En la escuela, Julián ya recitaba hacía tiempo sin esfuerzo los Diez Mandamientos, pero apenas representaban otra retahíla teórica, memorizada y disfuncional, sin conexión práctica con su existencia, una tabla sagrada que apenas significaba más que la de multiplicar. En la cúspide de sus mandamientos de la vida real se había instalado con todos los honores una regla única: amarás al Atleti sobre todas las cosas. Si el equipo de rayas rojas y blancas ganaba, la dicha se apoderaba de él hasta el siguiente partido. En cambio, la derrota de los colchoneros le sumergía en un estado de zozobra y pesadumbre y solo se liberaba en parte de tan honda aflicción, lanzando mil veces las maldiciones y exabruptos de su ya amplio repertorio labrado en la calle, que se iban apagando a medida que se acercaba un nuevo encuentro capaz de redimir el dolor.
Instalado en su posición, casi en el ala del ventanal, en uno de esos pupitres de madera verde limón que daban estrecho acomodo a ocho niños por cada una de las seis filas horizontales que cubrían el ancho del aula, esperaba el relevo del maestro pintando el escudo del Atleti con los lápices de colores Alpino, en la última hoja de su cuaderno cuadriculado Ancla. Tan interiorizado en él habitaba el blasón rojiblanco que jugaba a concebirlo a ciegas, reservándose en la cajonera las pinturas necesarias. ¡Era tan divertido ver el resultado! Aunque a veces, Manuel, su compañero de la derecha y uno de los pocos atléticos de la clase, rompía el misterio con risitas intermitentes, invitándole a prever la imperfección del acabado. Podía trazar fuera del escudo una, dos o todas las columnas rojiblancas y hasta encarcelar tras ellas al oso, en una jaula similar a la de la Casa de Fieras del Retiro. En cierta ocasión, las sonoras carcajadas de Manuel, que interrumpían su entonación en mayo del «Navidad, dulce Navidad…», le invitaron a abrir los ojos con antelación encima del proyecto de escudo, adivinando sin dificultad la causa de su incontrolada hilaridad e inexplicable añoranza de las Pascuas. Y es que en el surrealismo de la oscuridad había pintado estrellas colgando de las ramas del madroño; solo faltaban las bolas, las luces y los espumillones y ya tenían instalado el árbol de Navidad.
—Esas cuatro estrellas sobre el árbol son una señal de los cuatro goles que les vamos a meter al Bayern —dijo Julián a modo de chanza.
Mientras miraba fijamente a la puerta entreabierta, escudriñando indicios de la inminente sombra del maestro, cerró el cuaderno y lo metió en la cajonera, una bandeja debajo del escritorio. Un acto mecánico de la estancia escolar, pero a veces de lo más repulsivo, pues era inevitable no palpar en aquel receptáculo invisible, cráteres resecos de mocos pegados a lo largo de los años y los cursos, como una repugnante impronta de las antiguas a las nuevas generaciones. Todo el quinto b, con el jersey azul y el pantalón corto y gris del uniforme de entretiempo, las piernas semidesnudas, generalmente huesudas, visiblemente cicatrizadas y pidiendo ya la piel a gritos el baño dominical, sentados como media centuria romana, en seis hileras de hasta ocho pares de extremidades sin tocar el suelo, casi unidas y moviéndose a intervalos como las teclas de un piano tocando la triste melodía de todos los días, aguardaban la irremisible interrupción del brusco y sonoro redoble de reglazos de don Pedro sobre la superficie de su imponente escritorio, seguido de un grito agudo y marcial.
—¡Silencio!
—¡He dicho silencio!
Capítulo 5
La Colonia Moscardó, se levantó en varias fases, antes y después de la guerra —durante la República se llamó Colonia Salud y Ahorro—, para brindar realojo a los inmensos poblados de chabolas que sin orden ni concierto brotaban como setas en la orilla oeste del río Manzanares, recurrente cloaca, lavadero y refrescante manantial en el bochornoso estío, y para proporcionar un nuevo hogar a los inquilinos de las derruidas corralas del viejo Madrid. Edificaciones de tres plantas, con dos viviendas en cada una —izquierda y derecha, más dos bajos con atrios posteriores—, se distribuían en veinte calles y sus correspondientes manzanas o, a veces, se unían longitudinalmente a otros bloques en líneas paralelas, vía estructuras de hierro arqueadas, cubiertas de plantas enredaderas. Esos sombríos pasadizos eran túneles vegetales —despensas de palulú y palo fumeque para la chavalería—, exclusivos refugios de las parejas para entregarse a los deseos carnales sin la aparente presencia de vigilantes y censoras miradas; cuevas de amor, donde besar con lengua hasta notar dolor en las mandíbulas, donde sentir, quizá por primera vez en las manos, tras sortear el sostén y el pudor de la compañera, la suavidad y el calor de un pecho desnudo y el tacto de un pezón erecto, tan repentinamente duro como el botón del timbre de la señora Dolores, al que entraban irrefrenables ganas de tocar repetidas veces con la punta del dedo corazón.
La calle Tres y la calle Cuatro de la Colonia Moscardó, la de Manuel y la de Julián, separadas varios cientos de metros entre sí, se extinguían abruptamente para dejar paso a un gran espacio abierto antes de volver a renacer. Esa gran explanada central la ocupaba en parte el Colegio Nacional Amanecer —en dos recintos sin conexión alguna, partidos por el género—, la galería comercial Moscardó, el campo del Club Deportivo Colonia Moscardó y un sinfín de pequeños comercios: panaderías, lechería, carbonería, ultramarinos, frutos secos y chucherías, ferretería, taller de zapatería, colchonería, churrería, bodega... y bares y más bares cuyas rotulaciones raro era que no se remataran con la palabra Moscardó. La colonia moría al poniente en la parte posterior de la calle Cuatro que limitaba ya con el río Manzanares. A esa orilla muchos le llamaban la calle del Río.
Capítulo 6
Manuel no era uno de sus amigos más íntimos, con los que compartía la vida de horas y horas de jugar en la calle al rescate, al gua y al triángulo de canicas; al churro, media manga, manga entera; al balón botero y el escondite español e inglés; a los mundiales y la vuelta ciclista de chapas, la revolotera y el veintiuno; a rayuela, hinque, fútbol-lima, la peonza, el yo-yo y la pirindola; a los montones, la piedra y la pared para ganarse los cromos; al tute, la guerra, el cinquillo, el burro, el chinchón, las siete y media y tantos otros para ganarse los cuartos; al pino para ver las bragas de las chicas; al martirio chino y al de la taba; a las prendas, el balón prisionero, la cuerda y el pañuelo; a piedra, papel y tijera y a palabras entrelazadas; al tenis de pedos y eructos —ventosidad de uno y 15-0, ventosidad de otro e iguales a 15—; a carreras de sacos, de pollos y de tortugas; al pío-pío y al veo-veo; a batallas de agua, tirachinas, arcos y ballestas; a montar en tablas con rodamientos; a la silla, a las anillas y a los bolos; a buscar hormigas de Dios —las negras— y del demonio —las rubias y aladas—; a no reírse, a no hablar, a no cerrar los ojos y a no respirar...
Le unía a Manuel un sentimiento inconfesable y una R, la de Ramírez, les ataba espacialmente sin premeditación, compartiendo uno de los pupitres más alejados del encerado, en las clases donde, a criterio del profesor, la disposición de los alumnos regía por el orden alfabético de los apellidos. En ese caso Agüero, aunque circunstancialmente, era el primero de la clase, el más próximo a la puerta de salida y, haciendo honor a su apellido, el portador del agua para el maestro.
—Agüero, tráigame agua del servicio y déjela correr —decía don Rafael mientras sacaba del cajón de su escritorio un vaso de Duralex que al instante la magia de un haz de luz, emanada de algún resquicio de las persianas echadas de las ventanas, transformaba en un encantado y multicolor recipiente.
Parecía que don Rafael poseyera un objeto sobrenatural en sus manos capaz de proporcionarle agua fresca cuando le sobreviniera la sed, pensaba toda el aula, mientras forzaban al máximo la salivación buscando aliviar a tan deshidratadas gargantas, pues casi todo el año sudaban como pollos en aquel gran horno educativo. Cuando don Rafael se llevaba el vaso a la boca se quedaban embobados viéndole tragar; podían percibir en la distancia como el agua humedecía los labios del maestro y la oían caer en cascada