A partir de aquel momento, aunque siguió habiendo corrientes de pensamiento de base jacobina y populista, el radicalismo y el socialismo fueron virtualmente inseparables en Rusia (Gombin, 1978, p. 44). En las décadas de 1830 y 1840 el máximo exponente de estas tendencias fue Aleksandr Herzen (1812-1870), un entusiasta del marco analítico de Hegel y de las ideas comunitaristas de Fourier, del antiautoritarismo de Proudhon y del cristianismo renovado de Saint-Simon. Como en el caso de muchos otros anarquistas, el objetivo último de Herzen era reforzar las asociaciones voluntarias «naturales», sobre todo al mir (de campesinos) y al artel (de artesanos), en las que la autoridad externa al individuo estaría limitada. Desde este punto de vista, republicanismo sólo podía significar «libertad de conciencia, autonomía local, federalismo e inviolabilidad del individuo» (Gombin, 1978, p. 53). Aunque todos los radicales rusos querían acabar con la servidumbre, el radicalismo ruso se dividía en una facción eslavófila y otra occidentalizante; Herzen y Visarión Belinskii pertenecían a la segunda. Las revoluciones de 1848 difundieron las ideas socialistas, pero fueron la causa del exilio de numerosos disidentes destacados, como Mijaíl Bakunin y Herzen, que siguieron promocionando las ideas socialistas a través de la revista Kolokol (La Campana, que se empezó a editar en 1857).
Esto atrajo a una nueva generación de agitadores, como Nikolái Chernyshevskii, que defendía una forma de socialismo basada en la existencia de asociaciones voluntarias unidas laxamente entre sí. La emancipación de los siervos, en 1861, no eliminó la dependencia del campesinado de los terratenientes, y, como los radicales no quisieron defender las propuestas liberales de la economía del laissez faire y de la monarquía constitucional, se volcaron en los principios republicanos y revolucionarios. Todos estos puntos de vista se expresaron en un panfleto, Joven Rusia (1862), que más adelante sería descrito como «el primer documento bolchevique» de la historia de Rusia. En él se exigía una república federal, la distribución de la tierra entre las comunas de campesinos, la emancipación de las mujeres, la regulación del matrimonio y de la familia, la socialización de las fábricas, que dirigirían gerentes electos, y el cierre de los monasterios (Yarmolinsky, 1957, p. 113). Una de sus consecuencias fue la popularización del movimiento (mal llamado) nihilista, que en realidad era un realismo crítico o una crítica naturalista y pragmática a las condiciones existentes en Rusia, sobre todo en el caso de Dmitri Písarev, cuyas ideas son calificadas de «nihilistas» en Padres e hijos de Turguéniev (1862). A partir de ese momento el término adoptó las connotaciones de rechazo a las opiniones burguesas sobre el matrimonio, la religión y la respetabilidad, es decir, fue más bien una moda intelectual que un movimiento político.
Aunque se suela incluir al anarquista ruso Mijaíl Bakunin (1814-1876) en las filas de los nihilistas o terroristas, este fue sobre todo un revolucionario profesional, el epítome en la historia del anarquismo del «anhelo de destrucción» con su fe en la acción revolucionaria como fuerza catártica «purificadora y regeneradora» (Woodcock, 1970, pp. 134, 162). Para Bakunin la rebelión era el inicio del apocalipsis de las instituciones del viejo mundo. El Estado sería destruido junto a su ejército, sus tribunales, sus burócratas y su policía y habría que quemar todos los archivos y documentos oficiales. Pero encarnaría asimismo una voluntad creativa, nacida del «sentimiento instintivo de rebelión, ese orgullo satánico que no soporta el sometimiento a ningún amo» (Maximoff, 1964, p. 380). Aunque su origen fuera la elite secreta de una organización, daría lugar a una «dictadura colectiva […] libre de egoísmo, vanagloria o ambición, porque será anónima e invisible y no recompensará a los miembros del grupo» (Bakunin, 1973, p. 193). La revolución tendría lugar cuando se dieran las circunstancias psicológicas adecuadas y no dependía tanto de la situación económica como creía Marx (Bakunin, 1990). En su obra Principios revolucionarios (1869), Bakunin desgrana las diversas formas –«el veneno, cuchillo, soga, etcétera»– que cabría utilizar para liberar a la humanidad (cfr. Pyziur, 1968). Reconocía que morirían muchos en un levantamiento popular y pedía la pena de muerte para todos aquellos que interfirieran con «la actividad de las comunas revolucionarias» (citado en Pyziur, 1968, pp. 108-109). Pero también recalcaba que la rebelión era «por naturaleza espontánea, caótica e implacable», y siempre había que dar por sentado que «habría una vasta destrucción de la propiedad» (citado en Maximoff, 1964, p. 380). El objetivo de la violencia revolucionaria era el «ataque a las cosas y a las relaciones, la destrucción de la propiedad y del Estado. Así no habrá necesidad de acabar con los hombres» (Bakunin, 1971, p. 151). Cuando la victoria fuera cierta se podría mostrar cierta dosis de humanidad con los antiguos enemigos, a los que habría que reconocer como «hermanos» (Maximoff, 1964, p. 377).
En el tratado más famoso de la época se afirma que los revolucionarios deben estar totalmente entregados a su tarea de destrucción. Se dice que fue redactado para un grupo, que quizá no existió nunca, relacionado con Serguéi Necháyev. Me refiero al Catecismo revolucionario, basado en los principios de Bakunin, aunque él no lo escribió (Carr, 1961, p. 394; Laqueur, 1979, pp. 68-72; Pyziur, 1968, p. 91). Describe al insurrecto típico: un hombre retraído, duro, asocial y casado únicamente con su lucha y con sus metas, que incluían la destrucción total de las instituciones y estructuras de la vieja sociedad. En el Catecismo se propone dividir a la clase superior de la sociedad rusa en seis categorías. La primera estaba compuesta por las personas a las que habría que ejecutar inmediatamente, en orden, atendiendo a las «iniquidades relativas» cometidas (Woodcock, 1970, p. 160). Se atribuye a Necháyev el haber fundado la sociedad nihilista a primeros de 1869, creando círculos de cinco miembros, círculos que, a su vez, se agrupaban en secciones. Un comité, que se reservaba la potestad de pronunciar condenas a muerte, dirigía la sociedad. Circularon panfletos impresos incitando a la revolución a finales de 1874, pero hubo muchos arrestos. Su programa social y político, que Marx rechazaba por considerarlo «un excelente ejemplo de comunismo de barricada», incluía la supervisión centralizada de la producción por parte del Comité, la abolición del matrimonio, el trabajo físico obligatorio, las cenas comunitarias de obligada asistencia, dormitorios comunitarios y la abolición de cualquier forma de contrato privado (Yarmolinsky, 1957, p. 163).
Gran Bretaña
En la Gran Bretaña de la década de 1790 y de la primera mitad del siglo XIX hubo diversos conatos de levantamientos armados (cfr. Dinwiddy, 1992a; Royle, 2000; Thomis y Holt, 1977). En la década de 1790 surgieron en la clandestinidad diversos grupos revolucionarios (por ejemplo, la London Corresponding Society) que actuaban como si fueran organizaciones legales para la reforma parlamentaria y cuya meta era lograr una «representación política igualitaria». Pero estas propuestas podían enmascarar ideas republicanas y posibles reformas sociales, que se debatían más abiertamente de lo que se habían discutido los principios de Los derechos del hombre de Paine a principios de la década de 1790 (Wells, 1986). Una de las primeras organizaciones de este tipo fue la de los United Britons, con base en Londres, a la que siguió el grupo United Englishmen, fundado en abril de 1797, que adoptó una estructura de ramas, o «baronías», con comités en los condados y provincias. Tenía su base en las Midlands y sus miembros