Finalmente, nuestro tercer tipo de atención al mundo social nos alerta sobre las maneras como la gente interpreta su mundo social en el momento práctico inmediato de vivirlo. En este caso, la «factitividad» del mundo tal como se presenta queda en suspenso en beneficio de un tipo particular de sensibilidad interpretativa. Invocamos la expresión de Raymond Williams estructuras de sentimiento, un concepto que él usaba en un sentido completamente historicista, para describir la sensibilidad esencialmente colectiva de una época. Al escribir sobre las novelas ambientadas en la mansión rural de la Inglaterra del siglo XIX, por ejemplo, Williams exploró cómo esos trabajos invocaban silenciosamente y, a la vez, constituían activamente una estructura de sentimiento que dio origen a un significado específico de «el campo» y «la ciudad» como comunidades «cognoscibles».2
De igual manera, usamos las historias (en plural) para mostrar que las abstracciones concretas, las prácticas instituidas y las estructuras de sentimiento se condicionan y refuerzan recíprocamente (Roseberry, 1989). En última instancia, el propósito, el proyecto de tal ejercicio sociológico es descubrir la praxis de la gente escondida bajo la maleza y desenterrada potencialmente por nuestra contribución intelectual. Es difícil seleccionar porciones de todo el pastel que pongan de relieve los momentos cuando nuestra atención se ve absorbida de este modo en la etnografía, aunque quizá el capítulo 7, sobre culturas políticas, ofrece el ejemplo más coherente. Pero el aspecto más importante es que, vistas en un periodo histórico, las abstracciones concretas cambiantes se combinan con la agencia implicada en las prácticas de la gente para modificar las condiciones a las que se enfrentan. El lenguaje, los gestos y los suspiros, modelados por las estructuras de sentimiento de un lugar y un tiempo concretos, permiten entonces conocer todos estos elementos. Y todos ellos –las abstracciones concretas, la puesta en práctica de la agencia y el sentimiento estructurado–, considerados conjuntamente, nos moldean a cada uno de nosotros como un tipo particular de persona: un sujeto/agente social historicizado.
Este estudio se centra en un área de la Comunidad Valenciana, al sur de Alicante, donde ha existido una larga historia de próspera agricultura de regadío, combinada con pequeña manufactura. Los focos de manufacturas de productos específicos se remontan muy atrás: una ciudad y sus alrededores que fabrican alfombras, otra ciudad, cuerdas y otra, zapatos. El cultivo de productos agrícolas para ser comercializados en mercados internacionales tiene aquí también una larga historia. Más que una separación entre ciudad industrial y campo agrícola, existe una historia significativa de estrecha interrelación entre producción industrial y agrícola. Además, tanto los hombres como las mujeres han experimentado de diferentes maneras la movilidad geográfica, la manufactura en la pequeña industria, el empleo en grandes empresas y el trabajo en el sector de servicios.
En los años setenta, las exigencias de la nueva división internacional del trabajo llegaron a estos modos de producción preexistentes; afectaron, en primer lugar y con mayor fuerza, a la producción local de zapatos, pero también alcanzaron otras manufacturas y actividades de servicios del sector no agrícola. Con los cambios que se produjeron durante los treinta años siguientes, el modelo general acabó siendo el de una pequeña empresa local, y en algunos casos ramificaciones de empresas más grandes, que organizaban la producción por medio de una fuerza de trabajo localizada en su fábrica legalmente registrada, más una fuerza de trabajo mucho mayor diseminada en un sistema de «putting-out» o subcontratación. El sistema de subcontratas implica tanto niveles de trabajo realizado en talleres semilegales como niveles realizados mediante el trabajo a domicilio. En el hogar, desde la contribución inicial de la esposa, nos movemos –a través de su red ya establecida– hacia una red extensa de trabajo a domicilio subcontratado y después subsubcontratado.
Durante los años setenta y ochenta, las mujeres que realizaban trabajo a domicilio formaban parte probablemente de un grupo doméstico agrícola y, como resultado, estaban sometidas a una presión extrema. Sobre aquel periodo, Smith (1990) escribió (véase también Sanchis, 1984; para Cataluña, véase Narotzky, 1989, 1990, 2000, 2001):
La necesidad de trabajo en la propia explotación familiar es irregular; por ejemplo, el marido/padre puede conseguir trabajo para un día y, si considera que una tarea de la huerta no está acabada, presionará a su mujer o a su hija para que dejen de lado el trabajo a domicilio y vayan a la huerta (...) [Mientras tanto] los distribuidores de trabajo, deseosos de minimizar la cantidad de viajes y de contactos que tienen que hacer (...) animan a las mujeres a aceptar grandes lotes mediante el pago de tarifas que aumentan en progresión geométrica hasta que se completa la última unidad. Con la intención de llegar a esas tarifas, las trabajadoras, que ya están bajo la presión de sus maridos agricultores, pueden pedir lotes de un volumen excesivo con la idea de pasarle una parte a alguna vecina.
Esta compleja serie de relaciones sociales se construye sobre una amplia historia de extensas redes interpersonales. A lo largo del tiempo, los derechos personales, que se extendían hacia fuera desde la familia inmediata a la familia ampliada, los vecinos, los miembros de la comunidad, etc., se convirtieron en un componente institucionalizado de la vida diaria. Además, estos complejos conjuntos de vínculos también sirvieron para compensar la inestabilidad regional producida en parte por el clima impredecible y en parte por los ciclos comerciales, pero sobre todo por el carácter cambiante de las propias empresas. Cuando a finales de los ochenta se dieron las condiciones políticas y económicas para el cambio, que permitieron al gobierno avalar prácticas laborales y empresariales «flexibles» y desregularizadas, a la vez que minaron gravemente la agricultura local, esta economía ya plenamente «informalizada» se hizo todavía más informal.
La invención de situaciones de crisis y la estimulación de la inseguridad general se convirtieron en medios elementales de regulación social. Por ejemplo, con frecuencia las empresas se transformaban de un nivel de productor a un nivel de intermediario, pero únicamente con un propósito de evasión. Empresas registradas se declaraban en bancarrota y cerraban un día para abrir al día siguiente con el caparazón de la empresa original ahora operando únicamente con capacidad comercial, arrendando la maquinaria vieja a una «cooperativa» o a un taller subcontratado ahora totalmente ilícito, compuesto por trabajadores que acceden a reducir sus salarios, la seguridad y los beneficios para conseguir el contrato de su antiguo patrón. El modelo es conocido: mientras las empresas oficialmente registradas y los datos de empleo en la industria decrecían, la producción global de calzado se incrementaba. Superficialmente, parece una respuesta a la recesión, pero, de hecho, la atmósfera de crisis y desorganización estaba construida ideológicamente para justificar formas de regulación del trabajo que generaran inseguridad personal y respuestas colectivas fragmentadas. Y todo esto tiene una larga historia.
Los intentos de los grupos dirigentes para controlar a la gente corriente por medio de la inseguridad inducida y los ataques contra las respuestas colectivas están bien establecidos en la zona. Así, junto a esta organización de la economía y la sociedad, encontramos una clase de alienación de las políticas públicas entre la gente con la que trabajamos, y eso se convirtió también en un elemento fundamental de la problemática que empezamos a conformar mientras configurábamos nuestro estudio.
Aunque es obvio que hay mucho de todo ello que es específico de esta región y de esta gente –en efecto, gran parte de nuestro razonamiento enfatiza