Ambos somos europeos inquietos. Susana, tras su formación inicial en España y Francia, se trasladó a Estados Unidos para hacer su doctorado y después volvió a España. Gavin, nacido en Inglaterra, donde recibió su primera formación, se fue a Norteamérica a los diecisiete, pero volvió a Inglaterra para su doctorado. Después de un trabajo de campo previo en Perú, Gavin inició un largo periodo como etnógrafo en la Valencia meridional. A medida que el material de aquel trabajo de campo –los datos, las interacciones personales, los vacíos y los hitos– empezaba a tomar cierta forma narrativa y teórica, sintió una urgencia creciente de aunar sus percepciones y su trabajo en curso con los académicos españoles que trabajaban en y sobre España. Y así nos encontramos en un taller, que formaba parte de una serie de talleres dirigidos por antropólogos franceses y españoles con la ayuda de Maurice Godelier, sobre la cuestión de las transiciones sociales.
Comprometidos con la importancia de la etnografía histórica, ambos sentimos con fuerza que la comparación también enriquece la etnografía. Aunque este libro no es formalmente de etnografía comparativa, está fundamentalmente inspirado por el trabajo de campo anterior de Susana en Cataluña y por el trabajo que hicimos juntos (con la ayuda de Clare Belanger y Simone Ghezzi) en La Brianza, una economía regional de la Italia septentrional. De esta manera, mientras hablábamos sobre nuestros intereses intelectuales y políticos, nos convencimos de que la suma de nuestras empresas individuales sería mucho más grande si trabajábamos juntos: Gavin, como europeo, hasta cierto punto autóctono, pero, como antropólogo canadiense, también alguien ajeno; Susana, tanto europea como española aunque muy familiarizada con la antropología anglófona; y ambos compartiendo preocupaciones políticas y teóricas, unos puntos en común que han aumentado durante los años que hemos trabajado juntos.
Para nosotros la investigación social siempre debería situarse claramente dentro de un proyecto político explícito, y ambos habíamos estado implicados en un debate en el que el concepto de clase era esencial para el proyecto político de comprensión de la diferencia cultural y social, así como un instrumento crucial en la transformación de las relaciones sociales desiguales para conseguir oportunidades de vida indiferenciadas. Así, trabajando contra corriente de lo que creíamos que era la tendencia tanto en la antropología como en las otras ciencias sociales, sentimos que necesitábamos una forma de hacer etnografía que retuviera un modo de entender la complejidad del mundo social usando la clase como guía conceptual. Sin embargo, no estábamos tan interesados en las propiedades estructurales varias de la clase, ya fueran estratos sociales weberianos o relaciones marxianas con los medios de producción (Ossowski, 1969), como en los principios que condujeron a los teóricos a enfatizar en primer lugar la clase. Pensábamos, por ejemplo, en la imagen de sociedad de Marx, en la que el proceso de reproducción social genera contradicciones estructurales que, a su vez, son resueltas tecnológicamente mediante una productividad general mayor, geográficamente por medio de desplazamientos de capital en el espacio o, aún más importante, por medio del resultado de conflictos sociales, conflictos que aglutinan a la gente en torno al control de la propiedad y la necesidad de ofrecer trabajo. Por mucho que hayamos avanzado hacia una condición posmoderna, o hacia una sociedad postindustrial, de ninguna manera nos hemos separado de un tipo de sociedad en la que «la reproducción de la vida cotidiana depende de la producción de mercancías mediante un sistema de circulación de capital que tiene la búsqueda de beneficios como su objetivo directo y socialmente aceptado» (Harvey, 1985: 128) y, por tanto, nos parece que los antropólogos tienen la responsabilidad de explicar esta característica fundamental de la reproducción social bajo el capitalismo. En consecuencia, esta es la razón principal por la que, para nosotros, la clase continúa siendo central para la investigación etnográfica.
Una segunda característica del espíritu que condujo a los autores de izquierdas a centrarse en los rasgos cruciales de la clase, fuertemente asociada con el trabajo de Edward Thompson, podría resumirse en la proposición de que solo a través de la acción colectiva la gente subordinada tiene alguna influencia sobre el poder y que, aunque hay muchas líneas y formas mediante las cuales las colectividades pueden expresarse, existe un nexo orgánico crucial entre las colectividades de clase y la retención o transformación del capitalismo. Este segundo elemento era especialmente importante para nosotros precisamente por su ausencia aparente de la vida cotidiana de nuestro escenario de campo. ¿Por qué ausente? Porque tales colectividades, como estructuras de sentimiento, como modelos de relaciones sociales y como punto de apoyo para la acción y el empoderamiento, han sido objeto de un ataque severo a lo largo de la historia y hasta el momento presente, un ataque que adquirió una fuerza particular en los años que siguieron a la Guerra Civil española.
En efecto, siguiendo la estela de este ataque, el tipo de mundo que hemos descrito antes se ha configurado en el discurso hegemónico reciente como un mundo de economías regionales, una «Europa de las regiones». Se trata de nuevas configuraciones que atenúan las características políticas y estructurales de clase como medio de comprensión de los procesos históricos. En cambio, favorecen una comprensión de las prácticas sociales, las experiencias y las relaciones en términos de valores colectivos corporativistas, conocimiento local y afinidad emocional. En lugar de una historia compleja cargada con las tensiones de la contradicción, el conflicto, la resolución y la transformación, conseguimos una auditoría de sus posibilidades empresariales (y, por tanto, de sus fracasos) «culturales» y «sociales», un balance de los más y los menos: «producción flexible», empresas reducidas y dispersas y «capital social». Así pues, una responsabilidad de nuestra investigación social fue encontrar los indicios a partir de los cuales las fuerzas colectivas podrían ser reconstruidas.
A pesar de todo, mientras nos familiarizábamos con la bibliografía, encontramos historiadores, economistas y sociólogos que trabajaban sobre Europa (Berg et al., 1983; Bagnasco, 1977; Piore y Sabel, 1984) prestando una atención creciente a algo parecido a un pequeño capitalismo organizado. Se hacía cada vez más popular como «tercera vía» un nuevo modelo de desarrollo de la economía de mercado que tenía en cuenta las «externalidades» sociales, un modo más viable e incluso más humano de organizar el capitalismo. A la vez que ello parecía confirmarnos que estos otros modos de organizar las relaciones trabajo/capital eran, en efecto, significativos, también nos hacía conscientes de que debemos entender simultáneamente dos fenómenos bastante diferentes: las prácticas y relaciones que podíamos encontrar en un área económica vagamente predefinida y los modelos económicos para desarrollar las regiones en la línea de redes, mercados sociales, empresas flexibles y similares que los expertos y los responsables políticos de Europa generan hoy en día. Además, pronto reconocimos una relación dialéctica entre los dos niveles porque las políticas de desarrollo (prácticas reguladoras o desreguladoras, subsidios, etc.) proporcionaban condiciones cruciales que encaminaban las prácticas y las relaciones que observábamos en el campo. Proporcionaban recursos materiales específicos que la gente tenía que reivindicar en formas particulares, por supuesto, pero también afectaban a las vidas de las personas de manera más general. El modo como las personas pensaban sobre sus propias vidas y el espacio social que habitaban se entretejía con los discursos hegemónicos que destacaban la región como cohesionada bajo la rúbrica general de una «cultura empresarial» o lo que se denominó «nacionalismo económico».3
Nuestra idea era que tales condiciones, notablemente en desacuerdo con el ya clásico