Desde esta perspectiva se entiende perfectamente que, ante el dolor insufrible de alguien para el que su vida ya no tiene sentido, lo propio, lo adecuado y lo razonable sea dejar —parafraseando a Mill— que siga su «modo de ser, de hacer lo que le plazca, sujeto a las consecuencias de sus actos, sin que sus semejantes se lo impidan». Es más, en ese caso, no solo habría que permitirle decidir libremente, sino que lo verdaderamente ético —o moral— sería auxiliarle para que pudiera llevar a cabo su decisión, como afirmó el ministro: «No podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas». Así se justifica que la presente ley venga exigida por el “sentido común” (dejarme hacer lo que quiero), y por un sentido de humanidad (que nadie me obligue a vivir).
Frente a esta idea de sentido común que acabo de describir sucintamente, quiero recoger y plantear aquí cuatro reflexiones críticas que explican mi más firme rechazo a esta ley:
1.ª La libertad es una realidad rica y profunda que incluye una variedad de dimensiones que van más allá de —o no son tan solo reducibles a— la autonomía de la voluntad, entendida como mera posibilidad de elección; lo contrario supondría confundir la vida lograda con el disfrute de mayores espacios de autonomía o autodeterminación, lo cual es falso: se puede tener una vida plena con escasos márgenes de autonomía, y viceversa: una vida vacía con amplios espacios de autonomía.
2.ª La vida suele perder el sentido cuando uno no ama y, sobre todo, cuando uno no se siente aceptado, acompañado y amado por los demás, en particular por los de su familia. En ocasiones, incluso en el mejor de los casos, suele darse entre la gente enferma —como sucede en los mayores— un intenso sentimiento de pesar por considerarse una carga para la vida familiar; con la eutanasia, a ese sentimiento de pesar se añadirá otro de culpabilidad porque, quien teniendo la posibilidad de terminar con su vida, no decide hacerlo, gravando así la vida de los más cercanos y de la sociedad en general, se considerará un egoísta insolidario.
3.ª Aunque se suela utilizar el sufrimiento como justificación para presentar como razonable —e incluso humanitario— ayudar al enfermo que lo solicita a terminar con su vida, lo cierto es que, a día de hoy, los avances de la medicina paliativa, suficientes para eliminar el dolor del enfermo casi por completo, hacen innecesario recurrir a la eutanasia; quizá ahí se constata el falaz argumento de que el Estado «ni impone ni obliga»: con esa ley, en realidad, el Estado se permite calificar algunas vidas como no dignas de ser vividas, proporcionando ayuda para terminar con ellas a quien convencido de ello lo solicita; además, no solo es que el enfermo decide (tal como se presenta), sino que se pone sobre sus hombros la carga de esa decisión —con el sentimiento de culpabilidad añadido al que he aludido—, ayudando a eliminar a quien sufre, pero sin promover la medicina paliativa que podría quitarle el dolor.
4.ª La humanidad, que no es un sentimiento sino el imperio de la justicia, no consiste en auxiliar a la persona que quiere terminar con su vida, sino en dar a cada uno lo suyo (como señaló el jurista romano Ulpiano), es decir, en dar a cada uno aquello que necesita para que su vida tenga —o siga teniendo— sentido. Una sociedad no es más humana y madura por estar preparada para auxiliar al que desea morir, sino por su capacidad de dar a todos, sin excluir a nadie, aquello que necesitan para mantener la decisión de vivir. Algunos ven la eutanasia como una conquista; yo, en cambio, como un fracaso de la sociedad y un fraude del poder público, incompatible con un Estado de Derecho comprometido con la defensa de los derechos fundamentales —irrenunciables— de todos, y en particular de los más frágiles, de enfermos terminales que padecen una situación de desvalimiento físico y mental, en ocasiones agravada sobre todo por la soledad y la falta de atención. Resulta incongruente que un gobernante justifique la opción eutanásica afirmando que el Estado «ni impone ni obliga», cuando en otros ámbitos sí lo hace (con acierto), imponiendo sanciones penales y administrativas a quienes pretenden renunciar a determinados derechos fundamentales (relación de trabajo esclava, tráfico de órganos, omisión del deber de usar cinturón o casco en la conducción de vehículos, etc.).
El actual Gobierno ha logrado aprobar una ley que constituye una herramienta idónea de transformación de la sociedad. Si los ciudadanos no hacemos nada para revertir ese proceso, si desde la sociedad civil no logramos combatir su vigencia, acreditando jurídicamente su manifiesta inconstitucionalidad, el derecho a la vida volverá a experimentar un retroceso y una devaluación radical, abocando a nuestro país hacia una pendiente resbaladiza de progresiva deshumanización. Espero que esto no suceda, y que no tengamos que comprobar los efectos letales (en sentido literal) y devastadores de esa ley, ni constatar que hay amores (o desamores) que matan, mientras el Estado se pone de perfil, dejando a su suerte a aquellas personas más vulnerables en el momento más difícil de sus vidas. No creo que merezca aplauso alguno la aprobación de una ley que concede el derecho a morir a alguien que, abatido por el dolor —y quizá la soledad—, ha perdido la ilusión de vivir. Sí merecería ser aplaudida —y sonoramente— la normativa que lograra mantener en todos —porque toda vida humana es valiosa, única e irrenunciable—, la voluntad de seguir viviendo.
2.
LA EUTANASIA: ¿DE QUÉ SE TRATA?
Ana M.ª Marcos del Cano
LA APROBACIÓN DE LA Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de la eutanasia ha hecho irrumpir de nuevo en el marco político-social, sanitario y jurídico, el clamor de una situación personalísima, y colectiva al tiempo, sobre el denominado “derecho a morir”.
Permítanme unas reflexiones de carácter ético, jurídico y, no menos, de honda preocupación del futuro de una dimensión humana sustantiva, cual es la responsabilidad y la inderogable dignidad de la propia vida. Me centraré en esta ley (en adelante, LORE) y más allá de ella, pues la muerte es una cuestión que nos atañe a todos. He reflexionado mucho sobre este tema, pues fue el objeto de mi tesis doctoral, y siempre he pensado que el Derecho se quedaba corto a la hora de abordar esta situación. Desde ahí y siendo necesaria su regulación, nunca vi la eutanasia como un “derecho exigible”. Como afirmaba Gustavo Bueno, la expresión derecho a morir es una contradictio in terminis, pues el derecho es “a algo bueno”, a la salvaguarda de los intereses y bienes de las personas, al despliegue de sus mejores posibilidades. Quizá sea, porque como Sócrates considero al Derecho como un bien, un factor de cohesión social, de atribución de libertades, de creación de civilización y de generación de posibilidades de vida mejor para la sociedad y para las personas. A la vez, el propio Derecho tiene una función pedagógica e instructiva, como ya advirtiera Aristóteles, que configura no solo el modo de actuar, —como regulador de conductas que es—, sino el pensamiento, la conciencia, la propia comprensión del ser humano, —capaz de integrar su potencial de proyección, creación y sentido—, y no menos la mutua interacción y relacionalidad que nos constituye como sociedad. De ahí que lo que se establezca por ley tenga una incidencia directa en la conciencia personal y social que regula. Y desde aquí, siempre me ha resultado difícil y complicado afirmar con rotundidad un “derecho a la eutanasia”.
Siendo esto así, no puedo sino conmoverme ante situaciones dramáticas, como la de Ángel Hernández que ayudó a morir a su esposa M.ª José Carrasco, pues ya no podía vivir más en esa situación de dependencia y sufrimiento. Y, a la vez, el “derecho” que ahora se otorga por nuestro Parlamento, se me sigue quedando corto para su situación y la de tantos otros/as. Cuánta realidad hay en ese caso que no