Por supuesto que esta materia espumeante es la mejor manera de fijar el tiempo, de espacializar la historia. La materia no es sólo naturaleza (puesto que está habitada por el hombre), pero el hombre, a su vez, es siempre naturaleza viva y materia histórica. La historia no es sólo devenir del tiempo, es precisamente su espacialidad material y su presente: ese presente al que se le suele llamar vida. La lucha de Aleixandre contra el tiempo es admirable. Él, continuo enfermo del cuerpo, que no sabe escribir salvo cuando no siente el cuerpo enfermo, se convierte en el mejor cantor del cuerpo, es decir, de la materia inscrita en el hombre y en la historia. Materia inscrita como escritura (por ejemplo el poema «Historia de la literatura») o como arte (por ejemplo, el libro titulado Retratos con nombre). El «more geométrico» spinozista parece cobrar vida y reproducirse en la fuerza con que Aleixandre transforma la escritura en materia y a la materia en escritura o en historia del cuerpo humano, retratos de su figura o de su nombre. Nos dice en el poema a la sangre de En un vasto dominio: «Es la verdad que en la boca aún destella / y se hace / una palabra humana».12 Pero también nos había establecido la diferencia entre el ser y el estar del cuerpo. El ser no es, está en el cuerpo, es el «Estar del cuerpo»:
Aquí está, entre los dedos
totales, cuerpo siendo,
emergido hasta estar,
aquí en el mundo.13
Pero también en el poema titulado «La vieja señora»,14 del mismo libro, y aunque se trate de un poema crítico sobre un mundo perdido –el de la vieja aristocracia–, Aleixandre nos habla del cuerpo como algo muerto, como reverso continuo del cuerpo vivo que hemos visto en otros textos del libro. No puede evitar la acumulación de sombras sobre la luz de la vida. Incluso, repito, pese a que la cuestión se desdoble, porque las sombras son también ahora las de una forma de vida histórica ya muerta. La narración del entierro es soberbia a través de esa doble ambigüedad: «Cuando la sombra espesa su dominio acentúa (...)». O bien: «La sombra descolgada que erguida cae continua, / lo que imitara a un cuerpo si el alentar sirviese». Dos versos para mí definitivos, como lo son los que siguen: «¿Y si cayesen las sombras, desnudadas, / veríase una niña, saltar, estar, ser vida?» (la cursiva mía).
Toda esta serie de planteamientos que hemos venido esbozando hasta ahora, esto es, el despliegue de la metáfora luz/sombra a través de los signos del ser y el estar, del tiempo y del espacio, de la materia y de la historia, se nos reproducen de nuevo, como una maduración básica de toda su poética hasta el momento, en el poema titulado «Diversidad temporal», sin duda la clave del libro Retratos con nombre:15 frente a la no-diversidad profunda de la sustancia, una sustancia que se cumple en espacios y que se hace tiempo, el pie humano se inserta para establecer lo distinto, lo diferente. La espuma está y a la vez se quiebra. Rueda, como en el mar las olas, y su «estar» en la materia es una espuma que suscribe formas. Pero esa sustancia, única y formidable, no adquiriría su auténtica diversidad sin la huella palpable del pie humano. El problema clave que subyace aquí es el de la individuación o la diversidad que ese pie establece sobre la unidad de la sustancia. Es el mismo sentido con que Aleixandre trata de configurar su famoso poema titulado «Cumpleaños» y que se subtitula «Autorretrato sucesivo».16 Hay algo aquí que me llama profundamente la atención. No sólo que de nuevo la sucesión temporal se nos describa a través de espacios de vida, sino que desde el principio se nos revele la impotencia del lenguaje, de la escritura, ese símbolo que volveremos a encontrarnos en Diálogos del conocimiento. Dice así el poema: «Un dolido / vagido me pronunció o me deletreó con tristeza. / Habían sido todos convocados con alegría / pero él no pudo más que dar una sílaba». Deletrear con tristeza una sílaba, o peor, que sólo una sílaba te deletree, te nombre, frente a la alegría aparente de todos, es quizá ya una marca de origen, lo único que acaso permanezca para siempre. La escritura no individualiza, la escritura no salva nada porque carece de nombre. Del mismo modo que la historia se llena de los sin nombre: «La historia a veces calla / los nombres». Salvo que para Aleixandre casi siempre la historia de los sin nombre es la única historia que existe, puesto que ellos constituyen la cotidianidad real del espacio y del tiempo, puesto que ellos han construido el espacio y el tiempo histórico, sólo que jamás han podido ser deletreados por una sílaba –como al propio poeta le ocurre– a través de las líneas de la escritura. Quizás porque pese a todo la escritura sí que tenga un nombre: pueda llamarse poder o explotación. Ahora bien, y vuelvo a insistir en ello, ¿esto no implica sin más el tacharse del valor de cualquier escritura, que cualquier escritura no tiene más valor que el que el poder o el mercado le da –incluido el mercado ideológico/literario–? ¿No implica que jamás la escritura alcanza a individualizar algo, o alguien, porque siempre es la escritura de la Norma, la escritura de los de arriba? Sin duda: no hay más escritura del nombre que la escritura de los que representan la historia sobre la espuma de las superficies. La hondura de la historia tiene una doble cara: ya que no hay más escritura que la que se inscribe en los cuerpos, tenemos que darnos cuenta de que, por un lado, los cuerpos no tienen nunca nombre propio (sólo el préstamo de la familia o del estado) y, por otro, los cuerpos, cuando adquieren nombre, es quizá sólo porque ese nombre es el imaginario del poder, lo que flota a fuerza de hundir a los otros cuerpos sin nombre bajo el signo de lo explotado. Difícilmente los de abajo pueden tener nombre, rostro, retrato. Esa imagen pictórica que fija el tiempo en el espacio de los que nunca han tenido ni tiempo ni espacio. ¿Se identifica así Aleixandre con los sin nombre, como lo había hecho en los Retratos anónimos con los que concluye En un vasto dominio? Parece evidente que sí: resulta de nuevo sintomático que termine un libro con estos retratos anónimos y titule al siguiente Retratos con nombre. La búsqueda del nombre global es obvia, pero también la búsqueda del propio nombre propio que se identifica con ellos. Dar nombre a los rostros es crearlos de nuevo. Esa sí que es una auténtica participación en la historia. Pero no se trata de una mirada que se extiende desde arriba hacia abajo, ni siquiera de igual a igual, sino de un intento de dar sentido a una historia que no lo tiene, una mirada que trata de reconocerse en la sombra de los otros, porque el poeta tampoco se identifica con su propio nombre, con su propio lenguaje, con ese deletreo de apenas una sílaba. Para Aleixandre el nombre propio es siempre el nombre de la otredad, incluso de la otredad desconocida. Así se nos dice en unos versos magníficos de los Poemas varios:17 «¿A quién amo, a quién beso, a quién no conozco? / A veces creo que beso sólo a tu sombra en la tierra (...)».18
En Retratos con nombre nos vuelve a sorprender el poema «A mi perro», Sirio, el inolvidable perro (o perros), que los versos saben situar precisamente en la delimitación de su espacio (los perros delimitan su territorio) frente a la indefensión del poeta ante la invasión del tiempo que pasa a través de él: «Pero yo pasé, transcurrí, y tú, oh gran perro mío, persistes (...)». ¿Cómo persiste el perro? De manera magistral nos lo dice Aleixandre: «Un instante parado a tu vera».19 El instante se ha convertido de nuevo en espacio lumínico, el perro en su propio espacio único e instantáneo. Sirio, el perro, tiene nombre, pero ¿lo tiene la voz que habita estos versos? Ni una sola vez. O mejor dicho: en «Ropa y serpiente», otro poema en prosa de Pasión de la tierra, sí que nos había aparecido el nombre de la voz. Pero fijémonos de qué forma: «(...) Ni a mí que me llamo Súbito, Repentino, o acaso Retrasado, o acaso Inexistente. Que me llamo con el más bello nombre que yo encuentro, para responderme: ¿Quéeeeeee? (...)».20 Es obvio que ese «que» larguísimo supone desde el origen la falta de respuesta. Sólo el eco responde.