fernando, un nombramiento que «le proporcionó prestigio personal y profesional