—¡Dios mío! ¿Quién puede haber hecho algo tan atroz a un crío? Es él —dijo el comisario al hombre que como él vestía de paisano, entre el incesante cliquear de una cámara de fotos—. No lo toquen. Hay que avisar al juez. Señores, buscábamos el cadáver de un niño. Ahora buscamos a un despiadado asesino.
Capítulo 2
El fútbol lo era todo para Julián aquella primavera del 74. Sobre las once salían al recreo. Cuando sonaba el ansiado timbre, abandonaban la clase en tropel, enfilaban los estrechos pasillos del Colegio Nacional Amanecer, de desvencijadas paredes de verde pálido, ornamentadas con murales de las regiones de España y cristos crucificados, como jugadores que salen orgullosos a un gran estadio que les aclama.
Claro que aquellos templos futbolísticos carecían de las necesidades más básicas. Julián fue uno de esos niños que nunca disparó a una portería con red. Solo en sueños era capaz de pegar un trallazo y ver cómo el balón se colaba por toda la escuadra hasta besar las mallas. Las porterías no tenían fondo. Cuando alguien marcaba, el portero debía salir escopetado a por la pelota para reanudarse el juego. Las metas también carecían de palos, solo eran dos montones amorfos de ropa sobrante, separados por unos metros mal contados. Si la manga de alguna cazadora, a causa del viento o de la mala fe de un guardameta, se movía hacia adentro y era rozada por el esférico, se convertía en poste o palo y no en gol, aunque atravesara todo el centro del arco imaginario.
Rudimentario era también el balón, por llamarle de algún modo. Tal era la pasión por el fútbol que, a falta de bolas de cuero o de plástico —porque de cuando en cuando y sin explicación prohibían llevarlas a la escuela— una piedra más o menos redondeada hacía las veces de pelota y los más atrevidos hasta remataban de cabeza, si en alguna ocasión el canto se elevaba. En la mayoría de las ocasiones disputaban los encuentros con un ingenio rudimentario de gomas, de esas marrones que siempre habitaban en el revoltijo de cualquier cajón de las casas. Bastaban unos papeles bien prensados hasta formar una bola más o menos perfecta, que era cubierta después con infinidad de esas tiras elásticas que le daban cuerpo. ¡Ese era su Adidas Telstar! ¡Qué delicia golpear algo tan blandito! Hasta el más pusilánime del equipo metía entonces la testa en un córner como si le fuera la vida en ello.
Si los profesionales saltaban al estadio, escuchaban sus nombres por megafonía y se hacían las fotos de rigor antes del saque inicial, ellos también vivían sus prolegómenos. Había que elegir los dos equipos y las alineaciones se decidían a base de pies. Los dos capitanes se situaban frente a frente a unos cuantos metros, como en un duelo, y se iban acercando paulatinamente adelantando un pie. Ya casi sintiendo el aliento del otro en la cara, cuando a uno de ellos no le cabía un pie más, pues sobrepasaba con su puntera la del oponente, significaba que había perdido y el contrario gozaba del privilegio en el orden de preferencia a la hora de ir eligiendo a los compañeros para formar el equipo. Si los jugadores de la División de Honor no llevaban bien lo de chupar banquillo, ser elegido en el colegio muy al final en la suerte de los pies resultaba mortificante. Sus caras, al borde del llanto, pues los niños no saben disimular sentimientos, reflejaban la derrota antes de empezar el partido. No era infrecuente que los primeros elegidos en la ronda de pies se regodearan de tal honor cerca de los últimos alineados. Les hacían sentirse como el compañero que ocupaba el puesto más rezagado del aula por sus malas notas, a quien el profesor marcaba el pupitre con el degradante y esmerado dibujo en cartulina de las enormes orejas de un burro o el farolillo rojo de un tren, como el colista de la tabla clasificatoria de la Liga interna del aula.
Así pues, en los partidos del recreo las victorias y las derrotas personales solían fraguarse antes de rodar la piedra o la esfera de gomas. Media hora no daba para mucho antes de volver a clase y, entre la elección del once vía pies, el mal control de tan improvisados esféricos y las discusiones acerca de si era gol o manga, casi todos los enfrentamientos acababan en empate sin goles. Rara vez volvía a clase equipo alguno cantando triunfante «el hemos ganau, hemos ganau», porque el ganado rimaba peor la cancioncilla y ellos se sentían libres de deformar el verbo como les daba la gana, si no había profesor a la vista que les corrigiera como a las reses a golpes de vara, mientras convertía el participio en sustantivo.
—Más que haber ganado, ganado es lo que sois.
Ya en casa, en el humilde pisito de la Colonia Moscardó, en el barrio de Usera, al sur de Madrid, Julián, de pelo negro y rostro pálido como dos casillas del ajedrez, severa delgadez y ojos profundos y soñadores, se imaginaba velando armas con su equipo en el salón de un lujoso hotel de una gran ciudad europea y en la víspera de un encuentro crucial. Intentaba, casi nunca sin éxito, dar buena cuenta del menú diario a toda prisa, junto a sus tres hermanos a la mesa, a fin de aprovechar la hora que le quedaba para jugar al fútbol antes de volver al colegio. Su mal comer atormentaba a su madre Lucía que se dejaba el alma para que el más enclenque de sus retoños tonificara sus lastimeros huesos.
—Come las lentejas, hijo. Llena la cuchara que tienen hierro y no apartes la zanahoria que es buena para la vista o te pondrán gafas de culo de botella. Anda, come, que pareces uno de esos negritos de Biafra.
Julián se encrestaba ante su hermana Antonia —Antoñita la fantástica—, dos años mayor, pero los suficientes para manipularle a su antojo, cuando terciaba en el empeño maternal para que vaciara el plato preguntando qué le pasaba, porque le veía más en las nubes que en las legumbres. Irguiendo su cabeza y sintiéndose como su ídolo atlético Rubén Ratón Ayala, el Once, ante los micrófonos de Radio Intercontinental, le soltaba con calma y orgullo:
—Estoy concentrado con el equipo.
Ella podía responder:
—Anda, no apartes el tocino, que mamá ya sabe por la vecina que ayer tiraste el bocadillo de chorizo Revilla de la merienda para jugar a la revolotera.
—¡No lo tiré, bruja! Se me cayó. ¡Que se muera mamá si no es verdad!
—¡Y dale con que me muera! No insultes a tu hermana, con lo que le cuesta a tu padre ganar dinero para que podamos vivir, siempre fuera del hogar, en peligro día y noche por esas carreteras de Dios.
—Mamita, ¿tienes pasteles de postre, que son buenos para las agujetas y soy el más delgadito? —desviaba Julián la conversación en las postrimerías del almuerzo poniendo morritos zalameros.
—¡No, hijo, no! Ni que todos los días fueran fiesta. Zumo de naranja, que tiene mucha vitamina C.
—Y pólvora en su cáscara —interrumpió entusiasmado José, el hermano mayor—. Mamá, dame una cerilla, ¡veréis cómo explota!
—¿Estás loco, José? ¿Qué quieres, prender la casa y matarnos a todos? ¿Eso es lo que te enseñan en el instituto? Hincar los codos es lo que tienes que hacer o irás con tu padre a ayudarle en el camión, que esto no es una pensión. ¡Vamos, todos a la escuela, que me volvéis loca!
La revolotera era algo así como un medio partido de fútbol. Con ella calmaban sus ansias cuando apenas había tiempo, pues debían volver al colegio después de comer o faltaban jugadores para disputar un encuentro en toda ley. Uno se ponía de portero y luchaban todos contra todos con el propósito de marcar en un único arco. Quien lograra el tanto sustituía al guardameta-avisador. Este tenía que estar pendiente no solo del balón para no encajar sino de los coches que venían de frente, ya que disputaban la pachanga en plena carretera. Puede parecer peligroso, pero ningún futbolista de la colonia resultó atropellado, pues los coches apenas circulaban. El campo se situaba en una gran recta y los conductores, la mayoría en Seat 600, solían ver con antelación suficiente al enjambre de chavales corriendo como