Con todo, lo esencial a la hora de incidir en la naturaleza humana, en el concepto de ser humano, radicará en la existencia de un alma inmortal, por la que todos los hombres son iguales en dignidad. Si Dios premia sus esfuerzos lo es, en última instancia, para facilitar su subsistencia económica. De este modo aparece, emerge y se afirma la idea de persona humana, por lo que el siervo no es en modo alguno un instrumento de producción justificado por un orden natural. Contrariamente, protegido por su señor feudal, realizará su trabajo por razones morales justificadas en un orden divino superior. De la misma forma que el noble, los artesanos y el resto de miembros de esta estructura social deberán asumir las suyas.
1.2.1 Los primeros filósofos-economistas
En aquellas primeras suposiciones o interpretaciones acerca de la naturaleza humana subyace un sincretismo filosófico (político y social) que prevalecerá en las iniciales preocupaciones por explicar el papel de los seres humanos en el desarrollo de las riquezas. En consecuencia, las primeras aproximaciones al estudio de la conducta económica, bien entrado el siglo XVIII, se encuentran fuertemente ligadas a postulados filosóficos, en lo fundamental, concernientes a comprender y explicar la naturaleza humana, cuando no para justificar lo más trascendente del medievalismo anterior pero por razones bien distintas. Entre otras cosas porque a partir de su conocimiento –el conocimiento de las características inmutables de la naturaleza de los seres humanos y sus potenciales efectos sobre la conducta social– se pueden realizar predicciones estables y las consecuentes planificaciones en el comercio y en el mercado.
En esta dirección resulta necesario hacer una referencia, en cualquier caso imprescindible, a dos de los autores más representativos e influyentes de lo que podrían ser los antecedentes de la psicología económica. Lo son en la historia de la economía y lo son también para la psicología, en especial para la psicología social. Puesto que son los primeros en formular una teoría general, económica y social, basada en acciones humanas, constituyendo las primeras teorías sociales de fuerte impronta psicológica. Se trata de Adam Smith (1723-1790) y de Jeremy Bentham (1748-1832).
En palabras de Ferrater Mora (1991: 3077) «el pensamiento de Adam Smith, tanto en economía como en filosofía moral, se caracteriza por un constante esfuerzo de unir la doctrina con la práctica, es decir, con la experiencia». Es muy posible que sean dos los aspectos, derivados de lo anterior, que mayor transcendencia hayan tenido en la posterior evolución de la economía.
1. En primer lugar, la construcción de una doctrina económica basada en la libertad de comercio que supuso la formación de lo que se ha dado en llamar la escuela clásica, extremadamente influyente en la práctica totalidad de los grandes economistas del siglo XIX. En este sentido, cabe que se destaquen sus estudios sobre la formación del capital (especialmente en su obra Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones; 1776), el desarrollo del comercio y de la industria.
2. En segundo lugar, aunque a Smith se le conozca más que nada como economista, no es menos cierto que su filosofía moral contribuyó de manera decisiva en la posterior formulación del hombre económico (homo oeconomicus). Y ello es especialmente importante para lo que en este capítulo pretendemos describir. Efectivamente, la persistente creencia de que la naturaleza humana posee ciertos rasgos o propiedades fijas que determinan su conducta social y económica se convirtió en un supuesto tácito: en un axioma. Y aun con alguna que otra controversia se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX.
¿Pero cuáles son estas propiedades? Adam Smith al ocuparse del «amor por uno mismo», que es definitivamente el principio rector de las relaciones en sociedad, afirmaba que:
No de la benevolencia del carnicero, del vinatero, del panadero, sino de sus miras al interés propio es de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento. No imploramos su humanidad, sino acudimos a su amor propio; nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas. Sólo el mendigo confía toda su subsistencia principalmente a la benevolencia y compasión de sus conciudadanos...
El hombre económico es un ser racional que actúa según la ley del «mínimo esfuerzo, máximo beneficio». Es decir, racionaliza con gran exactitud cómo puede obtener la máxima satisfacción o la mínima incomodidad con el menor esfuerzo. Lo que tiene claras consecuencias sobre el trabajo, el comercio, el dinero y, en definitiva sobre la mayor parte, por no afirmar que la totalidad, de los parámetros determinantes de la conducta social. Y, claro es, también de las creencias y valores que la sustentan. ¿Cómo explicar el humanitarismo y el altruismo?, ¿acaso existen? Evidentemente no, afirmará Adam Smith. Está en la naturaleza humana que el hombre sea competitivo e interesado en sí mismo.
Tal ideología no se debió únicamente a este autor. Las obras de algunos otros se utilizaron para fundamentar aquellos argumentos y reflexiones. Tal es el caso cuando en 1859 Charles Darwin publicó el origen de las especies. Su concepto de supervivencia del más apto y de lucha por la vida (i. struggle-for life ) encaja perfectamente con lo anterior, contando con una entusiasta aprobación por los industriales de la época. En su lógica, no del todo olvidada hoy día, no parecía excesivamente social, mas por el contrario antisocial, ayudar al débil o al pobre.
Por ejemplo Herbert Spencer afirmó, años más tarde, que todos los hombres deben velar por sí mismos siendo libres para competir y, al demostrar sus mayores aptitudes, sobrevivir. De manera que la libre competencia, auspiciada por Smith, Ricardo y muchos otros economistas de la época, y la máxima libertad de mercado redundan en beneficio de la humanidad. Llegándose a afirmar que «el egoísmo del hombre es providencia de Dios». De esta manera la propuesta de Smith de unir doctrina y práctica, ideología y experiencia, quedó resuelta.
Así es que el utilitarismo surge durante el siglo XVIII en Inglaterra, justo cuando el país estaba inmerso en la primera revolución industrial, opuesto a la tradición filosófica culminada en la obra de Kant. Es bien conocido que para este autor las acciones tienen un valor moral que no se puede medir por los resultados o por su mayor utilidad. Bien al contrario, por la intención que las impulsa y por
el principio moral que las regula. Para los utilitaristas ingleses del XVIII sólo es verdadero lo que es bueno. Y lo bueno es lo útil.
Jeremy Bentham (1748-1832) elevó esta doctrina a un lugar preponderante, que aún sigue influyendo en nuestro modo de pensar, nuestros valores y nuestras opiniones. Se trata del hedonismo psicológico cuyo principal argumento puede enunciarse de este modo: las acciones humanas son en sí mismas interesadas, motivadas fundamentalmente por el deseo de obtener placer y de evitar el dolor.
Es muy posible que sea la primera teoría psicológica sobre la motivación humana. Pero además, para lo que aquí nos ocupa, implica una perspectiva moral de gran trascendencia, dado que el hedonismo psicológico sostiene la importancia del interés propio inteligente como base del código moral y social. Con ello, también, la justificación, elevada desde entonces a dogma omnipresente, de un hombre económico cuya naturaleza se sustenta en una mera «aritmética de placeres y de penas». Ley que se convertiría, luego más tarde, en base esencial del cálculo económico, inevitablemente utilizada para explicar la conducta social y de paso, tal y como hemos visto, justificar los actos morales basados en el propio interés.
Con todo, conviene señalar que en sus orígenes el utilitarismo fue una doctrina claramente progresista. Lo que se pretendía era alcanzar la mayor felicidad posible en lo privado y en lo público. Lo que se esperaba no es sólo alcanzar el placer personal sino, como dejara dicho Bentham, «el mayor bien para el mayor número de personas». Tanto en la moral, como en la política y la economía, se debe adoptar una estrategia orientada al placer para evitar el dolor y el sufrimiento de la población. Al igual que afirmara Smith con su conocido principio de la mano invisible, según el cual cada individuo, al actuar en busca solamente de su propio bien particular, es guiado por una mano invisible hasta realizar lo que debe ser más conveniente para todos, de tal modo