Resulta casi superfluo reiterarlo: para Platón las relaciones «según natura» (que aquí como en otros lugares, para él, están a indicar las lícitas) eran solamente relaciones heterosexuales dirigidas a la procreación; la ley que debería imponer esta regla, añade, tendría entre otras la ventaja de inducir a los maridos a amar más a las esposas (Leyes, 839 b). Una ventaja, dicho sea de paso, de la cual –aunque estuviese realmente asegurada– el filósofo no hubiese personalmente disfrutado: como afirma Paul Veyne, «la idea de que pudiese estar enamorado de una mujer nunca le pasó por la mente»[4].
¿Cómo concluir este prólogo y saludar la reimpresión de este libro, si no es con un deseo? El de que contribuya a aclarar un equívoco que, durante siglos, ha condenado a millones de personas a la discriminación y la infelicidad, por no hablar de la cárcel o de los más atroces castigos corporales. Que todavía hoy se pueda seguir apelando a una «natura» única e inmutable es algo que el conocimiento de la experiencia de las civilizaciones clásicas hace aún más incomprensible.
[1] Aunque sería importante hacerlo, no es este el lugar para profundizar en el asunto, para un completo, detallado y exhaustivo tratamiento del cual remito a M. M. Winkler, G. Strazio, Il nostro viaggio. Odissea nei diritti LGBTI in Italia, Milán, Mimesis, 2015.
[2] «L’omosessualità a Roma», en VV.AA., I comportamenti sessuali, Torino, Einaudi, 1983, pp. 38 y 39 respectivamente.
[3] Platón, Las leyes, ed. y trad. José Manuel Ramos Bolaños, Madrid, Akal, 1988.
[4] P. Veyne, «L’omosessualità a Roma», cit.
PRIMERA PARTE
GRECIA
1. Los orígenes, la edad media griega y la época arcaica
I. EL PROBLEMA DE LOS ORÍGENES Y LA HOMOSEXUALIDAD INICIÁTICA
Apenas salida de los siglos de su historia llamados oscuros, más allá del periodo que alguna vez fue definido como su edad media, Grecia empieza a hablar de amor:
Otra vez Eros, el que afloja
los miembros, me atolondra, dulce
y amargo, irresistible bicho
escribía Safo[1]. La primera descripción de las penas que el amor inevitablemente comporta, entonces, la debemos a una mujer: más exactamente, a una mujer que amaba a otras mujeres. Y desvela inmediatamente dos características que los griegos atribuían a este sentimiento, la primera de las cuales era la inexorabilidad. No por casualidad Amor (Eros) era un dios armado de arco y flechas: a sus heridas ninguno podía sustraerse[2]. La segunda era la absoluta indiferencia de Eros por el sexo de sus víctimas. Lo mismo que había cautivado a Helena y Paris, Eros liga a Safo, sucesivamente, a Gongila, Agalide, a Anactoria, a las discípulas más bellas que, en el círculo del que Safo era «maestra», aprendían danza, canto y música: en otras palabras, la cultura que los griegos reservaban a las mujeres, antes de que las reglas de la polis, la nueva organización ciudadana, las excluyese de toda participación en la vida del espíritu y del intelecto. Pero ya volveremos sobre esto: lo que ahora interesa, de hecho, es observar que si bien para los griegos (a causa de la indiferencia de Eros hacia este problema) la relación amorosa podía establecerse indiferentemente, según los casos, entre personas de sexo distinto o entre personas del mismo sexo, esto no significa que todos los amores fuesen iguales: según los casos, el amor tenía características y funciones radicalmente distintas.
¿Cuáles eran, entonces, las características y funciones del amor homosexual? Si bien uno de los primeros testimonios sobre este tipo de amor se refiere a las relaciones entre mujeres, la homosexualidad de la que nos ocuparemos preferentemente (aunque no exclusivamente) es la homosexualidad masculina.
Tras Safo, en Grecia el amor entre mujeres deja de ser cantado: ¿y cómo podría ser de otra manera, considerando que las mujeres, al soldarse los vínculos ciudadanos, habían sido relegadas al papel de reproductoras, excluidas de toda forma de educación, y, consecuentemente, de la palabra?
En los siglos de la ciudad, entonces, la homosexualidad femenina desaparece como costumbre socialmente destacable y destacada. Y al mismo tiempo sale al descubierto la homosexualidad masculina, sobre la cual, como ya he dicho, concentraremos nuestra atención por un doble motivo: la mayor posibilidad de seguir su historia a través de los documentos y el papel fundamental que, a través de estos, demuestra haber tenido en la vida de la polis.
Pero ¿fue solo tras la formación de la ciudad cuando los griegos comenzaron a amar a otros hombres, y en especial a los muchachos? La homosexualidad masculina griega –o por lo menos aquella social y culturalmente relevante– fue en realidad pederastia, y estuvo muy difundida. Queda abierto, por otra parte, el problema de sus «orígenes».
Cuando E. Bethe, en un célebre artículo de 1909, levantó la cortina de silencio que había cubierto la embarazosa cuestión, ofreció a los estudiosos de la Antigüedad (bastante reacios a admitir este «defecto» en un pueblo mitificado y tomado como modelo de perfección y racionalidad) una justificación inmediatamente aceptada, y que durante años sirvió como tabla de salvación: la homosexualidad, para él, no era una costumbre griega.
Había sido «importada» a Grecia por los dorios, los conquistadores del Norte[3]. Pero algunos decenios después empezaron a hacerse oír voces de desacuerdo. En 1950, H. I. Marrou escribía: «La pederastia está ligada a toda una tradición propiamente helénica; injustamente la erudición alemana la ha convertido en un rasgo original de la raza doria». Más exactamente es «una de las supervivencias más claras de la edad media feudal [léase: la época homérica]. Su esencia consiste en ser camaradería entre guerreros. La homosexualidad griega es de tipo militar; es muy diferente de la inversión iniciática y sacerdotal que hoy la etnología estudia en toda una serie de pueblos primitivos […] No sería ni mucho menos difícil encontrar para el amor griego paralelos menos lejanos de nosotros en el espacio y en el tiempo; pienso en el proceso de los templarios, en el escándalo que estalló en 1934 en la Hitlerjugend, y en las costumbres que, se ha dicho, se han desarrollado en la última guerra en las filas de algunos ejércitos. La amistad entre hombres me parece un fenómeno constante en las sociedades guerreras, en las que un ambiente de hombres tiende a encerrarse en sí mismo. La exclusión material de las mujeres, incluso su desaparición, lleva consigo una ofensiva del amor masculino. Piénsese en la sociedad musulmana; ejemplo que, a decir verdad, se sitúa en un complejo de civilización y teología completamente distinto. La cosa es todavía más manifiesta en un ambiente militar: en este se tiende a descalificar el amor normal del hombre por la mujer, exaltando un ideal hecho de virtudes viriles…»[4].
Sin duda Marrou había dado en el blanco al decir que la homosexualidad en Grecia estaba difundida antes de la primera «bajada» de los dorios: pero, ¿tenía razón cuando hacía de ella una costumbre y una ideología ligadas a la falta de mujeres? Yo creo que no. Las mujeres, en realidad, como ya habíamos dicho, se hicieron inaccesibles para los griegos solo cuando las primeras leyes escritas, codificando su papel de reproductoras del cuerpo de ciudadanos, establecieron que este papel debía ser desempeñado viviendo segregadas dentro de los confines de los muros domésticos.