Fig. 1. Florero de conchas isabelino con fanal en vidrio. 50 cm alto x 29 cm diámetro. Tercer cuarto del siglo XIX. Colección particular.
A comienzos del siglo XIX, en instituciones como la Real Sociedad Económica de Amigos del País, el Ateneo, el Casino-Obrero, el Liceo Artístico y Literario o en los escaparates de los principales comercios de las ciudades, comenzaron a aflorar exposiciones temporales que, con una duración máxima de quince días, permitieron exhibir muestras en las que se exhibían conjuntamente piezas artesanales (figura 1) y obras artísticas. Lienzos que mostraban flores, naturalezas muertas, bodegones, paisajes o retratos convivían con bordados, abanicos, flores realizadas con conchas o artilugios con ciertos mecanismos que permitían que las obras artesanales cobrasen vida.
El dibujo, la música y la costura, así como los idiomas o la geografía, formaron parte de la formación habitual que las jóvenes de clase alta recibían con el fin de aprender a desenvolverse en sociedad. Eso hizo que muchas mujeres cultivasen en sus hogares la pintura, así como diversas técnicas decorativas, a modo de pasatiempo, sin que por ello careciesen de calidad artística o de dificultad técnica.
Muchas mujeres del siglo XIX dedicaron buena parte de su tiempo a labores como los bordados. La destreza en las labores ocupó un papel fundamental en la educación que las niñas recibían en los conventos o en colegios en el siglo XIX, y que formaban parte de las llamadas labores del hogar o labores de adorno. La mujer afirmaba su papel de «ángel del hogar» decorando cada ángulo de su casa: toallas, centros, cojines, reposapiés, fundas para sillas, tapetes, cortinas, barandillas, paneles contra el fuego, etc.
Las niñas se iniciaban en las diferentes técnicas de la costura ejecutando «trabajos de prueba» o dechados, en los cuales aprendían a hacer cenefas, vainicas, deshilados o letras que servirían para marcar las prendas de su ajuar. Estos dechados también se convirtieron en instrumentos de alfabetización donde las muchachas aprendían a leer y escribir. Posteriormente, continuarían con otras labores más especializadas, como el bordado o el encaje, la calceta, la frivolité, el crochet, el punto de red o el dobladillo, que aplicaban a la indumentaria, a los ajuares domésticos y a los ornamentos de iglesia.
Las revistas femeninas ofrecían patrones y diseños para poder llevar a cabo todas estas labores. Los grandes avances de la imprenta contribuyeron a un considerable aumento de esquemas y modelos: parece ser que en 1840 se publicaron más de catorce mil. Por otro lado, los progresos de la química y de la industria textil surgidos en el siglo XIX permitieron satisfacer la creciente demanda de tejidos, hilos de colores o utensilios para la ejecución de bordados y encajes.
Desde la perspectiva de las bellas artes, las mujeres artistas encontraron mayores facilidades en la dedicación a determinados temas y técnicas, por considerarse eminentemente femeninos. Por ello es frecuente encontrar un mayor número de mujeres artistas en el campo de la miniatura, la ilustración, el bordado o la porcelana que en el ámbito de la pintura o la escultura. Las artistas solían cultivar temas de género y bodegones y, en ocasiones, retratos y temas religiosos, temas que eran considerados secundarios en la jerarquía artística de la época. Eran géneros y medios que en la época fueron valorados acordes a su sensibilidad y sus capacidades, pero, en realidad, también influyó el tener vedado el acceso a ciertas asignaturas, que les impidió ampliar su formación, incrementar sus habilidades y, en consecuencia, atreverse con otro tipo de composiciones.
En un artículo publicado en la Gazette des Beaux-Arts en 1860 se retrataba con claridad el sentimiento de la época respecto a la situación y consideración de la mujer artista:
El genio masculino no tiene nada que ver con el gusto femenino. Dejemos que los hombres de genio alumbren grandes proyectos arquitectónicos, esculturas monumentales y formas pictóricas excelsas. En una palabra, que los hombres se ocupen de todo lo que tiene que ver con el gran arte. Dejemos que las mujeres se ocupen de esas clases de arte por las que siempre han sentido preferencia, la pintura de flores, esos prodigios de elegancia y frescura que sólo pueden competir con la elegancia y frescura de las propias mujeres. A las mujeres corresponde sobre todo la práctica del arte gráfico, esas laboriosas artes que se compadecen tan bien con el papel de abnegación y devoción que la mujer honesta desempeña felizmente aquí en la tierra, y que es su religión.3.
LAS PIONERAS: PINTORAS ESPAÑOLAS DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX. REINAS Y PINTORAS DE LA FAMILIA REAL
Son bien conocidos los numerosos retratos de miembros de la familia real que ornamentaban tanto los reales sitios, como las principales instituciones públicas españolas. Esta ingente cantidad de retratos reales, especialmente los que se ejecutaron de Isabel II, responden, a la delicada situación política en la que se encontraba España tras la guerra de Independencia y la muerte de Fernando VII, que dejó como heredera al trono a una niña de tres años, Isabel II, lo que motivó la realización de multitud de retratos de la joven reina para legitimar tanto su propio estatus como la imagen de estabilidad de la monarquía.
Pero, además de la representación de las imágenes regias, las mujeres de la realeza, tanto reinas como infantas, demostraron también aptitudes para la pintura. La primera de las cuatro reinas de la España contemporánea es doña María Luisa de Parma (María Luisa de Borbón), esposa de Carlos IV y madre de Fernando VII, fallecida en Roma en 1819. De su mano se conocen dos paisajes a plumilla de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. De doña María Isabel de Braganza, segunda esposa de Fernando VII, destacó que fue gran protectora de las Bellas Artes, a la que se le debe el establecimiento de dibujo para niñas que estuvo agregado a la Academia de San Fernando, y más especialmente concluir el proyecto iniciado por José Bonaparte, con la creación del magnífico Museo del Prado, «honra de nuestra nación y envidia de las extrañas», museo que fue inaugurado el 19 de noviembre de 1819, un año después de su muerte. De sus aptitudes artísticas se conoce que regaló a la Academia de San Fernando nueve modelos de principios para que sirvieran a sus discípulos.
Sin embargo, más se conoce de doña María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (figura 2), última esposa de Fernando VII, madre de la reina Isabel II y reina gobernadora entre 1833 y 1840. De su obra da constancia una carta enviada en 1833 por la reina a José de Madrazo, junto al cuadro Psiquis y Cupido, que transcribe:
Palacio 7 de abril de 1833. Madrazo: Te remito el cuadro de Psiquis y Cupido, que acabo de pintar al óleo, para que le presentes á la Academia de San Fernando, como una prueba del aprecio que me merece esta corporación por su celo en la enseñanza de las Bellas Artes, y para que conserve al mismo tiempo esta pequeña muestra de mi afición á la hermosa arte de la pintura.4.
Fig. 2. María Cristina de Borbón, Paisaje fluvial, óleo sobre lienzo, 25,5 x 45,1 cm. Colección particular.
Este escrito obtuvo una carta de agradecimiento por parte de la Real Corporación de 21 de abril de 1833:
Señora: Nunca pudiera aplicarse con mayor oportunidad y ampliación aquella antigua máxima de que el honor es el que fomenta y vivifica las artes, que cuando V. M. ha tenido la dignación de honrar á su Academia de San Fernando remitiéndola el cuadro de Psiquis y Cupido, pintado por su augusta mano, acompañándole de una carta cuyas expresiones delicadas y honoríficas quedarán para siempre grabadas en las actas y en la memoria de esta Academia. Nacida V. M. en el país clásico de las bellas artes, donde hasta las ruinas y vestigios de la antigüedad hablan y ofrecen modelos del más exquisito gusto para nuestra