La noche de la llegada de Laura, poco antes del cierre de la oficina, apareció el señor Hertford. Ella no lo había oído entrar, pues llevaba zapatos de suela blanda que no hacían ruido, y al dar media vuelta se encontró con él de pie a su espalda. Era un hombre moreno y delgado de unos cuarenta y cinco años que podría haber resultado atractivo de no ser por el peculiar tono de su tez, de un feo color oscuro entre el malva y el gris, y el extraño y salvaje brillo de sus ojos. Reírse en silencio era una de sus costumbres. Era serio por naturaleza y raramente sonreía, pero cuando algo despertaba su peculiar sentido del humor echaba la cabeza hacia atrás y reía sin emitir un solo sonido. Otro inquietante hábito suyo era citar en susurros fragmentos de la Biblia o versos de poetas. «Mía es la venganza…» o «Ser o no ser…», cuchicheaba sin motivo aparente al coger su pluma para firmar las cuentas del día o incluso sentado a la mesa con su familia.
Sin embargo, a pesar de estas y otras peculiaridades, a Laura le agradaba el señor Hertford en muchos aspectos. Esa noche le dio la bienvenida cordialmente y enseguida demostró ser un hombre razonable en sus relaciones comerciales y experto en lo concerniente a su negocio. Mientras duró su trato con Laura tuvo un notable éxito con la fabricación de muebles, que sus clientes de temperamento artístico diseñaban para sus hogares. También había tallado y reparado diversos elementos de la ebanistería de una capilla privada en casa de un residente católico del pueblo. Construyó y adaptó las estanterías para el estudio de la casa de verano de un poeta y enmarcó cuadros para la galería de un miembro de la Royal Academy. No participaba en los asuntos locales y raras veces se relacionaba con los clientes habituales de la oficina, muchos de los cuales pensaban que Laura era la directora y como tal se dirigían a ella. No obstante, el director disponía de un mostrador reservado para recibir a los clientes de su propio negocio, y resultaba evidente por la naturaleza de sus entrevistas que estos tenían buena opinión de su talento y sus gustos. Se dio, por ejemplo, el caso de un galerista que, viéndose obligado a acatar la normativa vigente, necesitaba cierta cantidad de marcos dorados para exhibir una serie de dibujos en blanco y negro —marcos que no le servirían para nada una vez concluida la muestra—. El señor Hertford le sugirió utilizar marcos de ébano, pues a simple vista parecían ligeramente dorados y más tarde podría lijarlos para recuperar el color original de la madera. Durante estas entrevistas no siseaba ninguno de sus versos ni reía en silencio. Se mostraba tranquilo y solícito, pero no demasiado solícito, ya que después de todo era un maestro artesano discutiendo su trabajo con un cliente.
Había leído mucho y conocido mundo. Cumplidos los veinte había pasado muchos años en Australia y durante sus idas y venidas había aprovechado la oportunidad para explorar aquellos puertos del Mediterráneo donde estaba permitido desembarcar. Era todo un maestro en el arte del debate y oírlo discutir sobre política y teología con su hermano, que vivía cerca, fue toda una revelación para alguien que, como Laura, había aglutinado sus escasos conocimientos sobre el mundo real casi exclusivamente a través de los libros. En esas ocasiones su rostro se iluminaba de entusiasmo y abandonaba su entonación habitual para expresarse con diáfana convicción.
En materia de fe, su hermano era inconformista y acudía devotamente a la capilla de su comunidad. El señor Hertford, por su parte, no aparecía por la iglesia ni por capilla alguna y, a juzgar por las opiniones que manifestaba en conversaciones ordinarias, era más bien escéptico. No obstante, durante los mencionados debates, defendía con vehemencia la necesidad de una sólida curia formada por sacerdotes, obispos y arzobispos, mientras que su hermano abogaba sin concesiones por el autogobierno de las congregaciones. Intercambiaban palabras como «sacerdotalismo» y «jerarquía» y a menudo sus ánimos se exaltaban de tal modo que el hermano se levantaba y abandonaba la casa sin dar las buenas noches. Pero en su siguiente encuentro volvían a empezar como si nada hubiera ocurrido.
Durante estas discusiones, la señora Hertford permanecía sentada sin decir palabra en un sillón, cosiendo junto a la chimenea mientras mechones de su pálido cabello caían desordenadamente sobre su labor. Le agradaba ver a su marido ocupado y concentrado, pero a ella no le preocupaban esa clase de cuestiones. Su pasión era la música y en sus escasas horas de paz doméstica solía cantar o tararear arias de ópera y hablaba de tiempos anteriores a su matrimonio, cuando había tenido ocasión de escuchar a tal o cual cantante o pianista famoso, o recordaba las veladas musicales en la casa donde había trabajado como gobernanta, en una época en que sus servicios de acompañante estaban muy solicitados. Se veía obligada, por tanto, a vivir de esos recuerdos, pues no tenía piano propio. Y solo en una ocasión mientras Laura la conoció salió de su casa para escuchar música.
Aquello sucedió durante una serie de conciertos de música de cámara que tuvieron lugar en el por aquel entonces recientemente construido salón de actos de la localidad más cercana. En la oficina de correos se vendían entradas y había un programa de las actuaciones, por lo que la organización había tenido el gesto de enviar al director un abono de dos guineas para asistir a varios de los eventos a modo de agradecimiento.
La señora Hertford salía tan poco —y cuando lo hacía no llegaba a ausentarse más de una hora— que su asistencia al recital causó cierto revuelo en la casa. Alma se había ofrecido voluntaria para preparar el té y cuidar de los niños, por lo que sin su ayuda Laura estaría especialmente ocupada en la oficina de correos. La señora Hertford se había preparado especialmente para la ocasión y estaba elegante vestida de negro con toques de amarillo, y el cabello pálido cubierto por un sombrerito de encaje negro adornado con ramilletes de prímulas artificiales. Todos, excepto su marido, se acercaron a las ventanas o a la puerta para verla marchar. Alma sostenía en sus brazos al nuevo bebé, y su madre parecía muy feliz y animada cuando se giró ligeramente al llegar a la esquina para sonreír y devolverles el saludo. Regresó a casa exultante, con el corazón henchido por la música que acababa de escuchar, en especial la interpretación al piano de la señorita Fanny Davies. Sin embargo, esa misma noche su marido tuvo uno de sus más feroces estallidos de mal humor y ella se fue a la cama llorando. El abono de la oficina de correos no volvió a utilizarse durante el resto del ciclo de conciertos.
Laura nunca había presenciado el comienzo de uno de esos enfrentamientos domésticos y durante algún tiempo sus causas, reales o imaginarias, constituyeron para ella un misterio. Durante la comida todo parecía ir bien entre ellos. Entonces, antes de la hora del té y mientras trabajaba apaciblemente con el telégrafo, desde donde era inevitable escuchar la mayor parte de lo que sucedía en la sala de estar, llegaban a sus oídos los insultos que profería una de las partes y las desconsoladas lágrimas de la otra. Cuando su marido lo permitía, la señora Hertford le atendía con la actitud servil de una esclava, y cuando sus estallidos de furia por fin se apaciguaban ella no parecía sentir el menor resentimiento, tan solo un patético deseo de hacer las paces lo antes posible. Y en efecto, una frágil tregua reinaba fugazmente entre ellos, aunque raras veces duraba más de una o dos semanas. A medida que pasaba el tiempo, Laura casi llegó a acostumbrarse a entrar a comer para encontrarse la mesa sin el mantel puesto y al señor Hertford sentado a solas junto a la chimenea con aire sombrío, después de que su mujer se encerrara con los niños en el dormitorio. Tras lo cual, durante varios días, el señor y la señora Hertford evitaban comunicarse directamente en la mesa y cuando querían decirse algo se dirigían a Laura, con la que ambos seguían llevándose bien. Cada pocas semanas aparecía en casa una nueva doncella para ayudar a la señora Hertford con los niños y con las tareas domésticas, pero ninguna duraba más de un mes. Algunas apenas un día o dos. Después de alguno de los arrebatos del señor Hertford, la madre de la muchacha en cuestión se presentaba para dejar claro que no iba a permitir que atemorizaran a su hija con esa clase de disputas y acto seguido se marchaba con sus pertenencias en un fardo bajo un brazo y la otra mano sosteniendo con firmeza y ternura la de la muchacha, que por lo general iba llorando.
La única persona que ayudó a Laura a hacer más tolerables aquellos primeros tiempos