Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿en qué medida el proyecto escolar puede definir propósitos educativos, configuración curricular y sus propios sistemas de evaluación si los productos de aprendizaje, elementos finales de la acción escolar, son, en general, definidos, regulados y medidos por el sistema (mercado)? Con base a esta preocupación, Contreras (2012) también nos advierte sobre:
proyectos curriculares en los que todo lo que el docente debe hacer, paso a paso, está perfectamente estipulado o, en su falta, los textos y manuales didácticos que enumeran el repertorio de actividades que deben hacer docentes y alumnos, etc. Todo esto refleja el espíritu de racionalización tecnológica de la enseñanza, en la cual el maestro ve su función reducida al cumplimiento de prescripciones determinadas externamente, perdiendo de vista el conjunto y el control sobre su tarea (pp. 40-41).
Como profesionales de la enseñanza, debemos ser conscientes de que el énfasis en el control sobre el trabajo docente se legitima en varios matices (en el rendimiento como una medida de la productividad, y en los resultados medidos y comparados a través de sistemas de evaluación), que no contribuyen a estimular las prácticas pedagógicas enfocadas en la autonomía docente. Por ese escenario que tenemos de, cada vez más, afirmar nuestra legitimidad, profesionalización, capacidad y comprensión de nuestra profesión y, con ellas, nuestra autonomía.
Reflexiones finales
¿Lo que se enseña en las escuelas es realmente importante y útil? Una posible pregunta muy valiosa que guía esta búsqueda es: “¿quién es este sujeto al que voy a enseñar y cuáles son sus especificidades y necesidades?” Infortunadamente, el modelo de escuela y currículo que tenemos usualmente concibe sus personajes y los mecanismos de educación como algo uniforme, estándar e inmutable. Eso porque el modelo escolar sufre o ha sufrido pocas transformaciones importantes a lo largo de la historia. Por lo tanto, no es absurdo decir que su paso temporal es diferente de los otros espacios.
Es importante aclarar que lo que se enseña en las escuelas es cultural e históricamente valioso, pero el análisis del propósito de este contenido no ha seguido el ritmo de la dinámica de las necesidades y cambios sociales, políticos y ambientales. Esto se puede confirmar si le preguntamos a un maestro de Química qué considera importante enseñar sobre esta ciencia. Ciertamente, la respuesta será una superposición de contenidos y conceptos que presenten una lógica de enseñanza. En otras palabras, presentará un currículo de Química, pero ¿realmente se debe contemplar todo lo que es importante para la química en una formación escolar? Si la finalidad es formar un químico, un científico, ¡sí! Pero si no asumimos este punto de vista, necesitamos cuestionar siempre nuestro contenido y nuestra práctica, así como la forma en que enseñamos y para qué enseñamos.
Un currículo enyesado y que no permite la autonomía docente, va en la dirección opuesta a lo que entendemos por escuela como un ambiente activo de formación ciudadana (humana), ya que el papel central de ella, además de proporcionar acceso al conocimiento sistematizado, es ofrecer un repertorio de herramientas interpretativas y contemplativas. Esto quiere decir que, lo que enseñamos en las escuelas (como en el currículo de Ciencias) debe ayudar al estudiante a interpretar los fenómenos en su espalda y ofrecer elementos para sus indagaciones y, al mismo tiempo, proporcionar placer en conocer y conocer [el mundo y él mismo]. Así, si una clase no despierta en los estudiantes el placer del conocimiento, ella está condenada al fracaso. En la misma dirección, creemos que la educación es una práctica de libertad y no de libertinaje; es una ventana a nuevas miradas y racionalidades. Por lo tanto, defendemos una educación que tenga ciencia para la formación de conciencia [comprensión de la vida y su papel en ella], que contribuye, sobre todo, a una cultura de solidaridad, sostenibilidad y paz.
Con esto, el papel social de la escuela es de hecho social, pero no de estandarización, sino de transformación. Esto significa que la escuela es el lugar donde consigues un repertorio cultural –de vida– lugar ese que permite el diálogo (interlocución de personas e ideas), el respeto por la (bio)diversidad, por la naturaleza, la reflexión, el despertar de potencialidades (inteligencias), la indagación, así como dudar y errar. En suma, la escuela es lugar de (auto)conocimiento y emancipación.
Quizás, si en todo el contenido enseñado nosotros cuestionamos su propósito de acuerdo con las necesidades formativas del momento, nos daremos cuenta de que lo que se enseñará no siempre seguirá el mismo camino. Por lo tanto, el currículo está asociado a la coherencia de contenido y forma que adoptaremos en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Así, un currículo no debe determinar una trayectoria rígida de formación, pero sí la capacidad de flexibilidad de nuestro propósito de transformación.
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