El currículo como una cuestión de formación didáctica y pedagógica
Desde los años ochenta, Lee Schulmann ha investigado las relaciones de formación y acción pedagógica en el trabajo docente. Para este autor, existen algunas categorías básicas del conocimiento, las cuales pueden ser expuestas como: i. conocimiento del contenido; ii. conocimiento pedagógico general; iii. conocimiento del currículo; iv. conocimiento pedagógico del contenido; v. conocimiento de los estudiantes y sus características; vi. conocimientos de los fines, propósitos y contextos de la educación (Schulmann, 2014). Tales son las contribuciones de este abordaje, que es posible evidenciar muchos estudios que utilizan esas bases en sus construcciones y las amplían o problematizan (Mavhunga y Rollnick, 2016; Marks, 1990). Más que eso, se evidencian grupos de investigación que parten de las ideas de Schulmann, y la modifican, mezclan, adaptan y crean otras perspectivas para planear sus investigaciones (Parga-Lozano, Denari y Cavalheiro, 2017; Ariza y Parga-Lozano, 2011). Esos elementos básicos para el trabajo docente, señalados por estos estudios que miran el desarrollo de los conocimientos propios a la acción escolar, están distribuidos en diferentes fuentes, tales como en la formación académica, en los materiales de trabajo, en las investigaciones compartidas por los diferentes grupos que recurren a la investigación de la educación, y otros más.
De las proposiciones de Schulmann y otros autores (Padilla y Van Driel, 2011), es importante señalar que siempre surge la idea del desarrollo de los diferentes conocimientos. Más complejo de que lo parece a una visión ligera, escoger la necesaria presencia de conocimientos para la base de la formación docente, es apropiarse de la noción de que el conocimiento es algo más sistemático, reflejado y organizado que otros niveles de la experiencia (Noguera y Veiga-Neto, 2010). Si, por un lado, los conocimientos se caracterizan por una organización, por otro, cuando nos volvemos a la escuela, emerge la cuestión: ¿quién/quiénes organizan los conocimientos de ese espacio?, y esa es una pregunta que nos lleva a pensar sobre el currículo.
Comúnmente, podemos asumir el currículo como uno de los elementos centrales de la constitución de la educación escolar. Eso porque él puede ser comprendido como un conjunto de actividades inherentes a la vida de la escuela. Según Saviani (2003), el currículum “se refiere a la selección, secuenciación y dosificación de los contenidos de la cultura a desarrollar en situaciones de enseñanza-aprendizaje” (p. 35). Rescatando el origen latino de la palabra curriculum, podemos entenderla como un camino o trayectoria tomada en el proceso de formación. Pero, ¿qué son los “contenidos” de la escuela y qué compone esa trayectoria? ¿Cuáles son las comprensiones posibles sobre esos términos?
La idea de “contenidos” y de lo que compone la “trayectoria”, puede ser problematizada con otra pregunta: ¿Qué está contenido en la educación escolarizada? De ella, podremos evidenciar que el proceso escolar involucra una pluralidad de elementos. Por ejemplo, en una clase de Ciencias, es claro que tenemos como “contenido” las cuestiones conceptuales de esa área, como los conceptos de biomas, o del movimiento rectilíneo uniformemente acelerado, o de las diferentes proposiciones de la estructura del átomo. Pero, lo que está presente en esa clase no es solamente eso. Hay contenidos referentes al desarrollo de la capacidad de leer e interpretar fenómenos naturales [alfabetización científica], de conducirse, de socializar con los demás, de actuar y ejercer la ciudadanía, de intercambio y convivencia entre diferentes creencias, de características éticas, de matematización, de afectividad, de la estética del saber, entre muchos otros “contenidos” que compondrá ese espacio y su currículo.
Cuando se miran todos esos elementos, según Young (2014), en tono crítico, “es difícil (…) saber exactamente cuáles son los límites actuales del campo: no solamente lo que es teoría del currículo, sino también lo que no es la teoría del currículo” (p. 4). Todavía, en una comprensión más amplia de lo que “contiene” una clase, esa miríada de componentes se hace presente –y más importante que eso: en una clase, el trabajo de la crítica docente sobre lo que él cree que se quedan como contenidos de su acción, se hace elemental–.
Es cierto que, la escuela comparte algunos de esos “contenidos” con otros espacios y niveles de la vivencia de los sujetos, si bien en la escuela hay una sistematización y organización de los saberes y conocimientos que la apartan y diferencian de la vida cotidiana (Queiroz, 2011). Por ejemplo, Pastoriza y Del Pino (2015) esbozaron las construcciones propias que ocurren entre los muros de la escuela y que la especifican en su singularidad (todavía compartida, además, con otros espacios). Una de esas diferencias de individualización de la escuela, puede ser marcada por los propios contenidos conceptuales. En la vida cotidiana, no tenemos la misma ordenación de los contenidos conceptuales que tenemos en la escuela (Mortimer y Amaral, 1998), y puede ser, por esa razón, el destaque que usualmente se otorga a los contenidos conceptuales cuando se habla del currículo escolar.
En general, el foco en los elementos conceptuales, que actúa en un currículo comprendido como secuenciación de contenidos, es la concepción más comúnmente adoptada. Desde este punto de vista, hay, por lo menos, dos formas de entenderlo: 1) como un conjunto de estudios que se seguirán para adquirir una educación; y 2) como un conjunto de resultados de aprendizaje. En este sentido, verlo como una secuencia de unidades de contenido impregna la preocupación de que el papel del maestro en la escuela es lograr cumplir con el programa de contenido y, en la misma medida, el de la escuela es lograr los resultados esperados al final de la educación: desarrollar habilidades y destrezas (Eyng, 2010) o, lo mismo, desarrollar inteligencias. Todavía, asumir con tono crítico ese papel de la escuela y del proceso educativo, no implica decir que alcanzar los objetivos deseados del proceso educativo no sea importante; sin embargo, no debemos olvidar que el contexto real y las condiciones del proceso dicen mucho acerca de su efectividad. Así, el valor de cualquier currículo, de cualquier cambio propuesto a la práctica educativa y lo que se definen como sus contenidos, se demuestra en la realidad en la cual se pasa, en la forma en que se materializa en situaciones reales (Sacristán, 1998, p. 201).
Si, por un lado, algunas concepciones del currículo se vuelven como contenidos usualmente limitados a definiciones conceptuales que son implementadas, sea por un conjunto de estudios, sea por el punto de vista de la administración escolar; por otro lado, con el apoyo de Angulo y Blanco (1994), un riesgo adicional que enfrentamos es cuando asumimos el currículo estrictamente como planificación; o sea, como algo establecido, convirtiéndolo en un documento que definirá las intenciones educativas y las instrucciones de lo que se enseñará y aprenderá, como materiales y métodos de enseñanza.
Para Eyng (2010, p. 23), lo que se espera es que el currículo tenga intenciones justificadas, que sirvan de referencia para detallar los planes que desarrollarán los maestros, que deben ajustarse a cada contexto educativo particular en el que se desarrollarán. Esta declaración permite, entonces, analizar el currículo en su aspecto medular, como una realidad interactiva, que rescata la centralidad de la participación de los docentes en la definición del currículo, ya que constituyen “una parte integral del proceso curricular que, junto con los estudiantes, el contenido cultural y el medio ambiente están en interacción dinámica” (Clandinin y Connelly, 1992, p. 392). Es en esta rica interacción que el maestro, como objeto animado, vivo e interactivo, es capaz de definir qué, cómo y para qué enseñar, ajustando las mismas preguntas para el verbo evaluar.
El currículo como realidad interactiva implica fundamentalmente la consideración de la dinámica entre la planificación de la escuela y de la clase y la consideración de las convergencias y/o divergencias existentes entre el currículo como una intención y el currículo como acción. Esta visión destaca al maestro como el principal agente curricular, por lo que su capacitación es vital para comprender, planificar y administrar el currículo adecuadamente (Eyng, 2010, p. 24).
Por lo tanto, es evidente que el profesor, al incorporar su conocimiento pedagógico,