Si como es habitual –y perfectamente lógico– la copulativa une (como verdadera cópula) los dos términos del título, entonces nos encontraremos con que inevitablemente el entreverado, la mezcla continua de los términos, su vaivén oscilatorio, supondría la constitución y el despliegue del texto. Pero si la copulativa no une realmente nada, si la cópula no produce efecto, entonces y también, de manera inevitable, nos encontraremos con una apertura distinta hacia la escritura y la lectura y, en consecuencia, hacia la comprehensión de ambas.
Digamos así, y por seguir con los mismos ejemplos, que entonces las espadas serían sólo espadas y los labios serían sólo labios, que la destrucción sería sólo la destrucción y el amor sólo su interrogación, o bien el ser andaría por un lado y el tiempo por otro. Ello nos obligaría a introducirnos en un universo poético y textual sombrío y oscuro: las espadas destruirían realmente y los labios no tendrían nada que hacer ante ellas, se trataría de líneas paralelas jamás convergentes, o bien de que cuando alguna vez convergiesen una de las líneas destruyese a la otra, en absoluto que en su fusión se produjera la luz, naciera la luz. Es evidente que Aleixandre nos dice una y otra vez que su poesía tiende hacia la luz, pero lo malo de la luz es que va siempre acompañada de su sombra. De nuevo, como en El viajero y su sombra de Nietzsche, cualquier lector de Aleixandre comprueba esa corrosión que araña siempre por debajo o al lado de sus versos.
Esa consciencia de que la luz está siempre como roída por un gusano que no sólo está dentro sino al lado de la luz, su compañero inseparable. Por eso he citado la luminosidad de Sombra del paraíso, pues creo que a partir de ahí no hacen falta muchas más explicaciones. La luz del paraíso lleva siempre su sombra al lado («¿Adónde el Paraíso / sombra, tú que has estado?», ya había escrito Alberti), o puede ser sólo una sombra de lo que alguna vez fue, una especie de espectro, de fantasma o de recuerdo –que viene a ser lo mismo–. Y no me refiero únicamente al nihilismo obvio de Mundo a solas. Como el propio Aleixandre dice, el libro «quizá más pesimista del poeta».3 Y con sus versos más nítidos en este sentido:
Sólo la luna sospecha la verdad;
y es que no existe el hombre4
O bien:
No. No. Nunca. Jamás
(...)
No. Yo soy la sombra oscura
(...)
Bajo tierra se vive.5
Estos versos esenciales son sin embargo demasiado explícitos. Estoy hablando de otra sombra, la apenas perceptible muchas veces y que sin embargo permanece latiendo siempre en la poética de Aleixandre. Resulta así obligatorio hablar de Pasión de la tierra, el libro que el propio Aleixandre nos presenta como el humus maternal de su poesía posterior, y donde nos habla incluso de la influencia de Freud. Quizás la tempranísima traducción al castellano que hizo López Ballesteros de los textos de Freud habría ayudado a la pasión de este libro, que parece a veces casi un calco inconsciente de los textos freudianos de los años 1918-1920, textos como Lo siniestro o Más allá del principio del placer. Tanto es así que cuando Aleixandre reconoce luego esa supuesta influencia freudiana, ese humus maternal que acabamos de recordar, de hecho uno no sabe muy bien si se está refiriendo al «fantasma» de la madre auténtica, al libro como útero poético, o a las dos cosas a la vez.6 De lo que no cabe duda es del halo siniestro que envuelve al libro y sobre el que volveremos. Hay que volver a recordar, por otro lado, que Ámbito no es algo desgajado del resto del corpus poético de Aleixandre, pese a ese aparente humus primerizo de Pasión de la tierra. Y por supuesto que el propio Aleixandre ha reconocido luego el encaje de Ámbito con el resto de su obra. En este sentido sólo nos interesa señalar una pista clave: Ámbito es un libro casi cubista, casi «more geométrico», es decir, casi spinoziano, en tanto que libro básicamente espacial. Y ya veremos hasta qué punto esto puede resultar definitivo, si lo enlazamos con la espacialidad de En un vasto dominio o de Retratos con nombre. Y mucho más con la frialdad aparente del final glorioso de la trayectoria de esta poética, es decir, con Diálogos del conocimiento.
Pero si retornamos a Pasión de la tierra nos encontraremos con la vivencia de que pasión significa a la vez el desbordamiento del amor por la tierra o del amor en general, pero que también significa padecimiento o «pathos», o sea, la culminación de la tragedia: se padece en la tierra y la tierra nos padece (sin olvidar la paganización terrestre de la pasión de Cristo que obviamente subyacía en la mentalidad educativa de toda la España de la época). Incluso el hecho de haber elegido para este libro la arriesgada forma del poema en prosa connota también algo de lo que venimos diciendo: no sólo porque el poema en prosa remita necesariamente a algo prosaico, sino quizás porque de lo que se nos quiera hablar aquí sea, en efecto, de algo así como lo que Hegel llamaría la «prosa de la vida», la literalidad material de lo terrestre y de su contingencia. Esa contingencia que supone el paso o el peso del ser terreno y de la conciencia de estar siempre no sólo sobre la tierra, sino paralelamente, como incrustados en la sombra del «bajo tierra», o sea, enterrados en todos los sentidos. Podríamos decir así que Pasión de la tierra culmina su sombra en los Poemas de la consumación, a la vez que, de una manera inopinada, en los Diálogos del conocimiento, pues aquí esa conciencia de estar «enterrados» en cualquier sentido se mira con una pasión fría y deslumbrante, como si se pudieran mirar –y conocer– la vida y la muerte desde afuera (lo que supondría el verdadero y auténtico conocimiento).
Hay miles de maneras de interpretar la trayectoria poética de Aleixandre, pero si elijo esta del viaje poético de la luz que sabe que la luz proyecta siempre su propia negatividad, su propia sombra, es porque no la considero una lectura inadecuada. Del mismo modo si hemos hablado de Heidegger y hemos traído a colación a Spinoza, tampoco ha sido por gratuidad. Está claro que Aleixandre es un poeta del tiempo, pero no en el sentido machadiano de sentirse inserto en el tiempo (en tanto que única verdad histórica viva), sino más bien en el sentido heideggeriano en el que la palabra del ser, aunque inserta ahí, no se encuentra a gusto en el tiempo, está contra el tiempo, decíamos, se presenta como la necesidad de luchar contra y «entre» el tiempo aunque lo tenga que aceptar y se sienta vencida de antemano. El problema radica exactamente ahí: ¿cómo luchar contra el tiempo? Evidentemente no hay más que una sola fórmula: trocear el tiempo, cortarlo en espacios. Para Heidegger resulta obvio que sólo la espacialidad del ser salva al ser. Por eso le da una habitación, un habitar: la palabra poética como casa del ser. Por el contrario, en el tiempo, el ser, la verdad, carece de casa: peregrina a través de las epocalidades sin encontrar su sitio ni su figura. Es una dolencia de amor o de verdad que no se cura en el tiempo. Sólo se da rehuyéndose, ocultándose, apenas sombreando la precariedad del ente cotidiano. De pronto, como en un fulgor, un relámpago, la opacidad del tiempo se desgarra y el ser encuentra su casa, su lugar, el espacio en que mostrarse como presencia y figura, como verdad plena. Es la palabra poética la que desgarra el tiempo y con su relámpago lo detiene. Obviamente para Heidegger esto ocurre con la palabra de los presocráticos o en los poemas de Hölderlin. Cualquiera puede saberlo y no pretendo hacer una lectura heideggeriana de Aleixandre. Señalo sólo un inconsciente de época, una atmósfera vital que,