Valencia, 16 de julio de 2021
INTRODUCCIÓN
La eutanasia en perspectiva: autonomía de la voluntad y vulnerabilidad
Aniceto Masferrer
LA ABSOLUTIZACIÓN DE LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD
Una cuestión tan rica y compleja como la de la eutanasia solo puede ser abordada adecuadamente si se hace desde una perspectiva que permita afrontarla de un modo completo, no parcial. De lo contrario, los planteamientos y las conclusiones pueden alejarse de la realidad. Ese es, a mi juicio, el principal problema en la deliberación pública sobre la eutanasia. Para algunos, el principio fundamental e indiscutible es el de la autonomía de la voluntad, unida a una idea de utilidad: que cada uno haga lo que quiera; que sea cada uno quien decida si su vida tiene alguna utilidad que la haga merecedora de seguir siendo vivida o no. Esta concepción individualista y utilitarista, que goza en la actualidad de una hegemonía suprema, comparte un error gravísimo: desconocer que el ser humano es valioso más allá de su capacidad para gozar de su autonomía y de su capacidad para producir algo útil. Sin embargo, para no pocos la eutanasia se basa en esas dos filosofías que consagran el derecho del individuo a que otros acaben con su vida cuando lo pida, y el principio de que las vidas inútiles no merecen la pena ser vividas. La vigente Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE) es fiel reflejo de ese paradigma.
Para quienes pensamos de otro modo, entendemos que el problema no es realmente la autonomía de la voluntad ni el principio de utilidad, filosofías que contienen aspectos fundamentales enormemente positivos y aprovechables, tanto en el ámbito individual como en el social, sino su absolutización, impidiendo la integración de otras dimensiones y perspectivas que resultan tan o más relevantes que la individualista y utilitarista para la vida de cada ser humano y de cada comunidad política. Es la absolutización de las mencionadas filosofías lo que impide reconocer que todo ser humano es digno y su vida inviolable, con independencia de su presunta utilidad social.
LA VULNERABILIDAD COMO RASGO INHERENTE DE LA CONDICIÓN HUMANA
A mi juicio, la perspectiva más realista e integradora de la condición humana es la de su vulnerabilidad (Cayuela 2005). El ser humano es, ante todo, un ser vulnerable (García-Sánchez 2021). Y, en muchos aspectos, lo es mucho más que otros seres vivos, también entre los animales. Humanos vulnerables. Eso somos. La vida humana es un himno a la precariedad. Desde siempre en la sociedad humana ha acampado la dependencia, la flaqueza…la inexorable muerte. Es la condición humana, la historia de nuestra raza y actualmente la única posibilidad de pertenecer a ella. A partir de la aparición de los hombres, todos han sido siempre la misma y única humanidad, la misma y única naturaleza, el mismo hombre (Marcos & Pérez Marcos 2018). En definitiva: tierra, criaturas, animales. Así lo afirmó Rousseau:
Los hombres no son por naturaleza ni reyes, ni poderosos, ni cortesanos, ni ricos. Todos han nacidos desnudos y pobres, sometidos todos a las miserias de la vida, a las penalidades, a lo males, a las necesidades, a los dolores de toda clase; en fin, condenados todos a muerte (Rousseau 1980).
Se trata del dibujo más real de los miembros de la gran familia humana, una imagen que atraviesa la historia desde su origen. En efecto, todos los seres humanos al nacer inician su andadura por senderos de dependencia rumbo a la independencia, nunca al revés. Senderos que necesitan ser atravesados por pasarelas humanas que capaciten al hombre para a alcanzar una cierta autonomía, nunca absoluta. Como asegura MacIntyre, la clave de la independencia está en el reconocimiento de la dependencia; somos dependientes porque somos vulnerables (MacIntyre 2001, 102-103); y somos vulnerables porque somos humanos.
Ante una cultura postmoderna que hipertrofia la estética y exagera el bienestar, ante el empeño por exaltar la perfección sobre la imperfección, conviene volver los ojos pacíficamente hacia la contemplación de una verdad sencilla y originaria: la naturaleza humana es frágil. De siempre ha venido definida por una característica: la limitación, la finitud. Somos barro de la tierra, aunque nos golpee intermitentemente un deseo de perfección, de mejora, de invulnerabilidad…, incluso de infinitud. La biografía —y la historia genética de cada hombre— está entremezclada de episodios de fragilidad y vigor, a veces demasiada fragilidad, a veces más de la soportable, aunque ella siempre se encargue de recordarnos nuestra condición. No es posible la invulnerabilidad física en el actual universo, a no ser que dejemos de ser humanos para pasar a transhumanos o ciborg (Warwick 2004). Indudablemente tampoco sería humano, ni digno, no poner todos los medios a nuestro alcance para curar la enfermedad, aliviar el sufrimiento y mejorar la salud del mayor número de personas del mundo. Tan in-humano o no-humano es el deseo de la invulnerabilidad como del sufrimiento.
Sostiene MacIntyre que todas las personas del mundo ocupan un puesto concreto, un lugar en la escala de la discapacidad por la que ascienden y descienden a lo largo de su existencia (MacIntyre 2001, 91-92). Lo normal humano no viene definido por estados autonómicos perfectos e independientes, sino al contrario, por estados transitorios de enfermedad y dependencia. Algunos enfermos logran curarse, otros viven temporalmente sanos, un buen número acabarán incurables, todos mueren.
Cuando la naturaleza humana se despliega y abre sus ojos a la existencia, percibe que está inacabada e indefensa. Incluso antes que su propia racionalidad, lo que constata es su propia ineptitud, una inutilidad existencial que le empuja al auxilio de la relacionalidad (Buber 1993, 9). Para empezar a vivir y después sobrevivir, cada hombre reclama ayuda y cuidado de otros como él —también seres relacionales, dialógicos y vulnerables—. La clave de la existencia y del significado profundo de su vida es la co-existencia, vivir con el otro, donarse (Polo 1999, 31-32). Y como asegura Ortega y Gasset, la vida solo puede desarrollarse si coexisto con el mundo y con los otros (Ortega y Gasset 2008), con los que establezco una relación, aunque no siempre pueda ser simétricamente recíproca. El hombre es el único ser vivo que puede ponerse en lugar del otro, captando su vulnerabilidad y compadecerse. De ahí que pueda tener responsabilidad por otros iguales a él, de igual condición. La raza humana posee un instinto natural en forma de deber que le lleva a proteger al débil; de hecho, como dice Jonas, la responsabilidad primordial del cuidado paterno es la primera que todo el mundo ha experimentado en sí mismo (Jonas 1995, 172-173).
La manifestación de la debilidad humana en cualquiera de sus grados constituye una ocasión para probar la hondura y la calidad de nuestro respeto por las personas. En buena parte, la moralidad y el desarrollo cívico de una sociedad y del Estado se mide específicamente por la protección, el respeto y el cuidado que muestra hacia sus ciudadanos más débiles y vulnerables (Masferrer 2019). Cuanto más vulnerable se nos muestra el hombre desde el punto de vista fáctico, más inviolable se nos muestra desde una perspectiva ética (Ballesteros & Fernández, 2007, 18). Injustamente, sobre ellos —los más indefensos— recae en muchas ocasiones no solo la sospecha sino la sentencia de su falta de dignidad como seres humanos (Masferrer & García-Sánchez 2016). Permitir la inclusión de todos ellos sin excepción, y facilitar los medios para que esas personas más dependientes alcancen su desarrollo integral es lo que ha de